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Los fieles olvidados – (árabes cristianos en Medio Oriente)

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La inestabilidad crónica del país ha disparado el desempleo hasta en 20 %, ahuyentado a los inversionistas extranjeros y debilitado la antes vigorosa vida comercial de Líbano. Una semana antes, mientras viajaba por territorio maronita en el Valle del Qadicha, me detuve en un negocio de Becharré, población localizada al borde de un despeñadero donde nació el poeta Khalil Gibran. “Usted es el primer cliente del día”, anunció Liliane Geagea, mujer de cabello oscuro que atendía el mostrador. Eran las 11 de la mañana de un soleado sábado de abril, temporada alta para el turismo y, sin embargo, el lugar estaba vacío. “Con tantos problemas, la gente ha dejado de venir –explicó–. Todos están ahorrando para irse de este lugar de locos. Yo también. He dado al país 45 años de mi vida, casi siempre en guerra, pero basta ya. Estoy harta, igual que mi familia. Mi hija estudia en la Universidad de Beirut y mi consejo para cuando se gradúe es: vete a Estados Unidos, vete a Europa o Australia, no importa adónde. Sólo vete de aquí y llévame contigo”.

A pocas horas al oriente de los frentes de batalla entre musulmanes y cristianos de Beirut, y como trasfondo de las hostilidades actuales, otras comunidades nos recuerdan la estrecha relación entre ambas religiones. En Siria persisten oasis de tolerancia (antiguamente más comunes) donde cristianos y musulmanes conviven en bodas y funerales, y comparten sus lugares de culto. Los cristianos aún se postran a orar en ciertos monasterios, costumbre bizantina que los primeros musulmanes seguramente admiraron y adoptaron; algunas iglesias siguen oficiando en arameo o siríaco, lenguas que anteceden al islam.

Cierta tarde visité el santuario de Nuestra Señora de Saydnaya, un antiguo convento griego ortodoxo que, desde 547, ha resistido las tormentas del imperio en las alturas de un acantilado. Al entrar me encontré no con cristianos, sino con numerosas familias musulmanas que habían ido a pedir las bendiciones de la virgen allí venerada, cuyos poderes de curación y fecundidad han atraído a gente necesitada desde hace casi 1 500 años.

Mientras mis ojos se habituaban a la penumbra del santuario interior, iluminado con velas, observé a una mujer que, con la cabeza cubierta por una pañoleta, presentaba a su bebé en el altar central del sagrario donde, rodeada de iconos ennegrecidos por el hollín, se encuentra una pantalla de latón que cubre la imagen de María, atribuida a san Lucas e inspiradora de profunda devoción, aunque esté oculta. Con los ojos cerrados y los labios moviéndose en plegaria silenciosa, la madre de la criatura presionó el rostro contra la placa de metal durante un momento. Más tarde, fuera del templo, encontré a la mujer y su familia, quienes habían llegado desde Damasco al concluir las oraciones del viernes en su mezquita.

Recelosos de los extraños, sólo revelaron el nombre del niño enfermo, Mahmoud. El pequeño, de siete meses y envuelto en una frazada verde, yacía inmóvil, con los ojos cerrados, la respiración apenas perceptible y el rostro café grisáceo. “El doctor dijo que no podía ayudar a Mahmoud y que debíamos llevarlo a Estados Unidos para que lo operaran –informó la madre–. Pero eso es imposible, así que hemos venido a pedir un milagro. Aunque soy musulmana, mi familia fue cristiana hace mucho tiempo. Creo en los profetas –musulmanes, judíos y cristianos– y en María. He venido a rogarle que cure a mi niño”.

Semejantes escenas traen a la memoria la historia levantina de los primeros días del islam, época de coexistencia entre musulmanes e individuos de otras religiones. Alrededor del año 636, cuando el califa musulmán Omar le arrebató Siria al Imperio Bizantino, ordenó proteger a sus súbditos cristianos permitiendo que conservaran sus iglesias y rindieran culto según su tradición. Con todo, muchos cristianos se convirtieron al islam, pues preferían el énfasis en la comunión directa con Dios a las opresivas jerarquías de la Iglesia bizantina. Pero cuando los siguientes califas impusieron onerosas cargas impositivas a los cristianos, la conversión cobró auge entre los aldeanos pobres, de manera que para aquellos antiguos árabes cristianos, que designaban (y aún designan) a Dios con el nombre de Alá, la aceptación de los dogmas islámicos fue más como pasar un arroyo que saltar un abismo.

“Es imposible vivir 1 000 años junto a otras personas y verlos como hijos de Satán –observa Paolo Dall’Oglio, monje corpulento y de facciones duras que invita a los musulmanes al diálogo interreligioso en Deir Mar Musa, monasterio desértico del siglo VI situado entre Damasco y Homs, que él y sus seguidores árabes han restaurado–. Por el contrario, somos iguales a los musulmanes y aunque Occidente no haya aprendido la lección, los árabes cristianos están especialmente capacitados para enseñarla. Ellos son el último vínculo crucial entre los cristianos de Occidente y el mundo árabe musulmán. Si los árabes cristianos desaparecieran, la división se haría mucho más profunda de lo que es en la actualidad. Ellos son los intermediarios”.




