El armenio – ¿Un genocidio inexistente?
Así es como cada vez que ha habido algún tipo de reconocimiento o de denuncia del genocidio ha sido violentamente objetado por el gobierno turco o por miembros de organizaciones nacionalistas turcas mediante amenazas de muerte contra personas, cruces gamadas (¿?) pintadas en monumentos armenios, protestas a nivel diplomático, etc. Como un ejemplo más de esos hechos, Piralian señala en su libro que en 1991 Ann Berkov, superintendente del Museo de la emigración americana en Ellis Island, informó al Comité Nacional Armenio que una fotografía que se hallaba en el museo donde aparecían armenios colgados durante las masacres de 1915 y que llevaba la siguiente explicación: «Alrededor de 1921, cerca de cien mil armenios llegaron a los EE.UU. huyendo de las masacres turcas, durante las cuales más de un millón de armenios perdieron la vida», había sido vuelta a colocar en el museo luego de ser retirada debido a presiones turcas sobre la Casa Blanca, el Departamento de Estado y la dirección del museo.
Ese desconocimiento activo del genocidio mantiene el efecto imaginario de omnipotencia del exterminador y sigue reteniendo a los sobrevivientes en la dualidad víctima-opresor, de la que es muy dificil sustraerse. Intentar hacerlo sería exponerse a un deseo asesino en permanente vigencia.
Sólo quedaría entonces sostener, mediante el recuerdo permanente del horror, el momento del trauma como única identidad posible.
Si los muertos desaparecidos no son reconocidos a nivel de la historia, se imposibilita así el duelo y la transmisión, y los descendientes quedan expulsados del campo simbólico, en una suspensión de lo simbólico. Para muchos de ellos, sólo la muerte real será la única posibilidad de reabrirlo.
De este modo es matada la muerte, es decir la posibilidad de simbolización de la muerte, y la vida misma, que también depende de esa simbolización. Se priva así a los muertos de su muerte y a los vivos de sus muertos, que son parte fundamental de su historia y de su linaje. No hay muerte de vivos porque los que nunca existieron no pueden estar muertos.
La desaparición de los cuerpos de los muertos deshumaniza a éstos y tiene en los sobrevivientes el mismo efecto. Los deshumaniza en tanto que los desencarna, es decirlos priva de existir en el mundo humano donde se está en tanto hombre o mujer encarnado y mortal. Viven, en mayor o menor medida, en un punto de suspensión y despojamiento, acechados por las imágenes de la destrucción y de la pérdida real. De los muertos, dice Piralian, «sólo queda un cuerpo anónimo, el mismo para todos, hecho de esos pedazos dispersos que siembran los caminos de la deportación».
¿Qué hacer entonces con ese cuerpo? En un esfuerzo para no dejar a esos muertos fuera de lo humano, desaparecidos, como si nunca hubiesen existido, los sobrevivientes los conservan en sí, ni muertos ni vivos, suspendiendo a la vez su muerte y su desaparición.
Ese cuerpo del muerto incorporado, mejor dicho encriptado en el cuerpo del sobreviviente, sería un intento de mantener una inscripción de esa muerte, una muerte conservada, al no poder ser simbolizada, en espera de.
La hipótesis central de la autora es que la primera generación sólo puede conservar en sí a los muertos para transmitirlos, y sólo puede hacerlo de esa forma. La segunda generación va a tener por tarea enterrarlos, es decir retomar ese duelo dejado en suspenso por la generación precedente, gracias al cual no desaparecieron, y hacer que continúen existiendo pero en la memoria y en el corazón. A su cargo estará la posibilidad de recuperar las historias, las leyendas, las palabras, la memoria, y también, tomando palabras de Jorge Luis Borges, de aprender el arte del olvido.
Esta tarea no es programable. Proviene de un suscitamiento, de una impulsión interior posible para cada quien a partir de la aparición de un otro que ya no sea el exterminador y permita que un testimonio sea dicho, que autentifique su veracidad y haga un espacio para que los muertos puedan ser exhumados y enterrados.
Junto con ésto sigue vigente una tarea ineludible y cada vez más necesaria: la de insistir, de todos los modos posibles, en el reconocimiento del genocidio, en el levantamiento del desconocimiento.
La hipótesis se completa con la idea de que si la segunda generación no lograra hacer este trabajo, eso provocaría en la tercera generación el retomo de la muerte en lo real.
