Identidades asesinas, o cómo domesticar a la pantera
Nadie debería verse forzado a «expatriarse» mentalmente cada vez que abre un libro, cada vez que se sienta ante una pantalla, cada vez que discute o reflexiona. Todos los seres humanos deberíamos poder apropiarnos de la modernidad, en lugar de tener constantemente la sensación de pedírsela prestada a otros.
Además, y ése es el aspecto que me parece más importante subrayar hoy, ya no basta con la lengua propia, la que forma parte de la identidad, y la lengua mundial. No pueden quedarse ahí los que tienen los medios, la edad y la capacidad necesarias. Que un francés y un coreano puedan comunicarse en inglés cuando están juntos, y discutir, y hacer negocios, constituye sin duda un avance en relación con el pasado; pero que un francés y un italiano sólo puedan hablarse en inglés es indiscutiblemente un retroceso, y un empobrecimiento de su relación.
Que en una biblioteca de Madrid haya muchos lectores capaces de apreciar a Faulkner o a Steinbeck en inglés es algo magnífico; pero sería lamentable que un día, en esa misma biblioteca, ya no quedara nadie capaz de leer a Flaubert, Musil, Pushkin o Strindberg en su idioma original.
De estas observaciones trato de sacar una conclusión que es a mi juicio fundamental: en el caso de las lenguas, y aun en contra de lo que parece, limitarse al mínimo estrictamente necesario sería contrario al espíritu de nuestro tiempo. Entre la lengua propia y la lengua mundial hay mucho espacio, un espacio inmenso que hemos de saber llenar…
Conservar la lengua propia, no dejar nunca que se quede atrás, para que los que la hablan no se vean obligados a abandonarla si quieren acceder a lo que les propone la civilización actual.
Para ilustrar mi tesis pondré esta vez un ejemplo sumamente complejo, y de enormes consecuencias: el de la Unión Europea. Tenemos una serie de países, cada uno con su propia trayectoria histórica, con su propia irradiación cultural, que se han empeñado en lograr la convergencia de sus destinos. Dentro de cincuenta años, ¿estarán federados, confederados, irreversiblemente unidos, o por el contrario dispersos? ¿Se extenderá la Unión hacia la Europa oriental, hacia el Mediterráneo, y hasta dónde? ¿Comprenderá los Balcanes? ¿El Magreb? ¿Turquía? ¿Oriente Próximo? ¿El Cáucaso? De las respuestas a estas preguntas dependerán muchas cosas en el mundo venidero, como por ejemplo las relaciones entre las diversas civilizaciones, entre las diversas religiones —el cristianismo, el islam y el judaísmo. Pero cualquiera que sea el futuro de la construcción europea, cualesquiera que sean la forma de la Unión y los países que la integren, hay una cuestión que ya nos planteamos hoy y que seguirán planteándose muchas generaciones:? cómo manejar la multiplicidad lingüística, cómo manejar una situación con decenas de lenguas? En muchas otras esferas se unifica, se adapta, se normaliza, al precio que sea; en ésta, sigue reinando la mayor precaución. El día de mañana podría haber incluso, además de la moneda única y de una legislación unificada, un mismo ejército, una misma policía y un mismo gobierno; pero si se intenta dejar fuera a la más minoritaria de las lenguas, se desencadenarán las reacciones más pasionales, más incontrolables. Para evitar la tragedia es preferible, por alto que sea el coste, traducir, traducir y traducir.
Entretanto se está produciendo una unificación de hecho, una unificación —irritante para muchos— que no ha sido decidida por nadie, sino impuesta por las realidades cotidianas. Cuando se reúnen para tomar una copa, un italiano, un alemán, un sueco y un belga, sean estudiantes, periodistas, hombres de negocios, sindicalistas o funcionarios, tienen que recurrir a una lengua común. Si la construcción europea se hubiera hecho cien años antes, cincuenta incluso, esa lengua habría sido el francés; hoy es el inglés.
¿Se logrará conciliar indefinidamente esas dos exigencias imperativas, es decir, la voluntad de que cada cual conserve su identidad específica y la necesidad de que los europeos hablen entre sí y se comuniquen en todo momento, con los menores escollos posibles? Para salir de ese dilema, para evitar que dentro de unos años se produzcan unos conflictos lingüísticos que serían amargos y sin salida, no basta con dejar que las cosas sigan como están, pues sabemos muy bien lo que eso va a significar.
El único camino posible es el de una acción deliberada que consolide la diversidad lingüística, que la incorpore a las costumbres, partiendo de una idea nada complicada: es obvio que, hoy, todo el mundo necesita tres idiomas. El primero es el que forma parte de su identidad; el tercero, el inglés. Entre ambos, es imprescindible fomentar el conocimiento de un segundo idioma, libremente elegido, que sería las más de las veces, aunque no siempre, otro idioma europeo. Para cada uno de nosotros ese segundo idioma sería, desde la escuela, la principal lengua extranjera, pero sería también mucho más que eso, sería la lengua del corazón, la lengua adoptiva, la lengua elegida, la lengua amada…
Nos podemos preguntar si el día de mañana las relaciones entre Alemania y Francia estarán en manos de los angloparlantes de uno y otro país o en las de los alemanes francoparlantes y los franceses germanoparlantes. No debería haber dudas sobre la respuesta. Y lo mismo podríamos decir de las relaciones entre España e Italia, o entre otros socios europeos. Bastaría con un poco de sentido común, un poco de lucidez, un poco de voluntad, para que las corrientes de intercambio, sea comercial, cultural o de otra naturaleza, estén principalmente en manos de los que sienten un interés especial por el otro interlocutor y así lo han demostrado comprometiéndose seriamente con su cultura —eligiendo su lengua; sólo ellos pueden dar un gran impulso a esa relación.
