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Identidades asesinas, o cómo domesticar a la pantera

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De todas las pertenencias que atesoramos, la lengua es casi siempre una de las más determinantes. Al menos tanto como la religión, de la que ha sido una especie de rival a lo largo de la Historia aunque a veces ha sido también su aliada. Cuando dos comunidades hablan lenguas distintas, su religión común no es suficiente para unirlas —católicos flamencos y valones,musulmanes turcos, kurdos o árabes, etc.—; tampoco la unidad lingüística, por otra parte, garantiza hoy en Bosnia la coexistencia entre ortodoxos serbios, católicos croatas y musulmanes. En todas las partes del mundo, muchos estados que se forjaron en torno a una lengua común se desintegraron después por causa de querellas religiosas, y muchos otros, forjados en torno a una religión común, fueron despedazados por querellas lingüísticas.

Esto en cuanto a la rivalidad. Al mismo tiempo, no cabe duda de que se han tejido “alianzas” seculares, por ejemplo entre el islam y la lengua árabe, entre la Iglesia católica y el latín, entre la Biblia de Lutero y el alemán. Y si los israelíes son hoy una nación, no es sólo por el vínculo religioso que los une, por muy fuerte que sea, sino también porque han conseguido dotarse, con el hebreo moderno, de una auténtica lengua nacional; una persona que viviera cuarenta años en Israel sin entrar ni una sola vez en una sinagoga no se encontraría, de entrada, al margen de la comunidad nacional; no podríamos decir lo mismo de alguien que viviera cuarenta años en el país sin querer aprender hebreo. Y sucede lo mismo en muchos otros países, en todas las zonas del mundo, y no hacen falta largos argumentos para constatar que un hombre puede vivir sin tener ninguna religión, pero no, evidentemente, sin tener ninguna lengua.

Otra observación igualmente obvia pero que conviene recordar cuando comparamos estos dos grandes componentes de la identidad es que la religión tiene vocación de exclusividad, y la lengua no. Es posible hablar simultáneamente el hebreo, el árabe, el italiano y el sueco, pero no es posible ser al mismo tiempo judío, musulmán, católico y luterano; además, aun cuando una persona se considerara creyente de dos religiones a la vez, esa actitud no sería aceptable para los demás.

Con esta lapidaria comparación entre religión y lengua no pretendo establecer una primacía, ni una preferencia. Quiero solamente llamar la atención sobre el hecho de que la lengua tiene la maravillosa particularidad de que es a un tiempo factor de identidad e instrumento de comunicación. Por eso, y contrariamente al deseo que formulaba en el caso de la religión, extraer lo lingüístico del ámbito de la identidad no me parece ni factible ni conveniente. Es vocación de la lengua seguir siendo el eje de la identidad cultural, y la diversidad lingüística el eje de toda diversidad.

Aunque no es mi intención estudiar con detalle un fenómeno tan complejo como las relaciones entre los seres humanos y las lenguas, sí me parece importante mencionar, en el marco tan delimitado de este ensayo, algunos aspectos que atañen concretamente al concepto de identidad.

Para constatar, en primer lugar, que todo ser humano siente la necesidad de tener una lengua como parte de su identidad; esa lengua es unas veces común a cientos de millones de personas, otras solo a algunos miles, y poco importa; a este nivel, lo único que cuenta es el sentimiento de pertenencia. Todos necesitamos ese vínculo poderoso y tranquilizador.

Esto en cuanto a la rivalidad. Al mismo tiempo, no cabe duda de que se han tejido “alianzas” seculares, por ejemplo entre el islam y la lengua árabe, entre la Iglesia católica y el latín, entre la Biblia de Lutero y el alemán.

Nada hay más peligroso que tratar de cortar el maternal cordón que une a un hombre con su lengua. Cuando se corta, o se perturba gravemente, ello afecta de manera desastrosa a su personalidad entera. El fanatismo que ensangrienta Argelia se explica por una frustración que está aún más ligada a la lengua que a la religión; Francia apenas intentó convertir al cristianismo a los musulmanes argelinos, pero sí quiso sustituir su lengua por el francés, de manera expeditiva, y sin concederles a cambio una auténtica ciudadanía; por cierto, nunca he entendido cómo un Estado que se decía laico podía designar a algunos de sus nacionales como “franceses musulmanes” y privarlos de parte de sus derechos por la única razón de que eran de otra religión.

Pero cierro rápidamente el paréntesis, pues no era más que un trágico ejemplo como hay muchos; no tendría espacio suficiente para describir con pormenores todo lo que han de soportar los seres humanos, aún hoy y en todos los países, por el solo hecho de que se expresan en una lengua que suscita a su alrededor desconfianza, hostilidad, desprecio o burla.

Es esencial que se establezca claramente, sin la menor ambigüedad, y que se vigile sin descanso el derecho de todo ser humano a conservar su lengua propia y a utilizarla con plena libertad. Esa libertad me parece aún más importante que la libertad religiosa; ésta ampara a veces doctrinas que son hostiles a la libertad y contrarias a los derechos fundamentales de las mujeres y los hombres; yo personalmente tendría escrúpulos en defender el derecho de expresión de quienes abogan por la supresión de las libertades y por diversas doctrinas de odio y sometimiento; a la inversa, proclamar el derecho de toda persona a hablar su lengua no debería suscitar ninguna vacilación de esa naturaleza.

