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Cumplir con el deber de olvidar

Reloj encontrado, en diciembre de 2014, en una fosa común en el cementerio de San Roque de Puerto Real (Cádiz) ©Daniel Ochoa de Olza AP

La salvaguarda de la memoria histórica se ha convertido en una obligación moral de nuestra época. Pero en ocasiones los recuerdos cometen grandes injusticias con el presente.

La mayoría de la gente decente en España, como en casi todas partes, convendría con el célebre precepto de George Santayana: “Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. La consecuencia de esto es que hoy la memoria se ha convertido en una de las devociones más inatacables. Se nos ha inculcado que el recuerdo del pasado y su corolario, la conmemoración de la memoria histórica colectiva, es una de las más elevadas obligaciones morales de la humanidad.

Sin embargo, ¿qué ocurre si, no siempre pero con mucha frecuencia, esto es una equivocación? ¿Qué ocurre si la memoria histórica colectiva, tal como la emplean las comunidades y las naciones, ha conducido demasiadas veces a la guerra más que a la paz, al rencor y al resentimiento más que a la reconciliación y a la determinación de vengarse por los agravios reales e imaginarios en lugar de comprometerse con la ardua tarea del perdón? En suma, ¿no hay épocas en que es mejor olvidar algunas cosas?

Es lo que pasó en el sur de EE UU después de 1865, cuando tras la guerra de Secesión, otra modalidad de batalla se libró sobre la versión del conflicto que prevalecería: la victoria de la Unión o la derrota de la Confederación. Esa batalla por la memoria, aunque atemperada, continúa, como quedó demostrado en el reciente debate sobre la bandera confederada. Y así como la memoria histórica colectiva arrasó a la ex Yugoslavia en los años noventa, lo mismo ocurre hoy con Israel-Palestina, en Irak y en Siria, con el populismo nacionalista hindú del partido Bharatiya Janata de India y entre yihadistas e islamistas, tanto en el mundo musulmán como en la diáspora musulmana en Europa occidental, Norteamérica y Australia.

No hay una solución sencilla. Al contrario, es probable que el ansia de comunidad de los seres humanos, ya imperiosa en tiempos de paz y abundancia, llegue a sentirse como una urgencia psíquica y moral en tiempos difíciles. Pero, al menos, no se ha de hacer la vista gorda al tremendo sacrificio que las sociedades han de asumir y siguen asumiendo en aras del consuelo de la rememoración.

Que la memoria histórica colectiva no respeta el pasado debería ser evidente. Y para que quede claro, no se trata solo de inexactitud, voluntaria o involuntaria, como la que abunda en las actuales series de televisión que pretenden recrear un periodo histórico —como Los Tudor o Roma—. Cuando los Estados, los partidos políticos y los grupos sociales hacen un llamamiento a la memoria histórica, sus motivos no son triviales. Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, el objetivo de dichos llamamientos, casi invariablemente, era alentar la unidad nacional. Resultaría reconfortante creer que los regímenes reprobables han sido más propensos a esta práctica que los decentes, pero la realidad es que casi todos se han empeñado en la movilización y manipulación de la memoria o en su creación.

Incluso movimientos políticos rivales han llegado a disputarse la propiedad de una figura histórica particular, que supuestamente encarna a la nación, como ocurrió con Juana de Arco en la Francia del siglo XIX. La derecha la tenía por emblema de la determinación francesa que rechazó a los invasores extranjeros; en cambio, para la izquierda, mayoritariamente anticlerical, fue una víctima de la Iglesia católica que la condenó a morir en la hoguera. Cuando fue beatificada en 1909 (y canonizada en 1920), la izquierda no pudo reclamarla como propia. Pero la memoria de Juana de Arco continuó en el centro de la controversia; fue un referente para la derecha, primero para el extremista movimiento conservador católico, Action Française, y el Gobierno de Vichy y, en los ochenta, para el ultraderechista Frente Nacional, que conmemora a Juana de Arco cada 1 de mayo, coincidiendo no por casualidad con la fiesta anual más importante de la izquierda.

