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Sidi Bou Sa’id – La Ciudad Azul – Un relato de Elisa Mellado – (+ Video)

sidi bou said


Según las palabras de la escritora y viajera Margarite Youcenar:

«El ser humano, al igual que las aves, parece tener una necesidad de emigración, una vital necesidad de sentirse en otra parte.

En todos los casos, trata de informarse acerca del mundo, tal cual es, y de instruirse también ante los vestigios de lo que ha sido».

Una frase en la que me veo reflejada y compartí cuando visité las ruinas de lo que fue la antigua Cartago.

Aún se conserva esplendorosa.

A pocos kilómetros de Cartago, en lo alto de un acantilado que domina el Golfo de Túnez, se alza el bello pueblo de Sidi Bou Said.

Un lugar que parece se ha desprendido del cielo.

Un pueblo azul, envuelto por una mágica luminosidad, como no he visto en otra parte, donde creo viviré un sueño.

Para saborear de lleno el ambiente y el encanto que emana esta villa, decido explorarla sin hacer ninguna ruta especial.

Enseguida me percato de que es una ciudad pequeña. Vale la pena, simplemente, callejear en busca de esos pintorescos rincones.

Como siempre, ojeando mis anotaciones y consultando mi inseparable mapa-guía.

He de confesar que me siento privilegiada, porque hasta 1.820 los cristianos teníamos prohibida la entrada a la ciudad.

Hamdelah assalama (Bienvenidos) a Sidi Bou Said

La suntuosa belleza del paisaje se mezcla con la armonía de la arquitectura: edificaciones con los tejados a cuatro aguas, detectan la influencia bereber-andalusí de tiempos pasados.

Casas encaladas, inmaculadas, con arcos de entradas, las jambas y dinteles son generalmente de piedra arenisca, que resaltan con el color azul que las recubre.

Las musharabiyas (ventanas con celosías) de los pisos superiores, por las que se puede ver sin ser visto; las rejas y las cancelas, auténticas filigranas, obras creadas en la forja, también decoradas del mismo color.

Sin dejar atrás las puertas o portones, también pintados de azul claveteados de negro, al igual que las tres aldabas y cerraduras, con sus diseños geométricos sobre la madera.

Un azul que no sé definir su tonalidad, es un color característico, que sólo he visto en los países del Magreb.

Según la tradición, es el color de la buena suerte en el mundo árabe.

Son las señas de identidad de Sidi Bou Said, que guarda celosamente su misterio.

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Son numerosas las casas que tienen patios o jardines, se puede decir que en casi todos, están omnipresentes las plantas del yasmín (jazmín), por algo es la típica flor tunecina y es lucida por sus habitantes.

Según la tradición, el hombre casado se coloca el ramillete en la oreja derecha; si busca pareja, un soltero, se insinuará colocándoselo en la oreja izquierda.

En cambio, las mujeres lo guardan en su pequeño bolso para perfumar su interior.

También estos ramilletes son ofrecidos a los turistas por vendedores ambulantes.

Hay que impregnarse de la atmósfera y la luz de este pueblo, que fue eternizado por numerosos artistas, entre otros los pintores Paul Klee y August Macke.

Sus calles y callejuelas, adoquinadas, empinadas y tortuosas, que parecen se retuercen en sus vueltas y revueltas por las esquinas y, al final, desembocan al mar azul en las que se reflejan.

Un lugar remoto, inimaginable, perdido en la noche de los tiempos.

Sobre su historia, posiblemente, el origen de este pueblo se remonta a un faro púnico que aquí se construyó, tal vez, una de las torres de Aníbal.

Más tarde fue romano, y con el tiempo se convirtió en el Yebel Menara (El monte del faro).

Una fortaleza de las muchas que protegían las costas africanas.

A finales del siglo XII llegó hasta aquí Abu Said el Baji, nacido en Marruecos en 1.156.

Personaje entregado de lleno a la meditación y a la difusión del Sufismo, con fama de santón, siendo desde entonces lugar de peregrinación.

