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Haz el bien sin mirar a quien – Cuento Sufí

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El marinero observaba con orgullo al pequeño Fāteh nadando en el agua, salpicando alegremente. Para un niño de su edad, había aprendido a nadar muy rápidamente. No había mostrado ningún miedo al agua. Quizá, completaría su aprendizaje antes de lo previsto. Con un poco de suerte, pensó para sí el marinero, el califa le pagaría incluso más de lo prometido. El califa Motewakkel había adoptado a Fāteh hacía diez años. Fāteh, hijo ilegítimo de una joven sirviente, había perdido a su madre al nacer. Aunque nunca se había preocupado por los asuntos de los sirvientes, cuando fue informado de la muerte de la doncella, pidió que le trajeran al niño. Bastó una mirada para que le tomara cariño.

Puesto que no tenía hijos, el califa lo adoptó y le puso de nombre Fāteh. El califa adoraba a Fāteh y le daba todo lo mejor. Por ejemplo, el año anterior, al cumplir nueve años, le había regalado un caballo. Ahora, Fāteh había pedido aprender a nadar y Motewakkel había contratado para este trabajo al mejor marino. Era tan conocido el amor del califa por su hijo adoptivo que muchos cortesanos conseguían fácilmente acceder a él con sólo complacer al niño.

El marinero estaba absorto en sus pensamientos cuando, de repente, se dio cuenta de cuántos barcos pesqueros había ahora en el río. Todos los días a esta hora, los pescadores arrojaban sus redes para capturar truchas, el mejor pescado del Tigris. El marinero llamó: «Fāteh, no vayas tan lejos. Quédate donde yo te vea. Es muy peligroso con todos esos barcos alrededor». No hubo respuesta. El marinero llamó otra vez, pero tampoco hubo respuesta. Le entró el pánico. Estaba de pie en su pequeño bote, intentado localizar al muchacho más allá de los barcos, pero no veía moverse otra cosa que las olas. Inmediatamente, empezó a remar en la dirección en la que había visto a Fāteh nadando por última vez, gritando su nombre una y otra vez, pero sin éxito, pues la única respuesta era el batir de las olas contra el casco del bote.

El sol se estaba poniendo. Los pescadores habían encendido las pequeñas linternas de sus barcos. Mientras tanto, el marinero había remado arriba y abajo por el río buscando al niño. En un momento dado, había incluso nadado un rato, pero había vuelto al bote exhausto y contrariado. No había rastro del muchacho. ¿Por qué había dejado que sus pensamientos lo distrajeran? ¿Qué le iba a decir al califa ahora? ¿Y si lo encerraban en un calabozo, o incluso lo colgaban? Sin embargo, aún no había perdido completamente la esperanza.

Podía ser que Fāteh simplemente se hubiera ido algo más allá hasta la orilla. Pediría primero ayuda a sus amigos. La noche avanzaba rápidamente. Brillaba la luna y el agua estaba tranquila. Nada parecía interferir en la paz del río. Las palmeras de la orilla proyectaban su sombra en el agua y el reflejo de la luna llena parecía una moneda de plata.

El marinero y sus amigos establecieron unas patrullas de búsqueda por tierra y por el río Tigris. A medida que pasaban las horas sin éxito en la búsqueda, sabían todos que no tenían otra opción que informar al califa.

Había sido difícil, lo más difícil que había hecho nunca el marinero, pero, de alguna forma, había encontrado la fuerza y el coraje para decirle al califa lo que había ocurrido. El califa le estaba dando ahora la espalda al marinero. Sus anchos hombros se veían derechos en su túnica de seda azul bordada en oro. El gran rubí de su turbante brillaba majestuosamente. Estaba furioso. Tenía los brazos rígidos y los puños apretados. Se dio la vuelta y taladró con su mirada al marinero, que estaba de pie con los hombros encogidos y la cabeza agachada.

