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Por siempre Wagner

Richard Wagner

Hace doscientos años, el 22 de mayo de 1813, nació el artista que es para muchos el mayor genio de la especie

«¡A qué viene tanta historia con el wagnerismo!», clamó Daniel Barenboim. «No oigo hablar de mozartismo ni de beethovenismo, y menos de sociedades dedicadas a su culto en todo el mundo». Me dejó clavado a la silla. Era yo el involuntario provocador de su ira, con una inocente introducción al coloquio que quiso compartir con los wagnerianos de Las Palmas de Gran Canaria. No supe qué decir, y nada dije. Parecía incoherente que uno de los más grandes intérpretes vivos del «Canon de Bayreuth», como se denomina el conjunto de los diez principales dramas wagnerianos, cargase tan enojado contra una manera de hablar puramente indicativa, sin asomo de latría o fanatismo. Después de darse gusto con el responso, remató de esta manera: «Como persona, Wagner no lo merece; como artista, no lo necesita». Judío de sangre y religión, Barenboim no es precisamente sospechoso de antiwagnerismo. Tiene en su haber algunas de las producciones referenciales de los siglos XX y XXI, ha sufrido serios disgustos en Israel haciendo sonar la única música excomulgada por el Estado (a veces a traición y fuera de programa, como bis de un concierto sinfónico) y, viniendo a lo más personal, le he visto llorar al final de un Tristán e Isolda que dirigía en su LindenOper berlinesa. Los que conocieron esa preciosa arquitectura del imperio prusiano (ahora en reformas) saben que en el centro de la primera fila de butacas (donde yo estaba) el director sobresale del foso y está tan próximo como el vecino de al lado.

Pasado y futuro del mundo en 16 horas

Doscientos años después de su nacimiento y a ciento treinta de su muerte, la actualidad de Wagner es permanente. La escisión entre las mezquindades de su vida y la suprema gloria de su obra sigue levantando pasiones como las que forzaron a Luis II de Baviera -que enfermaba y languidecía lejos de su música- a expulsarlo de Munich después de haberle cedido un palacio, pagado sus deudas portentosas y procesado el escándalo de su vida adúltera con Cosima von Bülow en la provinciana capital de un pequeño reino que, como tantos otros hasta un total de casi cuarenta, acabaría abducido por Bismarck para su káiser.

El insoportable ególatra nacido en Lepzig el 22 de mayo de 1813 es hoy considerado por muy respetables estudiosos como el más grande de los genios de la especie. El conjunto de sus dramas, especialmente la tetralogía El anillo del nibelungo, en la que invirtió 25 años de trabajo y dura 16 horas, es, para ellos y para otros más sensibles que estudiosos, la mayor obra de arte de la Humanidad. Produce escalofrío la simple evocación de las creaciones del arte y el pensamiento que quedan por debajo de ese nivel después de habernos acompañado toda la vida enseñándonos a sentir y discernir. Suena frívolo hablar del genio en términos de «ranking», pero es un hecho que la onda expansiva del wagneriano no ha tocado techo ni parece que pueda alcanzarlo si se tiene en cuenta que todos los cambios del mundo y de las sociedades, profundamente transformados desde las revoluciones y las guerras del siglo romántico, siguen latentes en una interpretación de los mitos wagnerianos que, tarde o temprano, siempre llega. Los pseudo-cuentos infantiles de sus dramas mitológicos adquieren en el análisis de los filósofos y los sociólogos la profundidad de campo que les permite totalizar una concepción integral del mundo, sea cual sea la ideología del visor aplicado. El dramaturgo británico George Bernard-Shaw, que asistió en 1876 a la inauguración del teatro de Bayreuth con el estreno de la Tetralogía completa, fue el primero en elaborar una lectura rigurosa y convincentemente socialista del Anillo (su libro El perfecto wagneriano es constantemente reeditado); pero de entonces a hoy se han diversificado los enfoques ideológicos con asombrosa solvencia intelectual.

En ocasiones no son los ensayistas, sino los grandes artistas de la dramaturgia y la escenografía, los que muestran intuiciones iluminadoras en el campo de creación propio de Wagner, buena prueba de su capacidad inspiradora. Porque siendo uno de los operistas más representado de nuestro tiempo, justo después que Verdi y Puccini, la bibliografía a él dedicada es muchísimo mayor y los revolucionarios del teatro se sienten llamados a probar su invención con Wagner, mucho más que con los italianos. En este punto es obligado citar la nueva era iniciada en 1976 por Patrice Chereau y Perre Boulez, cuando el festival celebraba el centenario del estreno de la epopeya de la toma del poder, por la criatura humana, vencedora de un cosmos poblado por decadentes dioses, gigantes en extinción, héroes caídos en combate y ambiciosos enanos, alegorías, en definitiva, de la especie humana y su presencia en el mundo. Esta idea de la humanización de los poderes de la Tierra, y la de redención por amor, tomaron sucesivamente cuerpo en escenas concebidas en el núcleo de la revolución industrial del XIX (las de Chereau-Boulez), la lucha de clases, la tensión de los bloques político-ideológicos, la destrucción de la Tierra por el armamento nuclear, la conquista del espacio o el envenenamiento de la naturaleza; es decir, todas y cada una de las preocupaciones colectivas de la especie, simbolizadas en la peripecia profunda de unos personajes fantásticos que siguen cantando en versos inflamados un texto de apariencia esotérica. Sin la menor intención de caer en comparaciones, me pregunto si sería posible una presentización semejante -sin alterar una sola palabra- de la tragedia griega, el Fausto de Goethe o la dramaturgia de dos genios españoles que Wagner amaba por encima de toda medida: Cervantes y Calderón.

