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Los fieles olvidados – (árabes cristianos en Medio Oriente)

Fieles ortodoxos rezan durante una misa celebrada en la Iglesia Ortodoxa Siria el domingo 19 de abril de 2009 en Damasco, Siria, para celebrar la Pascua según el calendario ortodoxo. Los cristianos ortodoxos celebran Pascua varias semanas después de las celebraciones de otras denominaciones cristianas. Los cristianos representan cerca del 12 por ciento de los 20 millones de habitantes, de mayoría sunita de Siria. (AP foto / Bassem Tellawi). (Bassem Tellawi, ASSOCIATED PRESS)
Fieles ortodoxos rezan durante una misa celebrada en la Iglesia Ortodoxa Siria el domingo 19 de abril de 2009 en Damasco, Siria, para celebrar la Pascua según el calendario ortodoxo. Los cristianos ortodoxos celebran Pascua varias semanas después de las celebraciones de otras denominaciones cristianas. Los cristianos representan cerca del 12 por ciento de los 20 millones de habitantes, de mayoría sunita de Siria. (AP foto / Bassem Tellawi). (Bassem Tellawi, ASSOCIATED PRESS)

La Pascua en Jerusalén no es para los débiles de corazón.La Ciudad Vieja, irascible y caótica en sus épocas más tranquilas, pierde completamente los estribos en los días que preceden esta festividad, cuando decenas de miles de cristianos de todo el mundo convergen en ella como hordas conquistadoras que marchan por las angostas calles y los vetustos callejones de la Vía Dolorosa.




Han ido a esa ciudad porque es la cuna del cristianismo; porque allí, en Jerusalén y las tierras circundantes sembradas de colinas pedregosas, fue donde Jesús habló, instruyó, murió y, posteriormente, donde sus seguidores oraron, derramaron sangre y combatieron para definir las enseñanzas del maestro. Ocultos con los judíos conversos en las cuevas de Palestina y Siria, los árabes se contaron entre los primeros en padecer la persecución contra la nueva religión y también en recibir el nombre de cristianos. Fue allí, en el Levante (región geográfica que abarca los modernos Estados de Siria, Líbano, Jordania, Israel y los territorios palestinos), donde surgieron centenares de iglesias y monasterios tan pronto como Constantino, emperador de Roma, legalizó la fe cristiana en el año 313, otorgando a sus provincias levantinas la condición de tierra santa; donde, aun después de la conquista árabe musulmana de 638, la mayoría de la población permaneció fiel al cristianismo.

Luego, como gran ironía, las Cruzadas (1095-1291) provocaron que los árabes cristianos, masacrados junto a los musulmanes en el fuego cruzado entre el islam y el Occidente cristiano, emprendieran una gradual retirada hacia la minoría. En la actualidad, los cristianos oriundos del Levante se han convertido en emisarios de un mundo olvidado, único sostén del fiero y acosado espíritu de la antigua Iglesia. En el último siglo, sus comunidades, integradas por diversas sectas ortodoxas, católicas y protestantes, han menguado de un cuarto a un escaso 8 % de la población, debido a que la generación actual abandona la región por consideraciones económicas, para escapar de la violencia o porque los parientes establecidos en Occidente ofrecen ayuda para emigrar. Así, privan al Levante de algunos de sus ciudadanos mejor educados y más políticamente moderados, individuos que esas sociedades no pueden darse el lujo de perder. Por eso la Pascua es una época de regocijo para los cristianos árabes de Jerusalén, como si al cabo de un prolongado y solitario asedio recibieran, finalmente, los refuerzos que tanto necesitan.

En un pequeño apartamento de las afueras de la ciudad, una joven pareja de cristianos palestinos, a quienes llamaré Lisa y Mark, se dispone a entrar en la contienda. Lisa forcejea con la pequeña Nadia, su hija de 18 meses, para ponerle un vestido blanco de fiesta mientras Mark, en pijama, persiste en el inútil esfuerzo de impedir que Nate, su hijo de tres años, arruine el flamante traje de pantalón y chaleco en el que consiguieron meterlo. Trata también de arruinar el televisor, la pintura del niño Jesús que adorna la pared y el florero sobre la mesa. Mark, hombre corpulento e irritable, hace una mueca de exasperación; son las ocho de una fría mañana de marzo y ya suda profusamente. Pero es Pascua, una época de optimismo y esperanza que, este año, tiene una significación especial.

Es la primera Pascua que Mark puede pasar con su familia en Jerusalén. Originario de Belén, en Cisjordania, sus documentos de identidad fueron emitidos por la Autoridad Palestina y requiere un permiso israelí para entrar, mientras que Lisa, cuya familia vive en la Ciudad Vieja, tiene una identificación israelí. Aunque contrajeron matrimonio hace cinco años y alquilan un apartamento en los suburbios de Jerusalén, la ley israelí impide que vivan bajo un mismo techo y, por ello, Mark reside con sus padres en Belén, a poco más de nueve kilómetros de distancia, que para él bien podrían ser 100, pues se encuentra al otro lado de un punto de vigilancia israelí, detrás de una barrera de concreto de siete metros de altura conocida como El Muro.