«¿Cómo sucedió?». Dio un paso adelante y le espetó: «¡Habla!» Por tercera vez, el marinero repitió la historia, destacando la presencia de los barcos de pesca que le habían impedido ver y omitiendo cuidadosamente sus ensueños y su falta de atención hacia el «pequeño amo».

El califa recorría una y otra vez el gran salón intentando concentrarse en el problema. Pero los pensamientos sobre su hijo y su desaparición seguían irrumpiendo en su mente, impidiéndole pensar racionalmente. Finalmente, se volvió hacia su visir: «Di a tus hombres que anuncien, en la ciudad y en los pueblos vecinos, que aquel que me traiga noticias sobre Fāteh será recompensado con oro. Más oro del que jamás haya visto». El visir salió rápidamente y el califa se volvió hacia el marinero: «Pon a todos tus hombres a buscar a mi hijo». Dando unos pasos hacia él, le dijo: «Quiero que se registre toda la zona y los pueblos de los alrededores. Ahora vete, mientras puedo contener mi cólera». El pobre hombre farfulló su agradecimiento y con muchas reverencias se marchó rápidamente.

Fāteh había disfrutado tanto nadando que había perdido la noción del tiempo. Estaba tan entusiasmado que no se había dado cuenta de cuánto se había alejado del bote de su instructor. Fue al mirar a su alrededor cuando finalmente se apercibió de que estaba en una zona diferente a donde había empezado a nadar y que, quizá, estaba perdido. La orilla se veía muy lejos. Había empezado a oscurecer. Veía unas pequeñas luces en la distancia que supuso serían de los botes de pesca, pero estaba de masiado cansado como para ir hacia ellas. De hecho, apenas podía mover sus brazos y su piernas .Durante un rato, batió sus pies como mejor pudo, peleando por mantenerse a flote. Pero, cuando empezó a dejar de sentir sus piernas, decidió dejar de nadar y simplemente flotar en el agua, como le había enseñado el marinero en su primera lección. «No necesitas mover ningún miembro, mientras te dejes flotar… y no te olvides de respirar suave y regularmente». Flotando sobre su espalda, dejando que las olas lo llevaran donde quisieran, cerró los ojos. Pronto lo encontraría el marinero, se decía a sí mismo, y estaría de vuelta en casa. Pasaron largos minutos sin que ningún sonido llegara a sus oídos. No era miedoso, pero empezó a asustarse.

¿Y si no lo encontraba el marinero? Abrió los ojos y vio un cañaveral cercano. Podía ver la orilla a través de las cañas. El agua allí no debía ser muy profunda y pensó que podría nadar hacia ellas y sujetarse, incluso llegar hasta la orilla. Aunque estaba exhausto y pensaba que no podría con el peso de sus brazos y sus piernas, empezó a moverse hacia las cañas. Pero para su desánimo, cuanto más intentaba ir hacia la orilla más se alejaba de ella. Era desesperante y estaba totalmente agotado. Tenía frío, sus dientes habían empezado a castañear y sus piernas a acalambrarse. No había esperanza. Tuvo que dejarse ir. Pero un trago de agua le hizo sentir miedo y el miedo le dio nueva fuerza. Tenía que salvarse. Su padre lo estaba esperando. Sí, podía nadar con las olas hacia las cañas, hacia la orilla. Sin embargo, el agua lo llevaba en una dirección diferente a la que él quería. Seguramente, tarde o temprano se acercaría a alguna de las dos orillas. Se relajó y dejó que el agua lo llevara. Al poco tiempo, vio en la distancia una mancha oscura que sobresalía en el agua. Cuando el agua lo llevó lo suficiente cerca de la mancha, vio que se trataba de una cueva en una roca. Al llegar cerca, se aferró a uno de los lados y pudo entrar en ella. La cueva sobresalía a medias en el agua. Fāteh se aferró a las paredes y entró más al fondo. La suerte sonrió al muchacho: había allí un saliente en la pared que quedaba fuera del agua. Subió a él y se sentó. El cobijo y el calor de la cueva lo hicieron por fin sentirse seguro después de tanto tiempo.

