Israel, en la encrucijada
Estos días de noticias sobre las elecciones en Israel he estado enfrascado en la lectura de un par de libros que se ocupan, uno en su totalidad, y otro, en uno de sus ensayos, del problema judío, aunque ambos, igualmente intranquilizadores sobre la posibilidad de encontrarle algún día una solución.
Me refiero a «La invención del pueblo judío» (Akal), de Shlomo Sand, profesor de historia contemporánea en la Universidad de Tel-Aviv, y «Fragmentos descreídos. Sobre mitos identitarios y república imaginaria» (Icaria), del filósofo marxista francés Daniel Bensaïd, fallecido en 2010.
El primero, traducido a numerosos idiomas, causó desde su aparición un fuerte revuelo en Israel, pues cuestiona desde la falta de proselitismo atribuida al judaísmo antiguo hasta la narrativa oficial sobre la diáspora de ese pueblo, su origen único, su permanencia en el tiempo y su errabundeo de dos mil años por diversas geografías hasta el regreso a la que considera su patria histórica.
Sand –y ésa es la parte más polémica del libro– cuestiona el mito del territorio y del pueblo eterno, sobre todo el carácter homogéneo de este último a lo largo de la historia, pues no se trataría sino de un conjunto heterogéneo que incluiría distintos grupos etnolingüísticos -incluidos bereberes, yemeníes, eslavos, jázaros, turcos, caucasianos y otros- que abandonaron en algún momento el paganismo y abrazaron esa religión monoteísta, como harían otros con el cristianismo o el islam.
Para Sand, el sionismo, que surgió como otros movimientos nacionalistas centroeuropeos de raíz romántica en el siglo XIX, se fijó una misión casi imposible: fundir en un «etnos» único toda esa miríada de grupos étnicos, culturales y lingüísticos que evolucionaron en lugares tan distintos como la Arabia felix, el Magreb, la península ibérica, las estepas del Volga y del Don, el llamado imperio jázaro, al que se refirió en su día Arthur Koestler en un libro igualmente controvertido: «La decimotercera tribu».
La historiografía oficial israelí necesita, sin embargo, de la literalidad e historicidad de la Biblia y de la memoria de la diáspora para justificar, entre otras cosas, señala Sand, la anexión del Jerusalén árabe y la extensión de su colonización sobre Cisjordania, Gaza y otros territorios.
El cuestionamiento de muchos de los mitos fundacionales del sionismo, empezando por la expulsión masiva de los judíos por los romanos tras el aplastamiento de la rebelión de Bar Kojba, el año 135 después de Cristo, y su afirmación de que los palestinos son a su vez descendientes de los judíos de la época del nuevo testamento, aunque islamizados tras la expansión musulmana, llevan al autor a conclusiones demoledoras de algunos de los planteamientos etnobiológicos y religiosos del Estado israelí como la ley matrimonial o la del retorno, fundada en el derecho de sangre.
La concepción del mundo «esencialista» que preside la distinción entre judío y no judío y la definición de Estado a través del sesgo de esa ideología permite hablar, según Sand, de «etnocracia» aunque con rasgos liberales, pluralismo político, libertades de expresión y asociación, un Tribunal supremo que frena la arbitrariedad del poder.
En el ensayo incluido en «Fragmentos descreídos», Daniel Bensaïd critica a su vez a quienes se empeñan en confundir «antisionismo» con «antisemitismo» o en asimilarlo a la negación a la existencia del Estado de Israel en el territorio acordado en 1949 y se pregunta si es «antisemita» reivindicar, conforme a las resoluciones de la ONU, «los derechos expoliados del pueblo palestino» y exigir el reconocimiento de un «Estado propio».
«Nada impide, escribe el filósofo francés, que los pueblos tengan una historia y una memoria particular. Lo que se pone en cuestión es la etnización de esa historia (?). Etnización que conduce a reivindicar para un pueblo particular, en nombre de los sufrimientos padecidos, una justicia específica, una justicia adaptada, un privilegio de justicia, sin tener en cuenta una justicia universal».
Y refiriéndose al pueblo oprimido, Bensaïd denuncia la «negación absoluta de Palestina por la retórica de los vencedores, ocupando una tierra de nadie en nombre de una versión modernizada del ius nullius. Sobre esta «tierra sin pueblo», el palestino no ha desaparecido. Sólo pretendemos volverlo invisible, disolverlo en la forma imprecisa de «refugiado árabe». Y añade, «pero lo invisible reaparece, evidentemente, bajo su forma espectral, para acosar las noches de los ocupantes».
Por Joaquín Rábago
Fuente: Faro de Vigo
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