De vuelta en Jerusalén, Mark y Lisa tienen conciencia clara del papel de los árabes cristianos en los dramas geopolíticos de la actualidad, pero viven en un mundo volátil, donde los intermediarios están en constante peligro de ser pisoteados por musulmanes, judíos o cristianos occidentales, quienes, de manera muy similar a los cruzados, los ignoran por completo en su carrera para reclamar la tierra sagrada de Dios.

La mañana de Pascua, Mark y Lisa, vestidos con sus mejores galas, forman una atractiva pareja que camina por la acera llevando de la mano a Nate y Nadia hasta el auto familiar, un Honda marrón rojizo de medio uso. Es un momento de gran orgullo, la primera Pascua que pasan juntos en Tierra Santa, y Lisa, al notar el abundante polvo que cubre el vehículo, le pide a Mark que lo enjuague. El hombre va a buscar la manguera y la conecta a la toma de agua que comparten con sus vecinos, quienes salen al porche para observar la acción cubiertos con sus kufiyyas e hiyabs. Con gran emoción, Lisa explica a los chicos que papá está bañando el coche por la Pascua y en ese momento, como respondiendo a una señal, Mark aprieta la boquilla de la manguera. Nada. Revisa la toma de agua y vuelve a apretar. Otra vez nada. Manguera vacía en mano, se queda parado e impotente frente a hijos, vecinos y visitantes extranjeros. “Imagino que han abierto las tuberías que abastecen los asentamientos –informa con voz baja, haciendo un ademán hacia los centenares de nuevas viviendas judías en las colinas cercanas–. No hay más [agua] para nosotros”. Lisa sigue tratando de explicar la situación a los niños mientras el auto se aleja de la acera.

“Odio a los israelíes –declara Lisa un día, inesperadamente–. De verdad los odio. Todos nosotros los odiamos. Creo que incluso Nate empieza a odiarlos”. “¿Odiar no es pecado?”, pregunto. “Claro que sí –responde–. Por eso soy pecadora. Pero me confieso cuando voy a la iglesia y eso sirve. Estoy aprendiendo a no odiar; entre tanto, me confieso”. “El odio destruye el espíritu– sentencia el padre Rafiq Khoury, sacerdote palestino de suaves modales que escucha la confesión en el Patriarcado Latino de Jerusalén–. A pesar de todos los problemas, de la violencia y desesperación que expulsan a los cristianos, percibo la promesa de nueva vida en el rostro de los jóvenes y me anima la esperanza, que es el don de Dios para la humanidad. Ese es el mensaje de la Pascua”.

Sin embargo, incluso en la Pascua, los árabes cristianos parecen ser los olvidados. La noche del Viernes Santo acompaño a Lisa y Mark a la misa en la enorme Iglesia de Todas las Naciones, contigua al Jardín de Getsemaní, en la zona oriental de Jerusalén. Mark, quien no resiste las multitudes, permanece afuera con Nate en el fresco aire vespertino, pero Lisa, quien ha asistido a esa celebración desde su infancia, quiere entrar. Aunque hay pocos feligreses, nos paramos alejados de los bancos de la iglesia, a pocos metros de la entrada, pues Lisa lleva a Nadia en la carriola. Entonces, mientras admiramos el ornamentado altar y el vestíbulo, las hordas de cristianos que circulan por Jerusalén entran intempestivamente en el edificio como una plaga del Antiguo Testamento. Centenares de peregrinos cruzan a empellones las puertas dobles, llenando el cavernoso espacio con sus cuerpos calientes y haciendo que nos adentremos más en el templo. La temperatura sube con rapidez y empieza a faltar el aire. Me vuelvo a mirar a Lisa y descubro que una expresión de angustia tuerce sus rasgos mientras afianza el cochecito y trata de resistir la fuerza del río de humanidad que fluye al interior de la iglesia. Holandeses, alemanes, coreanos, nigerianos, estadounidenses, franceses, españoles, rusos, filipinos, brasileños: la multitud se empuja para avanzar, hambrienta de una mayor proximidad con Dios.

En ese momento, la decisión de Lisa de llevar consigo a Nadia se revela como un error. A nivel de la vista, algunas personas descubren el espacio que deja la carriola y pugnan por ocuparlo sin darse cuenta de que allí duerme la niña hasta que, prácticamente, caen sobre ella. Con los ojos dilatados, Lisa se esfuerza por proteger a Nadia de laprensa de cuerpos. Como si vadeáramos aguas profundas, tratamos de hacer camino para el cochecito hasta las puertas de la iglesia, pero varios extranjeros responden con hostilidad a la diminuta árabe que se mueve en sentido contrario; la agresividad adquiere incluso expresión física mientras nos abrimos paso entre la muchedumbre. Al cruzar las puertas, el gentío disminuye apenas un poco. Lisa se inclina hacia mí, tratando de hacerse oír en el caos que nos rodea. “¿Se da cuenta? – pregunta, jadeante, en la colina donde Jesús pasó su última noche en la Tierra–. Este es nuestro hogar, ¡y pareciera que no existimos!”.

Por Don Belt
Con información de Caña Santa y National Geographic

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