La autora intenta aquí abrir la posibilidad de dar un sentido distinto a la muerte voluntaria, a la muerte ocurrida en empresas suicidas o asesinas (atentados, por ejemplo). Hace una expresa referencia a los actos de terrorismo ocurridos en Europa en los años 70 y 80, protagonizados por jóvenes armenios pertenecientes a esta tercera generación, contra embajadas y funcionarios turcos y se pregunta si estos llamados terroristas no estarán en realidad bajo terror y la existencia de ese otro que perpetua el desconocimiento no les deja otra salida humana más que el sacrificio.
Este tipo de atentados ocurrieron mayoritariamente en Europa, lo cual no quiere decir que la muerte real no se haya dado en otros lugares bajo distintos ropajes.
Quizás para el sobreviviente armenio que llegó a Europa algunas cosas le fueron más claras y pudo nombrar al exterminador con más facilidad.
Por lo menos para él el inglés, el francés, el alemán eran lenguas y culturas más conocidas.
En América las cosas fueron bastante inciertas. Los caminos de la deportación también atravesaron los océanos, y los sobrevivientes llegaban a lugares de los que la mayoría de las veces sólo conocían el nombre.
En su libro Los armenios en la Argentina, Eva Tabakian transcribe, entre otros, dos testimonios que me parece que aluden a esta situación.
Uno, de un sobreviviente: «…Nos habían dicho que Buenos Aires era bueno, y vinimos en un barco, como tres meses.»
Otro, del hijo de un sobreviviente: «Armenia es algo muy dificil de definir, es algo misterioso. Fue todo.»
Entre esa tierra indefinible y misteriosa que había quedado atrás, defmitivamente vedada por el sello puesto en los pasaportes de los sobrevivientes que decía «Sin retomo posible» y esa referencia tan frágil y a la vez tan fuertemente esperanzada de un Buenos Aires bueno, en esos tres meses de océano, metáfora de un sin lugar radical, de una vida sin huellas, de una identidad opacada, el genocidio cobró muchas otras víctimas. No sólo de muertes reales sino tambiénde las otras, las muertes del ser, las muertes del alma, las muertes del corazón.
No hay peor extranjería que el ser extranjero de si mismo, que el estar ausente de sí mismo.
Un buen ejemplo de ello nos lo da William Saroyan con el personaje de uno de sus cuentos. Un campesino llamado Sarkis Khatchadourian llega a California. Había dejado en su aldea muchos amigos armenios, kurdos, turcos, árabes con los que hablaba en sus lenguas y a los que extrañaba mucho.
Empleado en un viñedo, debía trabajar con mexicanos, japoneses y otros extranjeros con los que no podía intercambiar ni una palabra, lo cual lo ponía muy triste. Los domingos iba a la ciudad y tomaba «rakki» con sus paisanos. Al poco tiempo de su llegada, uno de ellos lo interrogó: «¿Y, qué le parece América, paisano?» «¿Qué me parece? No lo sé yo mismo. Ir, venir y con hombres conocidos o desconocidos, volcar cubos.»
Sarkis logró instalarse. Se casó con una armenia, tuvo dos hijos, prosperó, se compró un viñedo de diez acres, tuvo caballos, vacas, casa, otro viñedo más grande, y otro, casa nueva, electricidad, automóvil, fonógrafo, teléfono, refrigerador, radio, y hasta uno de sus hijos llegó a doctorarse en Berkeley. Sus hijos hablaban en inglés, escribían en inglés y sabían un montón de cosas. Y así pasaron muchos años.
A veces lo visitaban armenios importantes, profesionales. Un dia uno de ellos le preguntó: «Bueno, ¿qué le parece América, paisano?» «¿Qué me parece? No lo sé yo mismo. Ir, venir y con hombres conocidos o desconocidos, volcar cubos…».
No es uno de los menores méritos del libro de Hélene Piralian el de señalar cómo ha debido pasar un tiempo para que los herederos del genocidio logren desprenderse de la captura de un trauma siempre actual y puedan pensar el genocidio, escribir el genocidio sin morir de él… o sin enloquecer, agrego. Así corno también la idea de que ello es posible si ese pensamiento, si esa escritura se instala en una alteridad sustentada en el reconocimiento y el deseo.
Mis amigos de la revista Nombres de Córdoba me han permitido beneficiarme del mismo movimiento.
Por María Teresa Poyrazian
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El armenio – ¿Un genocidio inexistente? por María Teresa Poyrazian se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en https://paginasarabes.com/2013/06/25/el-armenio-un-genocidio-inexistente/.