Lo que no quiere decir que ese derecho sea siempre fácil de llevar a la práctica. Una vez enunciado el principio, queda por hacer lo más importante. ¿Puede todo el mundo reivindicar el derecho de ir a una administración y hablar su lengua propia con la seguridad de que lo va a entender el funcionario que está en la ventanilla? Una lengua que ha estado mucho tiempo oprimida, o al menos desatendida, ¿puede legítimamente reafirmar su presencia a costa de las otras, y con el riesgo de instaurar otro tipo de discriminación? Evidentemente, no se trata aquí de examinar los diferentes casos particulares, que se cuentan por centenares, de Pakistán a Quebec, de Nigeria a Cataluña; se trata de entrar con sentido común en una época de libertad y de serena diversidad, dejando atrás las injusticias que se han cometido sin sustituirlas por otras, por otras exclusiones, por otras intolerancias, y reconociendo a todos el derecho de hacer coexistir, en su identidad, la pertenencia a varias lenguas.

Claro está que no todas las lenguas nacieron iguales. Pero diré de ellas lo que digo de las personas, y es que todas tienen el mismo derecho a que se respete su dignidad. Desde el punto de vista de la necesidad de identidad, el inglés y el islandés desempeñan exactamente el mismo papel; y es cuando contemplamos la otra función de la lengua, la de instrumento de relación entre las personas, cuando dejan de ser iguales.

Voy a dedicar unas páginas a esa desigualdad de las lenguas, por una razón que me toca de cerca y que ya he tenido ocasión de mencionar: en Francia, cuando percibo en algunas personas una inquietud por la marcha del mundo, reticencias ante tal o cual innovación tecnológica, ante esta o aquella moda intelectual, verbal, musical o alimentaria, cuando observo signos de pusilanimidad, de excesiva nostalgia o incluso de retrógrado apego al pasado, compruebo que esas preocupaciones están ligadas, de un modo u otro, a un resentimiento ante el continuo avance del inglés y a su actual condición de lengua internacional dominante. En determinados aspectos, esa actitud parece específicamente francesa.

Como la propia Francia tenía ambiciones universales en lo que toca a la lengua, fue la primera en padecer la extraordinaria ascensión del inglés; para los países que no tenían —o que habían dejado de tener— esas esperanzas, el problema de las relaciones con la lengua dominante no se plantea en los mismos términos, pero ¡vaya si se plantea! Tanto en los más pequeños como en los más grandes. Volvamos al caso del islandés, en el que, con sus trescientos mil hablantes escasos, parece que los datos del problema son bien sencillos: todos los habitantes de la isla hablan su lengua entre ellos, y para los contactos con el extranjero les interesa saber bien inglés. Da la impresión de que cada lengua tiene su espacio propio, claramente delimitado; no hay rivalidad en el exterior, pues el islandés no ha sido nunca una lengua de intercambios internacionales; y tampoco la hay en el interior, pues a ninguna madre islandesa se le ocurriría hablarle a su hijo en inglés.

Pero las cosas se complican cuando nos acercamos al vasto territorio del acceso al saber. Islandia se ve obligada a hacer constantes y costosos esfuerzos para que sus jóvenes sigan leyendo en islandés, y no en inglés, lo que se publica en el resto del mundo. Si no lo hace, si se relaja la vigilancia, si se limita a dejar actuar a la ley de los números y a la ley del mercado, en poco tiempo la lengua nacional sólo servirá para los usos domésticos, su ámbito se reducirá y acabará por convertirse en un vulgar dialecto local. Para que el islandés siga siendo una lengua en el pleno sentido de la palabra, y un elemento esencial de la identidad, el camino que se ha de seguir no es evidentemente el de plantar cara al inglés, batalla que estaría perdida de antemano, sino el del compromiso de todos con el mantenimiento y desarrollo de la lengua nacional, y también con el mantenimiento y el reforzamiento de las relaciones con las demás lenguas.

Cuando en Internet recorremos los sitios islandeses —que deben de figurar, en relación con el número de habitantes, entre los más numerosos del mundo-comprobamos tres cosas: que prácticamente todos están en islandés; que en la mayoría se ofrece la opción de pasar con una sola tecla a la versión en inglés y que en varios de ellos se ofrece asimismo la posibilidad de una tercera lengua, que suele ser el danés o el alemán. Personalmente me gustaría que se ofrecieran además otras lenguas, y de manera más sistemática, pero creo que el camino que han tomado es sensato.

Me explico: que para comunicarnos con el resto del planeta hoy sea necesario saber bien inglés es una evidencia que sería inútil discutir; pero sería igualmente inútil pretender que el inglés es suficiente. Aun cuando responda a la perfección a algunas de nuestras necesidades actuales, hay otras a las que no responde; sobre todo a la necesidad de identidad…Para los estadounidenses, los ingleses y algunos otros, el inglés forma parte de su identidad, claro está, pero para el resto de la humanidad, es decir, para nueve décimas partes de nuestros contemporáneos, no puede cumplir esa función, y sería peligroso hacer que la cumpliera salvo que queramos crear legiones de personas descentradas, extraviadas, de dislocada personalidad. Para que una persona pueda sentirse cómoda en el mundo actual es esencial que no se la obligue, para entrar en él, a abandonar la lengua que forma parte de su identidad.

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