Reconstruyendo la hambruna libanesa
La revista Al Jadid tuvo acceso al último libro de Luois Farshee, titulado “Safer Barlik: Famine in Mount Lebanon during World War I” (El Exilio: La hambruna en Monte de Líbano durante la Primera Guerra Mundial).
El estilo directo y académico de Louis Farshee no quita mérito al amor puesto en la ardua tarea que significó la reconstrucción de la hambruna que se cobró la vida de más de 375.000 niños, mujeres y hombres libaneses y sirios.
A pesar de la desaparición física de los responsables, supervivientes, héroes y villanos, Farshee pudo analizar documentos y testimonios conflictivos para dirigir la atención hacia la hambruna, y otras atrocidades de la época, como el genocidio armenio.
“Safer Barlik”, expresión árabe que refiere a la hambruna, y traducida como “El Exilio” en una película libanesa del año 1967, encuentra sus raíces en las viejas prácticas de extraer hombres libaneses para sostener el esquema de trabajo forzoso operado por el Imperio Otomano (Safer significa viaje; Barlik, Anatolia).
Ser integrado a ese sistema significaba la muerte segura, porque aquellos que soportaban el abuso laboral debían enfrentar sin recursos la agreste naturaleza de Anatolia antes de regresar a casa. Según los datos recabados por el autor sólo el 3% retornó exitosamente.
El uso del vocablo “Safer Barlik”, a lo largo de la Primera Guerra Mundial, también se asoció con las políticas otomanas de conscripción militar de hombres y abducción de mujeres para trabajo forzoso.
La administración otomana de Monte de Líbano duró 5 siglos y se caracterizó por la crueldad y manipulación. Sin embargo, las peores catástrofes humanitarias se desarrollaron durante los últimos años de su gobierno, cuando Estambul intentó recuperar el control político de la región.
Bajo el dominio otomano, las poblaciones cristianas, musulmanas y drusas autóctonas se distinguía por la autonomía administrativa y un sistema de castas compuesto por sheikhs (lores) y fellah (campesinos). Así, la región alcanzó una estabilidad política relativa hasta la caída de la dinastía Shehab en 1842.
En ese momento, la violencia interna y las revueltas rurales, además de la guerra civil desatada en 1860 entre cristiano-maronitas y drusos que duró 20 años, significaron grandes pérdidas materiales y humanas para la comunidad cristiano-maronita y el comienzo de la intervención de naciones occidentales en favor de comunidades religiosas:
“…cristianos ortodoxos eran protegidos por Rusia; drusos, protestantes y judíos por Gran Bretaña; maronitas, caldeos, y nestorianos por Francia; y católicos latinos por Austria. A pesar de su cercanía geográfica con Rusia, la comunidad armenia que era la primera minoría cristiana dentro del Imperio Otomano no tenía un protector occidental”.
Ese era el contexto internacional que se desarrolló la hambruna, y Farshee identifica cinco disparadores: “La firma del acuerdo de defensa mutua entre Turquía y Alemania, el injustificado ataque de Turquía a Rusia y la consecuente declaración de guerra rusa, la interrupción del tráfico marítimo entre Egipto y Siria, la invasión de langostas [de 1915], y el bloqueo naval de los Aliados”.
Todo eso obliga a pensar que hubiera pasado si el Imperio Otomano no hubiera tomado parte en la Primera Guerra Mundial. Así, podrían haberse evitado los conflictos militares con Rusia y los Aliados; el bloque marítimo de dinero, recursos, y comida a la región; la necesidad de centralizar el poder, aumentar la conscripción militar y castigos por crímenes militares y civiles.
En pocas palabras, no hubiera existido razón para un Acuerdo de Sykes-Picot que dividiera los territorios del Imperio Otomano. Sin embargo, la influencia política de los Jóvenes Turcos influyó sobre el Sultán y sus asesores, quienes dieron luz verde al genocidio de la comunidad armenia y la hambruna en Monte de Líbano.
Por otro lado, Farshee intenta completar la imagen del odiado Gobernador Militar de la Gran Siria (1914-1917), Jamal Pasha, citando las cartas de la profesora y feminista Halide Edid. Jamal reclutó a Edid para establecer un sistema educativo otomano y para reformar un orfanato en Monte de Líbano, y ella alagó el colgamiento de los 11 hombres encontrados culpables de traición a la patria.
Además de brutal, Jamal demostró ser un pobre administrador. Un solo ejemplo basta para demostrarlo. Mientras miles se morían de hambre en Monte de Líbano, el trigo se pudría en los carros de carga de un ferrocarril estacionado en Siria.
El lado más humano del trabajo de Farshee se encuentra en la discusión de los héroes de la hambruna; individuos que aceptaron el desafío de mitigar las consecuencias de la falta de alimento. Entre ellos se destaca la labor del druso Nasib Jumblatt, quién era reconocido por sus valores comunitarios, hospitalarios y de cooperación.
El autor también resalta la labor de los miembros de la comunidad cristiana de Zgharta, y en particular a Sarkis Naoum; un generoso y hábil contrabandista que utilizó sus conocimientos del terreno, patrullas otomanas, y rutas seguras para distribuir trigo hasta su muerte en un enfrentamiento con bandidos en 1917.
Farshee asimismo aporta detalles sobre los desesperados intentos individuales para evitar la hambruna. Por ejemplo, relata como una mujer hacía pasta con los frutos del árbol paraíso para alimentar a su bebé, y otros morían contaminados por la resina de las vainas de las chauchas de algarroba que consumían para callar su apetito.
A pesar del tiempo transcurrido, estas imágenes todavía impresionan al lector que continúa viviendo en un mundo acechado por la malnutrición y el hambre, la opresión y la injusticia. Por eso, el trabajo de Farshee agrega una página necesaria en la narrativa de la historia de Medio Oriente.
Por Angele Ellis (El artículo original se publicó en la revista Al Jadid, Vol. 19, No. 69.)
Con información del Diario Sirio-Libanés
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