Identidades asesinas, o cómo domesticar a la pantera
Para explicar mejor mis intenciones, comenzaré por esta pregunta: cuando los habitantes de un país empiezan a tener la sensación de que pertenecen a comunidades distintas —religiosas, lingüísticas, étnicas, raciales, tribales o de otro tipo—, ¿cómo hay que «manejar» esa realidad? ¿Hay que tener en cuenta esas pertenencias? ¿Y hasta qué punto? ¿O por el contrario hay que ignorarlas, hacer como si no existieran? El abanico de respuestas es amplio.
La que idearon los fundadores de Líbano moderno es, sin duda, una opción extrema. Es respetable en su reconocimiento formal de las múltiples comunidades, pero lleva hasta el exceso la lógica de esa actitud. Podría haber sido ejemplar, pero se ha convertido en todo lo contrario. En gran parte debido a las complejas realidades de Oriente Próximo, pero en parte también debido a las deficiencias de la propia fórmula, a sus rigideces, sus trampas, sus incoherencias.
No por ello, sin embargo, hemos de condenar la experiencia en su conjunto. He empezado por decir «respetable» porque lo es haber concedido un sitio a cada comunidad en vez de dejar todo el poder en manos de una de ellas, sentenciando a las demás a someterse o desaparecer; es respetable asimismo haber ideado un sistema de sutiles equilibrios que ha favorecido la eclosión de las libertades y el desarrollo de las artes en una región en la que predominan los estados de religión única de ideología única, de partido único o de lengua única y en la que los que no han tenido la fortuna de nacer en el lado bueno de la divisoria que separa a las comunidades no tienen más opciones que la sumisión, el exilio o la muerte. Por todas esas razones, sigo y seguiré diciendo que, pese a sus fracasos, la experiencia libanesa es para mí más estimable que otras experiencias de Oriente Próximo y de otros sitios que no han desembocado en una guerra civil o que no lo han hecho todavía pero que han basado su relativa estabilidad en la represión, la opresión, la «depuración» solapada y la discriminación de hecho.
Pese a haber nacido de una idea respetable, la fórmula libanesa se pervirtió. Fue una desviación ejemplar en el sentido de que pone claramente de manifiesto los límites del sistema de cupos, y de toda visión «comunitarista». La primera preocupación de los «inventores» de la fórmula libanesa era evitar que, en unas elecciones, se encontraran frente a frente un candidato cristiano y otro musulmán, y que entonces cada comunidad se movilizara espontáneamente en apoyo de «su hijo»; la solución que se adoptó fue repartir por anticipado los diferentes puestos, de manera que no se produjera nunca una confrontación entre dos comunidades, sino entre candidatos pertenecientes a la misma comunidad. Es, en teoría, una idea ingeniosa y sensata.
Por todas esas razones, sigo y seguiré diciendo que, pese a sus fracasos, la experiencia libanesa es para mí más estimable que otras experiencias de Oriente Próximo y de otros sitios que no han desembocado en una guerra civil o que no lo han hecho todavía pero que han basado su relativa estabilidad en la represión, la opresión, la «depuración» solapada y la discriminación de hecho.
Pero cuando empezó a aplicarse a todos los ámbitos del poder, desde la presidencia de la República hasta el Parlamento y la función pública, lo que sucedió en realidad es que cada puesto importante pasó a ser ¡»propiedad» de una sola comunidad! En mi juventud alcé muchas veces mi voz contra ese sistema aberrante en el que, entre dos candidatos a desempeñar una función, no se elegía al más competente, sino a aquel cuya comunidad «tenía derecho» a ese puesto. Aún hoy, cuando se me brinda la ocasión, reacciono del mismo modo. La única diferencia es que cuando tenía diecinueve años me habría gustado sustituir ese sistema por cualquier otro. A los cuarenta y nueve, sigo pensando que debería sustituirse, pero no por cualquier cosa.
Al escribir estas líneas estoy mirando un poco más allá de Líbano. Aunque el sistema que se ha instaurado en este país ha resultado perverso, no creo que haya que extraer de esa realidad conclusiones aún más perversas. Como por ejemplo estimar que las sociedades integradas por múltiples comunidades «no están hechas para la democracia», y que en ellas sólo un poder muy fuerte sería capaz de mantener la paz civil.
