Árabes en Macondo – Diáspora árabe en América
En homenaje a los diez años del fallecimiento del poeta, investigador y gestor cultural Jorge García Usta, la editorial Áncora Editores hace una recopilación de algunos de sus poemas y ensayos en el libro ‘Árabes en Macondo’. Arcadia comparte algunos extractos de un capítulo sobre la emigración árabe en el que el tema central es la llegada de sirios, libaneses y palestinos a las tierras americanas.
La emigración árabe
I. 100 años en busca de la segunda patria
También con la maleta de supervivencia, pero de procedencia siria, Jorge Báladi, un emigrante de excepción de algo más de treinta años que ha salido de Damasco, por su firme y riesgosa militancia política, observa a bordo del barco Argentina, de 18 mil toneladas, a un grupo de sonrientes alemanes, recogidos en Cannes y que vienen como él a América. Pero mientras que Báladi viene a labrarse un camino difícil, los alemanes, son conducidos a un intercambio cultural. Lo que se comenta en el barco es que a los alemanes los traen “para que los gringos les muestren su democracia”.
En el barco deambulan además tres centenares de italianos embarcados en Génova y Nápoles, rumbo a Nueva York, donde sus compatriotas —con paciente, metódica y muchas veces violenta organización de clanes familiares— tienen ya gran parte de los negocios más poderosos de la ciudad en sus manos. En el Argentina vienen algunos sirios, además de la hermana de Báladi, Georgette, su esposo Emilio Manzur y sus dos hijos, Rauf y Rosy. La familia tuvo que salir de Palestina hacia Siria, ante las amenazas de invasión en la turbia noche de la creación del Estado Sionista. La madre de Jorge y Georgette Báladi, Adele Khayata, les recomendó la salida hacia América, aunque fuera de manera temporal.
(…)
Al igual que otros grupos sociales y étnicos de la ciudad, aunque con algunas excepciones, los árabes tuvieron que atrincherarse, al principio, en los límites de su territorio social, en la pirámide social de la Cartagena feudal de entonces. Aproximadamente hasta 1930, la mayoría de ellos vivió en la Calle Larga, en las vecindades del mercado. Inclusive, a pesar de traer un pasado fragoroso de discordias religiosas, especialmente entre cristianos y musulmanes, el tácito pacto de paz establecido se convirtió sin problemas en tratos de paisanaje, con cordialidad diaria, atenciones recíprocas en casa y evocaciones de las tierras lejanas.
Aquello no significaba la deposición individual de los principios religiosos: los musulmanes seguirían pensando que la minoría cristiana sirvió a la intromisión europea para desmembrar el futuro de una grandiosa nación siria, y los cristianos se referían a la horca de “los moros”. Pero estas recriminaciones fueron languideciendo ante la perspectiva de un futuro exigente en tierra ajena y en una ciudad cuya aristocracia peninsular no se pondría en distinciones religiosas triviales: para ella, todos eran “turcos” sin alfanje, advenedizos mezclados con el resto de la población, con la diferencia de su inquietante obstinación empresarial que ya, a principios del siglo XX, había convertido a tres o cuatro familias en poderes económicos indiscutibles en la ciudad, con grandes inversiones en bienes raíces y centros de comercio.
(…)
La mayoría de los emigrantes buscó la ruta incierta de la América cerril de entonces por razones económicas. La aventura, anunciada en los vecindarios árabes como una salida de apuros y acompañada, tenía de fondo los destrozos regionales ocasionados por el dominio turco. Contra los argumentos de algunos emigrantes, que parecen tener sus bases en la subjetividad defensiva de algunos de ellos (que hablan de ventajosas condiciones de trabajo en el Medio Oriente descuadernado de fines del siglo XIX), la emigración comenzó desde mediados de dicha centuria, cuando el imperio otomano daba sus primeras boqueadas agónicas. “Fueron motivos religiosos, y hubo alguno de problemas económicos”, dice Teófilo Barbur, un comerciante que llegó en 1923. “Aunque no se diga, en verdad, el 95 por ciento de los emigrantes salió por razones económicas”, sostiene Jorge Báladi.
(…)
Era un torrente de jóvenes empleados y desempleados sirios, libaneses y palestinos, que empezaron de la única forma posible, con pocas excepciones: vendiendo mercancías, gracias al apoyo de algún familiar o paisano, del que se separaría, inevitablemente, uno, dos o tres años después para formar y dirigir un negocio propio. Este era el sueño dorado de la época, al inicio de la carrera, y también el destino invariable: una tienda, con su mostrador de buena madera, su tijera inmensa, los bloques de ropa arrumados en los mostradores o las provisiones de víveres alineados al lado de la hamaca, las latas de tajine, el retrato de la madre lejana.