En la mayoría de los casos al menos, el olvido comete una injusticia con el pasado. El problema se agrava cuando al recordar se incurre en una injusticia con el presente. En este caso, cuando la memoria colectiva condena a las comunidades a sentir el dolor de sus heridas históricas y el enconamiento de sus agravios, no es preciso cumplir con el deber de recordar, sino con el deber de olvidar. En este tipo de situaciones, ¿se puede decir qué es peor, el recuerdo o el olvido?

No existe una respuesta categórica. Pero dadas las tendencias agresivas de la humanidad, es posible como mínimo que el olvido, a pesar de todos los sacrificios que impone, sea la única respuesta prudente; y en ese sentido debería ofrecer cierto consuelo más que causar consternación. Sobran los ejemplos históricos en que dicho olvido se produce más pronto de lo que razonablemente cabría esperar. Sirva para ilustrar esto el momento en que el general De Gaulle decidió que Francia tendría que aceptar la independencia de Argelia; se cuenta que uno de sus asesores protestó exclamando: “Se ha derramado demasiada sangre”. De Gaulle respondió: “Nada se seca tan pronto como la sangre”.

Una mujer es abucheada en Chartres (cerca de París) tras haber sido rapada por haber tenido un hijo con un soldado alemán, en agosto de 1944 ©Robert Capa (Magnum)

Con lo anterior no estoy prescribiendo una amnesia moral. Estar desprovisto de memoria es estar desprovisto de un mundo. Tampoco se discute la decisión de los colectivos de recordar a sus muertos o exigir el reconocimiento a los sufrimientos causados, sobre todo por los estados nacionales. Hacerlo sería recomendar una suerte de mutilación moral y psicológica de proporciones trágicas. Por otra parte, el exceso de olvido no es con mucho el único riesgo. También lo es el exceso de recuerdo, y a comienzos del siglo XXI, cuando en todo el mundo la gente está, en palabras del difunto Tzvetan Todorov, “obsesionada con un culto nuevo, el de la memoria”, lo último parece haberse convertido en un riesgo mucho mayor que la primero.

Para presentar el dilema de forma más cruda: la conmemoración puede ser aliada de la justicia, pero no es una amiga fiable de la paz, y el olvido sí puede serlo. Un ejemplo de ello es el llamado pacto del olvido en España entre la derecha y la izquierda que, si bien nunca se formalizó, resultó esencial para el acuerdo político que restauró la democracia tras la dictadura de Franco. La transición democrática aterrizó sobre las alas de la reescritura y del olvido. La mayoría de avenidas y paseos —aunque por supuesto no todos los miles de calles— que tras la victoria fascista de 1939 ostentaban el nombre de Franco y otros subordinados suyos fueron rebautizados. En lugar de sustituirlos con los nombres de héroes y mártires republicanos, se eligieron denominaciones que se remontaban más atrás.

El pacto del olvido pretendía apaciguar a los leales a Franco en una época en que la disposición de la derecha a consentir siquiera la transición no estaba garantizada. Desde un principio el pacto tuvo numerosos detractores, no sólo de la izquierda. Incluso una parte importante de los que no se opusieron de entrada pensaban que no tendría éxito a menos que fuera acompañado de una comisión de la verdad parecida a la sudafricana o a la argentina. Pero finalmente le tocó a un magistrado intentar iniciar por medio de procesos judiciales lo que los políticos se habían negado categóricamente a plantearse. En 2008, el juez Baltasar Garzón emprendió la investigación de la muerte de las 114.000 personas que se estima fueron asesinadas por el bando fascista durante la guerra y en las décadas posteriores. Se ordenó la exhumación de 19 fosas comunes.