Pronto, por supuesto, la marea subiría y la cueva podría quedar sumergida. Quizá para entonces, se decía a sí mismo, podría recuperar algo de fuerzas y sería capaz de nadar otra vez. Sin embargo, afortunadamente para él, llegado ese momento el agua no subió hasta el techo de la cueva y Fāteh pudo arreglárselas para mantener la cabeza fuera del agua, manteniendo el cuerpo apoyado en la pared de la cueva. Cuando el agua bajó otra vez, sintió el peso de sus párpados y se quedó dormido.

Por la mañana, decidió nadar hacia la orilla, pero sus miembros estaban rígidos y era incapaz de moverse en el agua. Decidió, entonces, permanecer en la cueva y esperar a que pasara algún barco de pesca. Empezó a sentirse hambriento y asustado. Desamparado, se sentó en la roca abrazándose las piernas, vigilando pacientemente. En un par de ocasiones, se quedó adormecido. Al abrir los ojos, vio un objeto grande, plano y redondeado, flotando en el agua. Guiñó los ojos y volvió a mirar. Ciertamente, no se parecía a ningún pez de los que hubiera visto. Cuando la corriente acercó el objeto a la cueva, pudo ver que se trataba de una bandeja de madera que contenía algunas cosas. Sujetándose con una mano de la pared de la cueva, se estiró cuanto pudo y agarró la más cercana. Era una hogaza de pan.

Llevaba varios días en la cueva, pero no sabía cuántos. Fāteh se sentó en la roca, apoyándose en la pared de la cueva. Tragó el último trozo de pan y se limpió las migas de la boca con el dorso de la mano. Si no hubiera sido por los panes que la corriente llevaba cada día a la cueva, seguramente no habría sobrevivido tanto tiempo. Mientras tanto, había intentado muchas veces nadar hasta la orilla. Pero, cada vez, el dolor en sus piernas había sido insoportable y había tenido que volverse. Pasaban por su mente pensamientos sobre su padre y su casa cuando, de repente, oyó un ruido en el exterior. Sacó la cabeza y miró alrededor. Era increíble, un barco se estaba acercando. Gritó «¡Eh!,¡aquí, aquí!»

El califa no había recibido una sola noticia sobre su hijo. Se agarraba a la pequeña esperanza de que Fāteh hubiera alcanzado la orilla de alguna manera. Pero según pasaban los días sin tener señales de él, todo el mundo estaba seguro, sin ningún tipo de duda, de que no era posible que el muchacho hubiera sobrevivido una semana en el agua: ni siquiera un hombre maduro habría podido hacerlo. Si hubiera alcanzado la orilla, alguien ya lo habría sabido. No, el califa debía hacer frente a los hechos y abandonar la esperanza. Cualquier otra cosa habría sido engañarse a sí mismo.

Los guardias habían recibido la orden estricta del visir de no dejar entrar a nadie en la corte con la excusa de que tenía noticias de Fāteh. En la semana anterior, habían molestado muchas veces al califa por esa razón. Ahora estaba afligido y había abandonado toda esperanza. Lo que ahora necesitaba era tiempo para recuperarse, tiempo para asumir la pérdida.