II. Tienda y telas, primeras piedras en el camino
A Mustafá Kemal muy afectuosamente
Locales y locales y locales
de turcos y más turcos… ¡Quién diría
que sin fez y con fines comerciales
se nos volcase allí media Turquía,
para vender botones con ojales
y ojales sin botones! … Y de día
merendar, entre agujas y dedales,
quibbe, pepino, rábano, sandía!…
Y en tanto, milenarias, indiscretas,
las carretas aún violan esa faja
que ha invadido Estambul y el sol abruma,
pues no han muerto esas fósiles carretas,
como aún viven, después de la tinaja
y el lebrillo, el anafe y la totuma!…
Luis Carlos López
1936
III. Las barreras del idioma y las compras callejeras
A pesar de su escritura semítica, de derecha a izquierda, y de sus lógicas turba-multas lingüísticas, los árabes lograron sobreponerse a esta barrera, que fue, sin duda, durante algún tiempo más difícil que la aduana colombiana. Sin embargo, hubo —y hay— casos extraordinarios de enredos para abordar el español. Uno de antología, siempre comentado en el Sinú, es el de la señora Isabel Nassar. Cuando se le preguntaba dónde vivía, la señora Nassar, descomplicada y amable, respondía enigmáticamente: “Cínica de Puntián”, que pretendía traducir “Ciénaga de Punta de Yanez”, aunque usted no lo crea. A todo esto se sobrepuso el ansia de sedentarismo y de seguridad social. “El árabe quería hacer su casa y comer bien, no tenía otras presunciones”, dice una de sus descendientes. De allí quedaron en Cartagena restaurantes sensuales y muestras aisladas de una arquitectura de ensueño, en barrios como Manga, Getsemaní, Bocagrande y Pie de la Popa.
(…)
Los apuros de los primeros tiempos de la emigración se reflejaron también en los hábitos domésticos, que no excluían la colaboración laboral pública de las mujeres de la casa, y terminó por ser una tradición, alentada por los padres de familia.
Bellas árabes de ojazos balsámicos, cuyas pantorrillas, según algunos piropeadores del Sinú, parecían ensambladas con molduras de nácar, se levantaban a las cuatro de la mañana para hacer diabolines. O se les veía haciendo compras en el mercado de Getsemaní y volviendo a un caserón en Bocagrande o a un taller de zapatería en la Calle de la Media Luna. Esta devoción por el trabajo originó un dicho popular:
“Vas más cargada que una turca”. Los patriarcas seguían caminando por la casa o cortando telas en la tienda y exclamando: “Este es un pueblo hospitalario. Pero, ¡ay de aquel que debe abandonar su patria!”.
IV. Historias de muchachos por los puertos de América
La primera empresa fuerte de emigrantes, capaz de competir en importancia con las de algunas familias señoriales cartageneras, fue la Casa Rumié Hermanos, cuya extensión en el país y el continente marcó la ruta de los siete hermanos que la fundaron. La sede principal se fundó en Nueva York en 1904, con el nombre de Rumié Brothers of New York, Inc., en la Cunard Building de Broadway. Dos años antes de la fundación de la sede principal de la firma, una parte de los hermanos había llegado a Cartagena: Elías, Miguel, Alejandro, Abraham y José. Los tres primeros se quedaron en Cartagena, los dos últimos se fueron a Chocó y Montería, a abrir frentes de comercio para importación de artículos extranjeros que la Casa Rumié encabezó en Cartagena hasta la tercera década del siglo XX.
Vendían arroz, alambre, cemento, fuel-oil y hasta papel de imprenta, galletas de soda, manteca americana, hierro corrugado, rulas Collins e inclusive whisky. En sus mejores tiempos tuvieron una fábrica de velas esteáricas, de nombre Flor del Chocó, y comerciaban tagua, café y algodón a través de su bien equipado Vapor Cartagena, que navegaba entre Cartagena y Quibdó con escala en Tolú y otros puertos intermedios.
(…)
No muchas de las prácticas culturales ni de las prédicas religiosas se han transmitido a las generaciones venideras, y muchos nietos no saben de qué lado del mundo llegaron sus abuelos ni la razón de aquellos cantos pasionales ni de esa enigmática escritura de atrás para adelante. Los primeros emigrantes y otros pocos de las últimas y pequeñas migraciones sí mantuvieron los lazos de comunicación con sus familias, escribiéndose con regularidad o retornando después de quince o veinte años (y esto lo han hecho muchos) a Líbano o Siria. Saludaban a sus madres y hermanos, redescubrían los cambios de sus barrios, el aire de guerra eterna de la región, y regresaban luego a Colombia, su segunda y definitiva patria, en donde, sin remedio, se habrán de quedar sus huesos.
*Todos estas secciones fueron tomadas de distintas ediciones de 1984 del periódico El Universal .
Por Jorge García Usta
Con información de Arcadia
©2015-paginasarabes®