Incluso a algunos demócratas les oímos con frecuencia este tipo de discurso, que pretende ser «realista» aunque los acontecimientos de estos últimos años hayan venido a contradecirlo. La democracia no siempre consigue resolver los llamados «problemas étnicos», pero no se ha demostrado nunca que la dictadura obtenga mejores resultados. ¿O es que el régimen yugoslavo de partido único era más capaz de mantener la paz civil que el multipartidismo libanés? Es posible que, hace treinta años, el mariscal Tito pudiera parecer un mal menor, pues el mundo no veía entonces cómo se mataban entre si los distintos pueblos. Hoy hemos descubierto que no se resolvió, antes bien al contrario, ningún problema de fondo.
Tenemos aún tan presente lo que acaba de ocurrir en la mayoría de los países del antiguo mundo comunista que no hace falta una larga exposición.Pero posiblemente no esté de más insistir en el hecho de que los poderes que impiden cualquier forma de vida democrática favorecen en realidad el reforzamiento de las pertenencias tradicionales; cuando en una sociedad se instala la sospecha, las últimas solidaridades que se mantienen son las más viscerales; y cuando se ponen trabas a todas las libertades políticas, sindicales o académicas, los lugares de culto son los únicos en los que la gente puede reunirse, puede discutir y sentirse unida frente a la adversidad.
Cuántos entraron en el universo soviético siendo «defensores del proletariado» e «internacionalistas» para salir de él más «religiosos» y «nacionalistas» que nunca. Con la distancia que nos ofrece el tiempo transcurrido, las dictaduras supuestamente «laicas» se muestran hoy como viveros del fanatismo religioso. Un laicismo sin democracia es un desastre tanto para la democracia como para el laicismo.
Aquí me quedo, pues ¿de qué sirve insistir en esta refutación? Para quien aspira a un mundo de libertad y de justicia, la dictadura no es en ningún caso una solución aceptable, y ni siquiera es necesario glosar concretamente su manifiesta incapacidad para resolver los problemas asociados a la pertenencia a una religión, a una etnia, o a la identidad. La elección sólo puede situarse en el marco de la democracia.
Lo único es que, dicho esto, no he avanzado demasiado. Pues no basta con decir «democracia» para que se instale la coexistencia en armonía. Hay democracias y democracias, y aquí las desviaciones no son menos dañinas que las de la dictadura. Hay dos caminos que me parecen especialmente peligrosos para la salvaguardia de la diversidad cultural y para el respeto de los principios fundamentales de la propia democracia: por supuesto, el del sistema de cupos llevado hasta el absurdo, y también el del sistema opuesto, el de un sistema que no respete más que la ley de los números, sin cautela alguna.
En el caso del primero de esos dos caminos, el ejemplo libanés es evidentemente uno de los más reveladores, aunque no es el único. Se reparte el poder entre las comunidades, de manera provisional se nos dice, con la esperanza de mitigar las tensiones, de ir llevando a la gente, poco a poco, hacia un sentimiento de pertenencia a la «comunidad nacional». Pero la lógica del sistema va en una dirección muy distinta: desde el momento en que se reparte el «pastel», cada comunidad tiende a pensar que la porción que le ha tocado es demasiado pequeña, que es víctima de una flagrante injusticia, y siempre hay políticos que hacen de ese resentimiento un tema permanente de su propaganda.
Poco a poco, los dirigentes que no se entregan a la demagogia se van viendo marginados. Se refuerza entonces, en vez de debilitarse, el sentimiento de pertenecer a las diversas «tribus», y retrocede, hasta desaparecer o casi, el sentimiento de pertenecer a la comunidad nacional. Siempre con amargura, y a veces con un baño de sangre. Si nos situamos en la Europa occidental, el resultado es Bélgica; si lo hacemos en Oriente Próximo, es Líbano.
Estoy simplificando un poco, pero es hacia esa situación hacia la que se tiende desde el momento en que se franquea, cuando se abordan los problemas «étnicos», una cierta línea, la que permite que las pertenencias comunitarias se transformen en identidades de sustitución en vez de englobarlas en una identidad nacional redefinida y ampliada.