Se oyó una voz en la puerta del palacio que decía: «Déjenme entrar». El hombre se esforzaba por soltarse de los guardias: «Tengo que ver al califa. He encontrado a Fāteh». El califa estaba dando un paseo por el jardín cuando oyó el alboroto detrás del muro del jardín. Con rabia y desagrado, pensó: «Otra falsa noticia». Caminó hacia el estanque acariciando distraídamente las hojas y las flores que se hallaban a su lado. Se paró ante el estanque, se inclinó y metió sus manos en el agua. Dijo en voz alta al agua: «Has sido tú la que me has quitado a mi hijo único». Sus ojos estaban fijos en el agua, mientras movía en ella tristemente sus manos. Una rosa roja movida por las olas que levantaba tocó su mano. Sorprendido, retiró su mano y se dijo: «¿De dónde has venido? ¿Cómo has sobrevivido a esta agua cruel?». De pronto, un pensamiento cruzó su mente. ¡Quizá, sólo quizá, su hijo había sobrevivido a las olas! ¿No era su hijo más fuerte que una rosa? Se levantó bruscamente y corrió hacia el gran salón. Ordenó a un sirviente: «Que se presente el visir inmediatamente». El visir se presentó en unos mnutos.

El califa caminaba inquieto por el salón. Gesticulando, le dijo: «Oí a un hombre en la puerta hace un momento, cuando estaba paseando por el jardín. Déjalo entrar. Si lo han echado, búscalo y tráemelo inmediatamente». El visir ya conocía ese fuego en la mirada del califa, lo suficiente como para no preguntar nada en ese mo -mento. Se inclinó y abandonó la estancia rápidamente.

Era demasiado bueno para ser verdad, pensaba una y otra vez el califa. Escuchaba al pescador que estaba ante él y no daba crédito a sus oídos, mientras intentaba mantener la compostura. Su hijo había sobrevivido siete días en el agua. Estaba vivo y en buen estado y, en esos momentos, de camino hacia casa. El pescador le había contado al califa cómo había encontrado a Fāteh sentado en una cueva en medio del río Tigris. Por alguna extraña razón, estaba vivo y muy despierto. Excepto un resfriado y cierta debilidad, no le pasaba nada al muchacho.

El pescador había llevado a Fāteh a su cabaña para pasar la noche y su mujer lo había cuidado. Había comido bien y sehabía acostado en seguida. Sólo esta mañana, al despertarse, les había dIcho quién era. En cuanto el pescador había sabido quién era el muchacho, se había apresurado para informar al califa. El califa lo mandó inmediatamente con algunos de sus hombres a buscar a su hijo.

Ver a Fāteh trajo de nuevo la felicidad a la vida del califa. Recuperó la sonrisa que había perdido desde la desaparición de su hijo. El califa acarició la piel tostada y seca de la mejilla de Fāteh, sentado en su regazo. Mirando inquisitivamente a los ojos color avellana de su hijo, dijo: «He ordenado al cocinero que prepare tu comida favorita. Debes estar hambriento. Después de todo, llevas varios días sin comer». «Oh no, padre, al contrario, no tengo hambre en absoluto». Saltó al suelo del regazo de su padre. Cruzó la estancia y, encaramándose a la ventana para echar un vistazo al jardín, dijo: «He tenido comida de sobra todos estos días». «¿No querrás decir que la comida de anoche ha sido suficiente para compensar estos largos días que has estado sin comer, verdad?». El califa fue hacia donde estaba su hijo dándose cuenta, de repente, de que sólo un milagro podía haber impedido que su hijo pereciera de hambre en la cueva.

Antes de que pudiera preguntar nada más, el hijo exclamó animado: «No, padre. Quiero decir que tuve comida suficiente mientras estuve en la cueva». Corrió hacia su padre, con los ojos brillantes de alegría y entusiasmo. «Tuve pan todos los días que permanecí en esa horrible cueva». El califa alzó las cejas sorprendido y preguntó: «¿Pan? ¿Cómo es posible que tuvieras pan?, ¿cómo lo conseguías?». «La corriente arrastraba hacia la cueva una bandeja de madera con pan todos los días hacia el anochecer. Normalmente conseguía coger una o dos grandes hogazas». El muchacho se irguió orgulloso.

