Adnan Al-Hamdi – Un yemení preso en Guantánamo
… En Guantánamo, el tema de su discusión aquella noche era un yemení de diecinueve años, Adnan Al-Hamdi, el proyecto preferido de Falk, aunque sólo fuese porque no hablaba con nadie más. Adnan había sido capturado en Afganistán hacía casi dos años en una escaramuza al oeste de Jalalabad. Él y otros sesenta yihadistas inadaptados de Pakistán, Chechenia y los Estados del Golfo habían sido capturados por los combatientes tayikos de la Alianza del Norte, tras la precipitada retirada de los talibanes hacia el sur.
Pasaron seis semanas pudriéndose en una cárcel provincial hasta que los estadounidenses los descubrieron. Adnan atrajo especial interés, sobre todo porque un compañero de viaje, un viejo paquistaní excitable, juró que Adnan era un cabecilla. Y él, con sus respuestas monosilábicas habituales, no se esforzó en confirmarlo o negarlo, así que cayó en la red, uniéndose a una de las primeras hornadas de importaciones a Guantánamo. Llegó con los ojos vendados y vestido con un mono en el vientre de un avión de carga estruendoso, en la época en que el centro de detención era una instalación rudimentaria de jaulas para simios llamado Campo Rayos X.
Cuando llegó Falk más de un año después, los loqueros residentes de Gitmo (el equipo asesor de especialistas en comportamiento llamado Biscuit) habían dado a Adnan por una causa perdida. No hablaba y tiraba regularmente sus heces a los guardias, a veces después de mezclarla con pasta de dientes y puré de patatas.
Así que se lo endosaron a Falk, cuya especialidad lingüística era precisamente el dialecto de Sana, la ciudad natal de Adnan, sólo porque había visitado el lugar cuando el FBI investigó la explosión del buque estadounidense Cole en el año 2000.
Falk emprendió la tarea de someter al joven con rumores y mentiras, historias adornadas con pinceladas coloristas que recordaba de las polvorientas callejuelas de Sana. Al poco tiempo, Adnan empezó a escuchar en vez de gritar o taparse los oídos con las manos, como solía hacer antes. Incluso hablaba de vez en cuando, aunque sólo fuese para corregir pequeños errores de interpretación de Falk. El progreso fue lento, pero Falk sabía por experiencia que la dificultad en una etapa tan temprana no significaba que no quedaran puntos vulnerables. A diferencia de la mayoría de los detenidos, Adnan ni siquiera podía dejarse crecer una barba completa, y a Falk le parecía casi conmovedor la pelusa de su mentón, como la florescencia desnutrida de un jardín abandonado.
Tal vez Falk reconociese en Adnan a otro solitario. Porque de hecho también él estaba solo en el mundo a sus treinta y tres años. No tenía esposa ni hijos ni perro, ni ninguna novia que le esperara en Washington. Figuraba como huérfano en el registro del personal del FBI, una conclusión deducida de una mentira que le había dicho hacía quince años al oficial de reclutamiento de la infantería de Marina de Bangor, Maine, por resentimiento y por el deseo del fugitivo de una ruptura total.
Y, debido a su actitud independiente y a su progreso con Adnan, había adquirido fama de tener el tacto preciso para los detenidos desorientados en los niveles bajo y medio del Campo Delta. Esto suponía que casi nunca echaba un vistazo a las pocas docenas de detenidos considerados las posesiones más preciadas de Gitmo: lo «peor de lo peor».
En su lugar, se reunía con ancianos solitarios y canosos, o con individuos perturbados de veintitantos años (albañiles, taxistas, zapateros y campesinos) que se habían alistado como soldados de infantería de la yihad, sujetos de dudoso valor informativo, a quienes los escépticos aludían a veces como «campesinos».
En el curso de aquellas sesiones, Falk descubrió las virtudes apaciguadoras de los alimentos (los dulces, sobre todo), y los había empleado con Adnan últimamente. Todavía la semana anterior, una porción de baclava chorreante había propiciado una prolongada discusión sobre técnicas de explosivos, y una descripción bastante buena de su instructor en el uso de armas, que coincidía con la de otro detenido que recordaba el nombre. Era de suponer que otros empleaban el mismo método en algún otro lugar.
Un psicólogo militar del equipo Biscuit definió la técnica de cambiar alimentos por información como «carne para los leones». En el caso concreto de Adnan, se parecía más a dulces y leche tras un largo día de escuela, un convite para serenar el alma y ponerse a hacer los deberes. Falk le había llevado incluso una vez un Happy Meal del McDonald’s de la base.