Reconocer, en el seno de la colectividad nacional, la pertenencia a varias cosas —una lengua, una religión, una región, etc.— puede muchas veces mitigar las tensiones, y sanear las relaciones entre los diversos grupos de ciudadanos; pero es un proceso delicado que no se puede poner en marcha a la ligera, porque hace falta muy poco para que produzca el efecto contrario del que se persigue. Se pretendía favorecer la integración de una comunidad minoritaria y se descubre, veinte años después, que se la ha confinado en un gueto del que ya no consigue salir; y que en vez de sanear el clima entre los diversos grupos de ciudadanos, se ha instaurado un sistema de demagogias, de recriminaciones y de ásperas reivindicaciones que ya no podrá pararse, con políticos que han hecho de ello su razón de ser y su negocio.
Toda práctica discriminatoria es peligrosa, incluso cuando con ella se pretende favorecer a una comunidad que ha sufrido. No sólo porque así se sustituye una injusticia por otra, y se refuerza el odio y la sospecha, sino también por una razón de principio que a mi juicio es aún más grave: mientras el sitio de una persona en una sociedad continúe dependiendo de su pertenencia a esta o aquella comunidad, se seguirá perpetuando un sistema perverso que inevitablemente hará más profundas las divisiones; si se pretende reducir las desigualdades, las injusticias, las tensiones raciales, étnicas, religiosas o de otro tipo, el único objetivo razonable, el único objetivo honorable, es que cada ciudadano sea tratado como un ciudadano de pleno derecho, cualesquiera que sean sus pertenencias. Ese horizonte no puede alcanzarse de la noche a la mañana, por supuesto, pero ello no justifica que se tire del carro en la dirección contraria.
Los descarríos del sistema de cupos y del «comunitarismo» han provocado tantos dramas, en diversas regiones del mundo, que parecen dar la razón a la actitud contraria, la que prefiere ignorar las diferencias y remitirse, en todas las cosas, al juicio supuestamente infalible de la mayoría.
A primera vista, esta posición refleja aparentemente el sentido democrático puro: que entre los ciudadanos haya musulmanes, judíos, cristianos, negros, asiáticos, hispanos, valones, flamencos… es algo que se quiere ignorar, pues !todos tienen voto en las elecciones, y no hay mejor ley que la del sufragio universal! El problema de esta venerable «ley» es que deja de funcionar correctamente en cuanto el cielo se llena de negros nubarrones.
En la Alemania de comienzos de los años veinte, el sufragio universal servía para formar coaliciones gubernamentales que reflejaban el estado de la opinión; a comienzos de los treinta, ese mismo sufragio universal, ejercido en un clima de crisis social aguda y de propaganda racista, condujo a la abolición de la democracia; cuando el pueblo alemán pudo volver a expresarse con serenidad había ya decenas de millones de muertos. La ley de la mayoría no es siempre sinónimo de democracia, libertad e igualdad; a veces es sinónimo de tiranía, sometimiento y discriminación.
Cuando una minoría está oprimida, la libertad de voto no la saca necesariamente de su opresión, e incluso es posible que agrave su situación. Hay que ser muy ingenuo —o, a la inversa, muy cínico— para sostener que, al dejar el poder a una facción mayoritaria, se reducen los sufrimientos de las minorías. Se estima que, en Ruanda, los hutus representan alrededor del noventa por ciento de la población, y el diez por ciento los tutsis. Unas elecciones «libres» serían hoy lo mismo que un censo étnico, y si se tratara de aplicar la ley de la mayoría sin ninguna cautela, se llegaría inevitablemente a una matanza, o a una dictadura.No he citado este ejemplo al azar.
Si examinamos un poco más de cerca el debate político que acompañó a las matanzas de 1994 observaremos que en todo momento los fanáticos decían actuar en nombre de la democracia, llegando incluso a comparar su levantamiento con la Revolución Francesa de 1789,y el exterminio de los tutsis, con la eliminación de una casta de privilegiados, como habían hecho Robespierre y sus amigos en la época en que reinaba la guillotina. Incluso algunos sacerdotes católicos se dejaron convencer de que debían ponerse «del lado de los pobres» y «entender su cólera», hasta el extremo de hacerse cómplices de un genocidio.
Leer Más >>>