Así pasó a llamarse con el nombre del morabito (santón) Sidi Bou Said.

Fallecido en 1.236 se construyó sobre su tumba un mausoleo y una mezquita.

Siglos después, entre el XVIII y XIX, el ambiente del pueblo fue cambiando.

En 1.912 el Barón d’Erlanger, se instaló en la villa y edificó un palacete.

Este influyente personaje, advirtió que su amado Sidi Bou Said terminaría por perder su extraño encanto.

Por sus relaciones con el Gobierno Tunecino, logró que el 28 de Agosto de 1.915 se firmara un Decreto, en el cual se prohibía cualquier construcción que no fuera acorde con el estilo establecido, así ha sido hasta nuestros días.

Está considerada como la gran joya árabe-andalusí.

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Inicio mi andadura por la empinada calle principal, bulliciosa y llena de colorido.

Conforme avanzo, percibo diferentes aromas en el ambiente, creo adivinar que huelo a miel, menta, canela, jazmín, es agradable al olfato.

El tráfico rodado está prohibido por esta zona.

A ambos lados de la calle, docenas de tiendas de todo tipo, bazares y pequeños talleres, donde se puede ver a los artesanos trabajar el grabado y el repujado de platos y objetos de cobre y latón.

Otros, entretenidos en el ensamblaje de alambres, finamente trabajado, en complicadas espirales y filigranas, inmersos en la creación de las típicas e inconfundibles jaulas.

Luego serán colgadas en las puertas, como “talismán” y no como prisión de aves; sin embargo, codiciado objeto decorativo para los occidentales.

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En este ambiente exótico que me rodea, parece que despierta y agudiza mis sentidos, por lo que estoy receptiva a todo lo que contemplo.

Es una cultura que siempre ha llamado mi atención.

Observo que las personas mayores aún se visten con la tradicional chilaba; los hombres lucen en su cabeza la sheshiya, color granate, el típico casquete tunecino, y las mujeres se cubren con el haik.

Son gente amable y respetuosa, que muestran su interés para comunicarse con los foráneos.

El centro neurálgico de la población es la Place Sidi Bou Said, rodeada de cafetines, puestos de dulces y tenderetes de souvenirs.

Me detengo delante de la escalera que conduce al “Café des Nattes”, el más famoso de Túnez, también conocido como “Café de las Esteras”.

Los lugareños le asignan también “Qahwa el Alia” (El Café Alto) o “Qahwa el Suq (El Café del Zoco) .

Es un viejo edificio de dos plantas construido en el siglo XVI, que antaño perteneció a la Mezquita, aún mantiene ese halo de misticismo.

Decido descansar un rato. Subo lentamente, recreándome en el ambiente que me rodea.

Dos pequeñas terrazas a ambos lados de la puerta con algunas mesas y sillas.

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Traspaso la puerta arqueada y curioseo el interior.

Comprendo el porqué de su nombre: está decorado con esteras, predominan los colores verdes y rojos de las columnas y techos.

Mesas bajitas alrededor del salón y en el centro una de mayor tamaño con una gran vasija de metal.

Un viejo tesoro que el tiempo ha conservado. Me acomodo en la terraza.

Respiro hondo, el intenso olor a mar mezclado con el de jazmines, me embriaga. Es asombrosa la vista que contemplo de toda la calle.

Las azoteas de las casas, sus balconadas y ventanas de celosías azules, cuajadas de flores que cuelgan hasta los toldos de las tiendas.

El murmullo de la gente que deambula de un lado a otro.

Mientras tanto, disfruto de un reconfortante té con menta y piñones, y unos riquísimos dulces de miel y frutos secos.

Me siento observada: un grupo de curiosos ancianos que están fumando la shisha o narguile, no dejan de mirarme.

Imagino sus pensamientos: ¡una mujer sola! El olor dulzón del tabaco invade el lugar.

En este Café des Nattes fue lugar de tertulias de escritores como Simone de Beauvier junto a su compañero Jean-Paul Sartre, Oscar Wilde, André Gidé, Maupassant, y también de pintores como Giacometti, August Macke, Paul Klee, así como el arquitecto Le Corbusier, entre otros.