Mark encuentra muy deprimente que “80 % de los cristianos con los que crecí se hayan marchado a trabajar a otros países”. No obstante, comprende la causa. Trabajador social de profesión, con una especialidad en psicología, Mark lleva dos años tratando de encontrar empleo, cualquiera. “Vivimos rodeados por esta muralla gigantesca y no hay trabajo –explica–. Es como un experimento científico. Si metemos ratas en un espacio cerrado y cada día lo hacemos más y más pequeño, introduciendo nuevos obstáculos y cambiando continuamente las reglas, luego de un tiempo las ratas enloquecen y comienzan a devorarse entre sí. Así es la vida allá”.

Aunque el estrés es la norma para cualquier residente de Israel y los territorios palestinos, los 196 500 árabes cristianos palestinos e israelíes (cuya representación poblacional ha caído de 13 % en 1984 a menos de 2% en la actualidad) ocupan un lugar particularmente sofocante entre los traumatizados judíos israelíes y los traumatizados musulmanes palestinos, cuya creciente militancia a veces deriva en movimientos islamistas regionales contra los árabes cristianos. En los últimos 10 años, “la situación de los árabes cristianos ha empeorado con rapidez”, informa Razek Siriani, cuarentón cándido y jovial que trabaja para el Consejo de Iglesias de Medio Oriente en Alepo, Siria. “Somos una minoría rodeada de voces violentas”, sostiene. Y sumándose a las opiniones expresadas por muchos de sus correligionarios, agrega que los cristianos de Occidente han empeorado sus condiciones “debido a lo que han hecho en Medio Oriente bajo la batuta de Estados Unidos”, comenta, enumerando factores como las guerras de Irak y Afganistán, el apoyo stadounidense a Israel y las amenazas de “cambio de régimen” lanzadas por la administración Bush. “Para muchos musulmanes, sobre todo fanáticos, es como si estuviéramos nuevamente en las Cruzadas, en una guerra cristiana contra el islam. Y como somos cristianos, también nos consideran enemigos. Es un caso de culpa por asociación”.

Igual que todos los árabes cristianos, Mark y Lisa están enzarzados en un continuo debate sobre la conveniencia de abandonar su patria para siempre. Un hermano de Mark vive en Irlanda, otro en San Diego y él mismo estuvo algunos años en Estados Unidos; de hecho, tenía su green card y trabajaba en California cuando regresó a Jerusalén para casarse con Lisa, en 2004. Durante un tiempo, la joven esposa trató de habituarse a la vida en San Diego, pero la nostalgia de su familia llevó a la pareja a regresar a Israel luego del nacimiento de Nate.

Después de los ataques del 11 de septiembre, vivir como árabes en Estados Unidos fue toda una revelación para ambos. “La percepción estadounidense es bien extraña –dice Mark–. Nunca habían oído hablar de árabes cristianos. Presuponen que todos somos musulmanes –entiéndase, terroristas– y que el cristianismo fue inventado en Italia o algo por el estilo. De modo que cuando se enteraban de que somos árabes cristianos nos miraban como bichos raros, como si hubiéramos dicho que la Luna es morada. Incluso una señora me preguntó: ‘¿Qué opina sufamilia de que sea usted cristiano? ¡Seguro que les molestó muchísimo!’”.

En una montaña que domina el Mediterráneo, cerca de Beirut, un eremita se levanta a las tres de la mañana y alcanza una linterna entre el conocido cúmulo de libros que son, a la vez, la labor de su vida y sus inseparables compañeros de lecho. El hombre de 73 años y barba larga, quien responde al nombre de padre Yuhanna, trabaja hasta el amanecer traduciendo al árabe moderno antiguos himnos cristianos en arameo, la lengua de Jesús, los cuales escribe en un gigantesco tomo encuadernado en piel, del tamaño de un cojín para asiento. Luego eleva sus plegarias, come un trozo de fruta, se pone su hábito negro y su manto, y comienza felizmente a repartir 10 000 bendiciones a cada rincón del mundo.

Como siempre, su primera escala es Alaska, donde “se llena de aire fresco”; prosigue por América del Norte y del Sur antes de saltar hacia África, continuar por Medio Oriente, cruzar Europa y dirigirse después a Rusia y Asia, donde tuerce hacia el sur hasta Australia. Ese viaje cotidiano le lleva tres o cuatro horas y casi siempre (si no prolonga su estadía en lugares especialmente conflictivos) regresa a casa hacia el mediodía. A simple vista, no es más que un anciano que camina por un jardín, pero para los amigos y seguidores que acuden en centenares a escuchar sus enseñanzas sobre Jesús, el padre Yuhanna es un santo, el heredero de influyentes eremitas como Simeón Estilita, asceta del siglo V que, durante más de 30 años, vivió en lo alto de una columna de piedra en la campiña siria inspirando la devoción de los lugareños.