El califa se quedó mirando boquiabierto a su hijo. Después de un rato, bajó la mirada. «¿Tienes alguna idea de quién podía arrojarlo al río?». El muchacho se quedó pensativo, dudando por un momento. «No lo sé. Pero era curioso, en las barras estaba escrito Mohammad ibn Askaf».

El califa se dirigió al visir, que había permanecido cerca, mirando con interés: «Envía heraldos al bazar y que anuncien que quien se llame así, o conozca a esa persona, se presente inmediatamente en palacio».

El califa estaba recostado en sus almohadones de satén. Pensaba en lo que le había contado antes su hijo. Era increíble que el agua hubiera llevado el pan que había alimentado a Fāteh los siete días que había permanecido en el agua. El visir, que había entrado hacía un momento, tosió. El califa le hizo señas para que se acercara. Inclinándose, dijo: «Majestad, el hombre está aquí. Está esperando fuera». Hicieron pasar a un hombre bajo y rechoncho a la estancia del califa.

En cuanto entró en la habitación, hizo una reverencia tan pronunciada como se lo permitió su tripa. Vestía el típico uniforme de tendero, con una larga túnica y un pañuelo de seda anudado a su cintura. El califa examinó cuidadosamente al hombre que estaba cortésmente de pie ante él.

«¿Eres Mohammad ibn Askaf?”. «Sí, Majestad. Mi nombre es Mohammad ibn Hosayn Askaf y tengo una pequeña panadería en el bazar». «¿Eres tú el que arroja pan todos los días al Tigris?». «Si, Señor». «¿Desde cuándo lo haces?». «Cerca de un año». El califa lo miró con desconfianza. «¿Y por qué haces eso, si se puede saber?». El hombre frunció sus cejas pensativamente. «Cuando era un muchacho, mi padre solía decirme que hiciera el bien, pero sin esperar recompensa alguna a cambio. Solía decir: “Es como arrojar tu pan al agua. El agua lo llevará a una boca hambrienta”. Cuando crecí, empecé a comprender lo sabias que eran las palabras de mi padre, que hacer el bien sin pensar en un beneficio personal resulta, al final, en un bien mayor. Sin embargo, puesto que no era capaz de seguir el espíritu de su sabiduría decidí, al menos, seguirla al pie de la letra».

El tendero no parecía ni calculador ni tramposo.El califa lo miró pensativamente. Estaba seguro de que el panadero le decía la verdad. Se levantó del diván y le dijo al visir: «Asegúrate de que le den a este hombre siete acres de tierra en la vega del río y cien monedas de oro».El hombre se quedó aturdido. Tragó saliva con dificultad. «Perdone, Alteza, mi impertinencia pero, ¿puedo preguntar por qué debo recibir semejante premio?».

El califa dijo calmadamente: «Porque esa es tu recompensa, buen hombre». «¿Mi recompensa?». El hombre estaba confundido. «¿Por qué?». El califa contestó alegremente: «Por arrojar tu pan al agua, por supuesto. Esta recompensa es parte del bien mayor que ha resultado de tu obra. Por esta obra, no sólo has salvado la vida de una persona sino que has atraído hacia ti el favor de Dios. Su Voluntad es que te conviertas en un hombre rico. Ojalá vivas una vida llena de felicidad y continúes haciendo feliz a otra gente con tus buenas obras, alimentando muchas bocas hambrientas con tu pan».

El que no seas malo no te hace bueno. Si hacemos el bien por interés, seremos astutos, pero nunca buenos.Tú verás que los males de los hombres son fruto de su elección; y que la fuente del bien la buscan lejos, cuando la llevan dentro de su corazón.

Esta historia está basada en la obra Qābus-nāma de Keykāwus Qābus. El Qābus nāma , es una de las grandes obras sobre ética y moral de la literatura persa del siglo XI d.C. Fue traducida por vez primera a un idioma occidental, al alemán, en 1811 y con posterioridad se ha traducido también a otros idiomas. Mojdeh Bayat.

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