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La última noche del Rais

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Si quieres encaminarte
a la paz definitiva,
sonríe al destino que te hiere
y no hieras a nadie.
Omar Khayyam

Sirte, distrito 2
Noche del 19 al 20 de octubre de 2011.

Cuando yo era niño, mi tío materno me llevaba a veces al desierto. Para él, más que un regreso a las fuentes, esa excursión era una ablución mental.

Era demasiado joven para entender lo que intentaba inculcarme, pero me encantaba escucharlo.

Mi tío era un poeta sin gloria ni pretensiones, un beduino humilde, patético, cuyo único deseo era montar su tienda a la sombra de una roca y mantenerse atento al viento que se deslizaba sobre la arena, furtivo como una sombra.

Tenía un magnífico caballo bayo de pelaje pardo, dos espabilados lebreles árabes, un viejo fusil con el que cazaba muflones, y sabía como nadie trampear jerbos por sus virtudes medicinales y lagartos de cola espinosa, que vendía en el zoco una vez disecados y barnizados.

Al anochecer encendía una fogata y, tras una escueta cena y un vaso de té demasiado azucarado, se sumía en sus ensueños.

Me extasiaba verlo comulgar con el silencio y la desnudez del pedregoso desierto.

Tenía por momentos la impresión de que su alma se extirpaba de su cuerpo hasta dejarme a solas con un espantajo tan inexpresivo como un odre de piel de cabra colgado ante la entrada de una tienda de campaña. Entonces me sentía solo en el mundo y, repentinamente azorado por los misterios del Sahara que gravitaban a mi alrededor como una cuadrilla de geniecillos, lo empujaba con la punta de los dedos para hacerlo regresar. Entonces emergía de su apnea con la mirada reluciente y me sonreía. Jamás he visto una sonrisa más bonita que la suya, ni en el rostro de las mujeres a las que he venerado ni en el de los cortesanos a quienes tanto he estimado. Reservado, casi retraído, mi tío era un hombre de gesto lento y emoción discreta. Tenía una voz apenas perceptible aunque, cuando se dirigía a mí, resonaba entre mis fibras como un canto. Decía, con los ojos perdidos en el centelleo del firmamento, que cada buena persona tenía su estrella allá arriba. Le pedí que me señalara la mía. Su dedo señaló la luna sin vacilar, como si fuera una evidencia. Desde entonces veía un plenilunio cada vez que alzaba la mirada al cielo. Todas las noches.

Mi propio plenilunio. Una luna nunca rasgada, nunca velada.

Alumbrando mi camino. Tan hermosa que no había encantamiento que le llegara al tobillo. Tan resplandeciente que ensombrecía los astros a su alrededor. Tan grande que parecía no caber en el infinito.

Mi tío me juraba que yo era el niño bendito del clan de los Ghus, el que devolvería a la tribu de los Gadafas sus olvidadas epopeyas y su lustre de antaño.

Esta noche, sesenta y tres años después, me parece que hay menos estrellas en el cielo de Sirte. Solo subsiste de mi plenilunio un rasguño grisáceo apenas más ancho que un recorte de uña. Toda la romanza del mundo se asfixia entre la humareda de las casas incendiadas mientras la onda expansiva de los misiles engulle miserablemente el aire cargado de polvo y de batalla. El silencio que antaño mecía mi alma resulta algo apocalíptico y la metralla que traquetea acá y allá se empecina en cuestionar un mito fuera del alcance de las armas, o sea, yo mismo, el hermano Guía, el infalible visionario nacido de un milagro que parecía estrambótico y permanece en pie como un faro rodeado por la tormenta que barre con su brazo luminoso las tinieblas traicioneras y la espuma del oleaje enfurecido.

He oído a uno de mis guardias atrincherado en la oscuridad decir que estamos viviendo la noche de la duda y preguntarse si el alba iba a arrojarnos a las candilejas o a la hoguera.

Sus palabras me han afligido, pero no lo he llamado al orden.

No era necesario. Con un mínimo de presencia de ánimo, se habría abstenido de proferir semejantes blasfemias. No hay mayor afrenta que dudar en mi presencia. El hecho de que siga vivo demuestra que no todo está perdido.