 «Nazificado»

Obviamente, entre esas concepciones que encuentran el mundo en los versos y, sobre todo, la música de Wagner, están las pronazis. El artista fue «nazificado» más de medio siglo después de su muerte por el oportunismo de un Reich que, con la persecución de los judíos y el Holocausto, empobreció la cultura alemana hasta asfixiarla y se vio en la necesidad de falsear creaciones de primera calidad como la filosofía de Nietzsche (malgré su origen polaco) o la dramaturgia de la música de Wagner, para ubicarse fraudulentamente en el proceso histórico. En el «Canon de Bayreuth» no hay un solo instante antijudío, y los que glorifican la cultura alemana (los torneos poéticos de Tannhäuser y Los maestros cantores de Nuremberg, por ejemplo) lo hacen sobre referencias históricas, no ideológicas. Tan solo en Los maestros cantores hay un canto, el monólogo final de Hans Sachs, en loor de la herencia cultural y la exigencia de defenderla de los enemigos que la acosan, pero ningún verso alude, siquiera indirectamente, a los judíos como causantes del peligro. Por lo demás, los mitos del Anillo son más escandinavos que alemanes y proceden del tronco común de las lenguas indoeuropeas, mucho más extenso que el suelo alemán en toda su historia y derivado de remotas leyendas caucásicas, como explica la imponente escenografía de George Tsypin para el Anillo de Gergiev en San Petersburgo, que pudimos ver en espacios españoles. El mar de El holandés errante también es escandinavo, el país de Lohengrin es Brabante, Tristán e Isolda sucede entre Irlanda y Cornualles, y el centro simbólico de Parsifal es Montsalvat, mítico enclave pirenaico.

La ópera que Hitler prefería no era una de las del «canon» sino Rienzi, tribuno romano y después dictador, en el que el «führer» se veía reflejado a despecho de su trágico final. Hitler demostraba con ello un débil criterio estético, pues ese modelo de «gand opera» a la Meyerbeer, larguísimo y un poco plasta (las dimensiones sublimes de la Tetralogía, Meistersinger o Parsifal son otra cosa) no es precisamente lo mejor de Wagner. El problema fue que los propagandistas del tirano encontraron un filón en su obra y en el fanatismo pronazi de la nuera del genio, la inglesa Winifred Williams, que se adueñó de todo el legado a la muerte de su esposo Siegfried -único hijo varón- y de su suegra Cósima, abriendo Bayreuth al monstruo y sus soldados, que gozaron de representaciones reservadas a ellos.

No cuajan los exorcismos

Wagner y su obra fueron instrumentalizados de una manera despreciable hasta la caída del Reich. Winifred pretendía seguir dirigiendo el teatro y el festival en su reapertura de 1951, pero fue políticamente separada por su hijo Wieland para que el poder no saliese de la familia, aún cuando él mismo mantenía una solapada tendencia pronazi. Pero ya era otra generación. Genial escenógrafo de abstracciones poéticas en medio de las restricciones económicas de la posguerra, Wieland murió pronto y fue su hermano Wolfgang el que tomó las riendas durante más de 50 años, justamente hasta su muerte 2008. Dos libros recientes, El clan Wagner y La familia Wagner, abundan en los avatares de esta tribu singular, uno más sensacionalista y el otro más serio, pero la biografía más completa y fiable sigue siendo la de Martin Gregor-Dellin.

El sambenito antijudío y pronazi también fue calando con el tiempo y es un forúnculo de muy difícil cura. Katharina Wagner, biznieta, que junto a su hermanastra Eva dirige hoy el cotarro de Bayreuth (con riesgo de que el Estado federal y el land de Baviera, que lo pagan, les quiten el mando) intentó con la dramaturgia y la escena de Parsifal más rica e innovadora de las últimas décadas (la del noruego Stepahn Herheim, última en el cartel del festival) el exorcismo casi heroico de llenar el escenario de banderas y gallardetes rojos con la esvástica, pero no consiguió el posicionamiento liberador y crítico que pretendía. De hecho, Katharina ha impedido difundir la producción en DVD. Y es muy reciente la retirada de cartel de un nuevo Rienzi en la DeutscheOper berlinesa por coincidir -no deliberadamente- la fecha prevista para el estreno con un aniversario de Hitler (escándalo monumental). La RheinOper de Düsseldorf retiró el pasado día 7 de mayo un Tannhäuser con escenas del Holocausto. «Cruda, funesta smania!», diría Verdi. La mala conciencia del genocidio judío sigue viva en Alemania, y la vigilancia israelí sobre cualquier salida del tiesto hace lo demás. Que esto siga pillando en medio a uno de los genios mayores de nuestra especie, absolutamente ajeno a todo ello, no deja de ser un signo de contradicción inasumible.

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