A pesar de que, muchos autores han residido temporadas en Sidi Bou Said, no son muchos los que han ambientado sus novelas en este país.

De entre todos, la novela “Salambó” de Flaubert, en el que el autor hace una reconstrucción de la civilización púnica.

Por otro lado, la obra “El Inmoralista” de André Gidé, que lo escribió en la cercana villa de Hammamet.

Como referencia a la figura más grande de la Literatura tunecina, y el mayor historiador árabe de todos los tiempos, es Abd el Ramman Ibn Jaldun (1.332-1.406).

Durante un tiempo residió en Al-Andalus (Sevilla y Córdoba).

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La villa sólo cuenta con dos Museos cuyas visitas son breves e interesantes por su curiosidad.

El Museo de la Música Árabe y Mediterránea, instalado en el fantástico palacio, de clara inspiración andalusí, que donó el Barón d’Erlanger.

Se pueden admirar antiguos instrumentos de música árabe.

El otro es el Dar el Annabi, suntuosa mansión del siglo XVIII que perteneció a este ilustre personaje de la zona, donde se exhiben vestidos, objetos cotidianos y otras antigüedades de la familia.

Me aventuro a perderme entre sus calles, de paredes blancas recortadas de añil, auténticos laberintos.

A cada vuelta espero qué sorpresa me aguardará a la siguiente esquina, a veces, callejones sin salidas.

Así es la magia de las viejas ciudades árabes. Una agradable brisa me alivia del calor primaveral que hace por estas latitudes.

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Detrás del Café des Nattes se alza el minarete de la Mezquita y el tourbet (mausoleo) del morabito de Sidi Bou Said, con sus cuatro cúpulas blancas.

Lugares sólo accesibles a musulmanes. En los alrededores numerosos cafetines ofrecen todas clases de tés.

Otro importante café moro es el Sidi Chabanne, cerca de la zauía del poeta y místico Sidi Ceban.

Cuenta con pequeñas terrazas colgadas en el acantilado; dada su privilegiada situación puede contemplarse unas magnificas vistas del puerto.

Según me indica el mapa, he de ir hacia el Norte.

Este camino está bordeado de cármenes con hermosos jardines y huertos: naranjos, sicomoros y palmeras asoman tras los muros por los que trepan los jazmines, buganvillas y mimosas.

Todo es un estallido de vida multicolor.

No me da “yuyu” pasar por el cementerio, en el que yacen los restos de Sidi Driff, un afamado sabio musulmán.

Camino hacia la parte más alta de la villa, donde está ubicado el Faro, junto a las ruinas del viejo ribat (fortaleza) del siglo IX.

Desde este enclave las vistas son espectaculares: El Golfo de Túnez y de la Goulette, el Cabo Bon y al fondo las cadenas del Atlas y el Rif Tell.

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Un poco más abajo, se agolpan las casas encaladas que miran al mar, escalonadas por las pronunciadas pendientes de los acantilados.

Parece que se aferran para no caerse a ese Mediterráneo azul que está a sus pies.

Por unos momentos, pienso que es una ciudad que me inquieta, a la vez que me fascina.

Al regreso, me detengo en la pequeña explanada para contemplar la extensa bahía de Túnez.

Descendiendo por la ladera llego al pequeño puerto, donde las barcas, pintadas de colores, reposan sobre la arena.

En el muelle fondean pequeñas embarcaciones de pesca y de recreo.

El tiempo del que disponía se agota. Tras un breve paseo por la playa, regreso al lugar de encuentro con mis compañeros de viaje.

Leí en alguna parte, que Sidi Bou Said hace más de mil y una noche que hechiza a toda aquella persona que la visita.

He comprobado que la magia del azul sobre el blanco invita a descubrir sus contrastes.

Para mí ha significado un disfrute para los cinco sentidos.

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Sidi Bou Sa’id – La Ciudad Azul por Elisa Mellado se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
Basada en una obra en paginasarabes.wordpress.com.

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