Soy Muamar Gadafi. Eso debería bastar para conservar la fe.

Soy el garante de la salvación.

No temo los huracanes ni los amotinamientos. Tocad mi corazón: ya está programando la desbandada de los traidores…

¡Dios está conmigo!

¿Acaso no me eligió a mí para plantar cara a las mayores potencias y su sed de hegemonía? No era sino un joven oficial desengañado cuyas reivindicaciones apenas se oían más allá de sus labios, pero me atreví a rechazar el hecho consumado, a gritar ¡basta ya! al conjunto de abusos, y cambié el curso del destino como quien vuelca las cartas que no quiere repartir.

Era la época en que la espada cortaba toda cabeza que sobresaliera, sin juicio ni previo aviso. Era consciente de los riesgos y los asumí con fría desenvoltura, seguro de que toda causa justa debe defenderse, siendo esta la primera condición para merecer vivir.

Porque mi ira era sana y mi determinación legítima, el Señor me colocó por encima de estandartes y de himnos para que el mundo entero me viera y oyera.

Me niego a creer que las campanas de los Cruzados doblen por mí, el musulmán ilustrado que siempre ha salido airoso de las infamias y de las conspiraciones, y que seguirá ahí cuando todo se aclare. Lo que hoy me cuestiona, este simulacro de insurrección, esta guerra chapucera emprendida contra mi leyenda, no pasa de ser una prueba más en mi hoja de ruta.

¿Acaso no forjan las pruebas a los dioses?

Saldré del caos más fortalecido que nunca, como el fénix renace de sus cenizas. Mi voz tendrá mayor alcance que los misiles balísticos y, para acallar las tormentas, me bastará con golpear con un dedo el pupitre de mi tribuna.

Soy Muamar Gadafi, el hombre convertido en mito. Si esta noche me parece que hay menos estrellas en el cielo de Sirte y mi luna parece haber quedado reducida a un recorte de uña, es para que yo sea la única auténtica constelación.

Ya pueden arrojarme todos los misiles de que disponen: para mí solo serán fuegos artificiales en mi honor. Ya pueden levantar montañas, que solo percibiré entre sus escombros las aclamaciones de un baño de multitudes. Ya pueden lanzar contra mis ángeles de la guarda todos sus viejos demonios, que no habrá fuerza maléfica capaz de desviarme de mi misión, pues antes de que Qasr Abú Hadi me acogiera en su cuna estaba escrito que sería yo quien vengase las ofensas hechas a los pueblos oprimidos obligando a arrodillarse al Diablo y a sus secuaces.

–Hermano Guía…

Una estrella fugaz acaba de cruzar el cielo. ¡Y esta voz! ¿De dónde sale?

Un escalofrío me sacude de pies a cabeza. Un tumulto de emociones estremece todo mi ser. Esta voz…

–Hermano Guía…

Me doy la vuelta.


La última noche del Rais es la novela más reciente traducida al español del escritor argelino Yasmina Khadra, quien esboza en primera persona la última noche de Gadafi para recrear aquellos momentos de su vida y sus temerosos allegados, escondidos en el túnel de una escuela.

Primo hermano de Ricardo III y de Ubu rey, se presenta como un atractivo tirano que siempre ha creído tener una misión mesiánica. El escritor árabe se desliza por la piel de Gadafi para revelar su locura narcisista mientras espera el arribo de una muchedumbre insurrecta que dará fin a su existencia. Khadra describe aquellas horas con tintes de martirio y vergüenza. “Su muerte tenía que ser la de un profeta, puesto que está persuadido de serlo…”, ha explicado el autor.

En una de sus estancias en Rusia, Yasmina Khadra se hizo amigo de un coronel del ejército libio muy cercano a Gadafi, que compartió con él su discurso de admiración al Guía pero también le contó anécdotas que se entretejen en la trama de este libro.

Con permiso de Alianza Editorial, reproducimos un fragmento del primer capítulo de la novela, cuyo lanzamiento mundial se dio en la pasada Feria de Frankfurt y en México se da en el contexto de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2015, donde se pondrá a la venta. A partir de esta semana estará disponible en todo el país.

La última noche del Rais por Yasmina Khadra
Con información de: La Jornada

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