Es difícil postular a los cristianos maronitas como candidatos a la santidad. Fundada por Marón, eremita del siglo IV, desde sus inicios la secta parecía destinada a labrarse por la fuerza un sitio en la historia. Al morir san Marón, en 410, se desató una amarga contienda entre sus seguidores por la custodia del cuerpo; en el lapso de una generación, los maronitas comenzaron a disputar con sectas cristianas rivales por principios teológicos y, al llegar el islam, se opusieron también a los musulmanes. La inevitable persecución los condujo por las montañas de Siria hasta Líbano, donde buscaron los valles más inhóspitos, fortificaron sus cuevas y escarpados monasterios, y se dieron a la tarea de defenderse del ejército del califa. A fines del siglo XI, cuando los cruzados franceses marcharon hacia Jerusalén, los maronitas abandonaron las montañas para dar la bienvenida a sus correligionarios cristianos. Unos 800 años más tarde, al finalizar la Primera Guerra Mundial, cuando Francia tomó el control de Siria (incluido Líbano) recompensó a los maronitas adecuando la futura nación libanesa a sus necesidades. Para 1943, cuando Líbano logró su independencia, los maronitas –francófonos y promotores de la afinidad cultural con Europa– eran la única mayoría árabe cristiana en una nación del Medio Oriente.




Entre 1975 y 1990, los maronitas se destacaron como los milicianos más feroces en la guerra civil de Líbano, emprendiendo violentas campañas contra facciones locales (chiitas, sunitas, drusos y palestinos) en las zonas de combate de Beirut; pero hoy, la otrora mayoría cristiana libanesa se ve cada vez más relegada al papel que tan bien conocen sus correligionarios de otros países de Medio Oriente. Luego de décadas de emigración, sus cifras han caído por debajo de 40 % de la población general y, en respuesta al desafío, los líderes maronitas han forjado nuevas alianzas: una con el ascendente grupo chiita Hezbolá y otra con una coalición de sunitas y drusos. De tal suerte, las milicias cristianas se han transformado en un movimiento clandestino, pero ello no significa que se hayan ablandado.

Milad Assaf es un simpático vendedor de azulejos de mediana edad que sirve en la infantería del poderoso partido político maronita conocido como Fuerzas Libanesas (FL). Desde el balcón de su acribillado apartamento en un quinto piso, en el oriente de Beirut, Milad tiene una vista clara de los extensos vecindarios chiitas situados justo al margen de una bulliciosa avenida que representa la “línea roja” entre el territorio cristiano y el de las milicias chiitas que combaten por Hezbolá y su aliado, el Movimiento Amal. “Es como vivir en un campo de tiro”, informa con una carcajada.

En abril de 1975, Milad tenía seis años cuando una pandilla de cristianos precipitó la guerra civil libanesa disparando contra un autobús repleto de refugiados palestinos, acción que buscaba enviar un mensaje a los combatientes que por entonces merodeaban las calles de Beirut y ambicionaban convertir Líbano en una base de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). El ataque contra el autobús, que cobró 27 vidas, ocurrió a una cuadra de la casa de Milad, frente a una estatua de la Virgen María en tamaño natural, la cual no ha sufrido el menor daño a pesar de las ráfagas de armas pequeñas, granadas propulsadas y bombas israelíes que han surcado el cielo de la ciudad desde 1975. “Piénselo bien –insta Milad–, ¡y dígame si no es un milagro!”

Ain al-Rumaneh, el barrio de Milad, es un sector peligroso plagado de edificios de apartamentos y pequeños negocios acribillados, donde casi cada superficie lisa está marcada con el emblema de las Fuerzas Libanesas: una cruz con la base cortada en diagonal, como una espada. Luego de los recientes enfrentamientos contra chiitas, Milad y sus camaradas levantaron en una acera una cruz de madera de cuatro metros y medio de altura y, justo detrás, cubrieron una pared de madera laminada con carteles impresos con la imagen de Jesús. Por último, instalaron reflectores para que los combatientes de Hezbolá, al otro lado de la avenida, leyeran el siguiente mensaje las 24 horas del día: “Ain al-Rumaneh es cristiano. No se metan aquí”.

Ya a los 12 años, cuando se unió a las FL, Milad se movía con la arrogancia de un shabb o tipo rudo. No tiene idea de cuántos hombres mató durante la guerra y, aunque ha entrado y salido de prisión docenas de veces, a sus 40 años no renuncia a la estimulante vida del combatiente. Con el cabello ralo peinado al estilo de Elvis, ostenta una gran cruz de las FL que pende de su cuello en una cadena de oro, la misma que lleva tatuada en el brazo. Igual que muchos varones árabes cristianos, Milad se ejercita con regularidad y, no obstante el ligero abultamiento de la barriga, está orgulloso de su pecho atlético que cubre con una ceñida camiseta Armani de color blanco, bajo la cual contrae continuamente sus bíceps y músculos pectorales; parrandea en un SUV modificado, bebe en exceso y rompe muchos corazones. Desde la guerra con Israel, en julio de 2006 –la cual arruinó la economía libanesa y fortaleció la posición de Hezbolá–, su negocio de azulejos ha sufrido fuertes pérdidas pero, como todo el mundo, Milad confía en superar la crisis.

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