Habría así, en los años venideros, junto a los «generalistas» que sabrían únicamente su lengua materna e inglés, otros «especialistas» que tendrían, además de ese bagaje mínimo, su lengua favorita para comunicarse, una lengua que habrían elegido libremente conforme a sus afinidades individuales y mediante la cual lograrían su desarrollo personal y profesional. Siempre será una importante desventaja no saber inglés, pero lo será también, y cada vez más, saber únicamente inglés.Incluidos los que tienen el inglés como lengua materna.
Conservar la lengua propia, no dejar nunca que se quede atrás, para que los que la hablan no se vean obligados a abandonarla si quieren acceder a lo que les propone la civilización actual; generalizar sin reservas la enseñanza del inglés, tercera lengua, explicándoles sin descanso a los jóvenes hasta qué punto es a la vez necesaria e insuficiente; fomentar, al mismo tiempo, la diversidad lingüística, tender a que haya en cada país, mucha gente que domine el español, el francés, el portugués, el alemán, y también el árabe, el japonés, el chino y otras cien lenguas en las que la especialización es más infrecuente, y por tanto más valiosa tanto para el interesado como para la colectividad; tal me parece que es el camino de la sensatez para quien desee extraer del formidable desarrollo de las comunicaciones un enriquecimiento a todos los niveles, no empobrecimiento, no desconfianza generalizada, no confusión en los espíritus.
No negaré que la orientación que estoy sugiriendo para preservar la diversidad cultural exige una cierta dosis de voluntariedad. Pero si nos ahorramos ese esfuerzo, si dejamos que las cosas sigan yendo por donde van hoy, y si la civilización universal que se está fraguando ante nuestros ojos sigue manifestándose, en el futuro, como una civilización esencialmente americana, o incluso esencialmente occidental, creo que todo el mundo saldrá perdiendo. Estados Unidos, porque perdería una buena parte del planeta, que soporta mal la actual relación de fuerzas; los que representan a las culturas no occidentales, porque perderían gradualmente todo lo que constituye su razón de ser, y se verían arrastrados a una rebelión sin salida; y, quizás más que nadie, Europa, que perdería en los dos campos, pues sería la primera meta de los que se sintieran excluidos al tiempo que sería incapaz de mantener su propia diversidad lingüística y cultural.
Tendría que haberle dado a este ensayo un título doble: identidades asesinas, o cómo domesticar a la pantera. ¿Por qué a la pantera? Porque mata si se la persigue, mata si se le da rienda suelta, pero lo peor es dejarla escapar en la naturaleza después de haberla herido. Pero también a la pantera porque, precisamente, se la puede domesticar. Esto es en cierto modo lo que he pretendido decir en este libro con respecto al deseo de identidad. Que no debemos convertirlo en objeto ni de persecución ni de condescendencia, sino que hemos de observarlo, estudiarlo con serenidad, comprenderlo, y después amansarlo, domesticarlo, pues de lo contrario no podremos evitar que el mundo se convierta en una jungla, que el futuro se asemeje a las peores imágenes del pasado, que dentro de cincuenta o de cien años nuestros hijos se vean obligados todavía a asistir, impotentes como nosotros hoy, a matanzas, expulsiones y otras formas de «depuración» —a asistir a ellas y, en ocasiones, a padecerlas.
Y me he impuesto el deber de decir, cada vez que siento la necesidad de hacerlo, por qué medios se puede tener controlada a la «pantera». No es que esté en posesión de unas verdades que me lo permitan; sólo que me parecería irresponsable, una vez metido en esta reflexión, limitarme a hacer votos y enumerar imperativos. Tenía también que señalar, al hilo de las páginas, qué caminos me parecen prometedores y qué otros creo que están bloqueados.
Sin embargo, este libro no es una lista de remedios; tratándose de realidades tan complejas, y tan distintas, no hay ninguna fórmula que pueda trasladarse sin más de un país a otro.
He empleado deliberadamente la palabra «fórmula». En el Líbano aparece continuamente en las conversaciones para diseñar el sistema de reparto del poder entre las numerosas comunidades religiosas. Desde mi primera juventud la vengo oyendo a mi alrededor, en inglés, en francés, y sobre todo en árabe, sigha, término que evoca el trabajo de los orfebres.
En lo que tiene de más singular, la «fórmula libanesa» merecería por sí sola largas explicaciones, pero quiero traer ahora a colación precisamente su aspecto menos singular, más ejemplar, más revelador. No el inventario de una veintena de comunidades —denominadas aún «confesiones»— con sus itinerarios propios, sus miedos seculares, sus sangrientas disputas y sus sorprendentes reconciliaciones, sino simplemente la idea fundadora, según la cual el respeto de los equilibrios debe garantizarse mediante un minucioso sistema de cupos.
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