—Hoy mereces un descanso —le dijo, entregándole una caja de color rojo chillón.
La ironía publicitaria pasó volando sobre la cabeza de Adnan, pero el joven devoró agradecido la pequeña hamburguesa; la mostaza le caía por la comisura de los labios, agrietados por el sol, mientras masticaba.
—Trabaje con él —le dijo un funcionario visitante del Servicio de Información de la Defensa—. Conviértalo en un proyecto personal. Que no intervenga nadie más, y ya veremos cómo va.
Traducción: volverá a casa sólo cuando nos diga lo que sabe, y le corresponde a usted conseguirlo. Lo cual dejaba a Falk dueño del destino del joven, como si dijéramos. Así que aquella misma semana había decidido probar un nuevo curso de acción: despertaría a Adnan de madrugada (una técnica que al Pentágono le gustaba llamar «ajuste del sueño»), con la esperanza de conectar con un flujo de conciencia distinto del diurno.
Falk había llegado a la verja de entrada al Campo Delta a las 2:20. Un policía militar hosco y aburrido verificó su documento de identidad en la lista de visitas programadas y abrió la verja de la primera entrada. Estas operaciones nunca requerían intercambio de nombres. Los interrogadores firmaban el registro con números. Los policías militares, por su parte, se cubrían los nombres con cinta adhesiva para impedir que sus nombres pasaran a una red oscura de Oriente Próximo que pudiera localizar a su familia algún día en Ypsilanti, Toledo o Skokie. Antes de abrir la siguiente puerta, el policía volvió a cerrar la anterior, y repitió la operación en otras dos. Con tanto ruido metálico, parecía que Falk estuviese entrando en un patio trasero suburbano, y daba la impresión de que el lugar fuese una perrera. Y olía como si lo fuera; apestaba a excrementos, a sudor y a desinfectante. Las duchas estaban estrictamente racionadas y no había aire acondicionado que contrarrestara el calor cubano, y cada bloque de celdas hedía como un vestuario que necesitara una buena limpieza.
El lugar podía ser ingobernable de día. Los prisioneros no siempre aceptaban el castigo por las buenas, sobre todo cuando los trasladaban de sitio. Había refriegas, huelgas de hambre y griteríos. Cuando alguien se pasaba de la raya, los guardias recurrían a su versión de ataque aéreo: una fuerza de reacción inicial o IRF. Era una especie de fila de la conga de combate de cinco guardias con cascos, gruesas protecciones, guantes de cuero negro, sprays paralizantes y escudos antidisturbios. Cuando entraban en acción, golpeando rítmicamente las botas en el suelo, los prisioneros contestaban gritando todos a una: Allahu Akbar! (¡Dios es grande!).
Pese a lo mucho que se habla de que Delta es una especie de torre de Babel con sus diecinueve idiomas, las lenguas mayoritarias eran el árabe y el pashto, y quienes llevaban la batuta eran los árabes, que adoptaban un aire despectivo con los adustos pashtunes de las montañas afganas y paquistaníes. Una actitud extrañamente acorde con la de los interrogadores y psicólogos, que consideraban campesinos a casi todos los pashtunes.
Algunos prisioneros árabes se habían convertido en predicadores carcelarios y podían silenciar todos los bloques de celdas con sus sermones, invocando la cólera divina con encendidos versículos coránicos. Eso desquiciaba a los policías militares, aunque Falk encontraba las exhibiciones curiosamente entretenidas, tal vez porque le recordaban a las emisiones radiofónicas de los domingos por la mañana de su infancia, fúnebres advertencias de muerte y condenación entre las interferencias y zumbidos del dial de amplitud modulada.Falk se inscribió para ver a Adnan y luego repasó las notas que había tomado mientras esperaba en una de las ocho cabinas de interrogación idénticas. Su lugar de trabajo no era gran cosa: poco más de 3,5 m2, suelo de linóleo blanco, paneles gris claro y luz fluorescente. Sin ventanas, sólo un espejo-ventana en una de las paredes, que daba a la sala de observación, casi siempre vacía. No había adornos, aunque el ejército había colocado hacía poco carteles de una madre árabe afligida con una leyenda que decía cuánto deseaba que su hijo volviera a casa. Los habían colocado en la pared frente al detenido, y el mensaje implícito era: «El deseo de la madre se cumplirá si hablas». Falk ya se había ganado una reprimenda por quitar uno antes de su última sesión con Adnan. Volvió a hacer lo mismo ahora, lo enrolló bien y lo dejó al lado de la puerta.
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