Casi sobra recordar a los lectores españoles la controversia desatada por los empeños de Garzón, y no sólo porque muchos aún estaban convencidos de que el pacto del olvido había sido eficaz, sino también porque la Ley de Amnistía de 1977mantenía que los asesinatos y atrocidades cometidos por cualquiera de los dos bandos, con “intención política”, estaban protegidos de la acción judicial. Garzón argumentó que “toda ley de amnistía que busca encubrir un crimen de lesa humanidad es inválida ante la ley”. Sus partidarios, los más apasionados de los cuales pertenecían a la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, estaban de acuerdo. Y, aunque a la postre el Tribunal Supremo no sólo desautorizó a Garzón, sino que se empeñó en suspenderlo de la judicatura (en 2014 fue uno de los principales abogados defensores que representó al fundador de Wikileaks, Julian Assange), sus partidarios siempre han estado convencidos de que sus acciones representan la única respuesta ética lícita. Lo anterior quedaba compendiado en la pregunta retórica que se publica de forma intermitente en la parte superior de la web de esa asociación: “¿Por qué los padres de la Constitución dejaron a mi abuelo en una cuneta?”.

Los defensores de los derechos humanos, entre ellos algunos miembros de la judicatura, como Garzón, en general han presentado la ley y la moral como inseparables, al menos en los casos en que el asunto examinado compete con toda claridad al ámbito jurisdiccional de un tribunal. Y puesto que la mayoría de ellos supone que la justicia es el requisito esencial de una paz duradera, tienden a restar importancia al riesgo de que sus acciones tengan consecuencias políticas y sociales negativas. Cuando estas consecuencias se han hecho efectivas, su postura ha solido ser declarar que la responsabilidad de solucionarlas es de los políticos, no suya.

No sería honrado limitarse a señalar las ocasiones en que el recuerdo todavía no es útil (para la paz o la reconciliación), o en que ha dejado de ser provechoso, sin reconocer también los abundantes casos en los que el olvido también tiene fecha de caducidad, a veces muy cercana. Otro tanto reiteró la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica en su campaña de apoyo a lo que intentaba lograr Garzón. Desde un punto de vista analítico, además, el grupo tenía razón cuando sostenía que “la Ley de Amnistía fue clave para avanzar hacia la democracia tras una dictadura atroz y gozó durante años de un gran apoyo social. Pero a finales de esta década [la primera del siglo XXI], las víctimas empujaban a un Gobierno de izquierdas para que los crímenes de lesa humanidad [cometidos en la Guerra Civil y bajo la dictadura de Franco] no siguieran gozando de impunidad”.

La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica probablemente estaba en lo cierto cuando sostenía que la España del siglo XXI ya no necesita el pacto del olvido; una situación semejante a la de Francia cuando, tras la emisión televisiva de Le Chagrin et la pitié, pronto quedó claro que el país había cambiado lo suficiente para que la verdad sobre lo ocurrido durante la Ocupación no causara un daño tan grave a la ecología moral o histórica del país.

Incluso en el supuesto de que lo dicho sea ahora el caso en España, es demostrablemente falso en otros lugares. En los Balcanes, en Israel-Palestina (y gran parte del resto del Medio Oriente), hasta hace poco en Irlanda del Norte, no es tanto una cuestión de “olvidar ahora” como de darse cuenta de que en algún momento del futuro, independientemente de si el momento llega más o menos pronto o se aplaza mucho tiempo, sería mejor abandonar las victorias, las derrotas, las heridas y los rencores que se conmemoran.

Ese listado incluiría a Sri Lanka, Colombia y Ucrania. También a EE UU y el recuerdo de los ataques del 11 de septiembre de 2001. Pese a que los estadounidenses aún no están preparados para afrontar aquello, la llamada guerra mundial contra el terror terminará algún día, al igual que la II Guerra Mundial, y tarde o temprano el 11-S no tendrá más resonancia que el ataque japonés contra la flota estadounidense en Pearl Harbor en 1941.

El crítico social estadounidense Leon Wieseltier advirtió en una ocasión que la política nacionalista fundada en la memoria colectiva puede “destruir la actitud empírica necesaria para el responsable ejercicio del poder”. Los acontecimientos en Oriente Próximo —campo de pruebas del uso irresponsable del poder— parecen confirmar esa afirmación todos los días. Para citar un solo ejemplo, cuando las fuerzas israelíes rodearon Beirut en 1982, el primer ministro israelí, Menahem Begin, anunció que tenían a los “nazis rodeados en su búnker”, aunque los que estaban atrapados en la capital libanesa eran Yasser Arafat y los combatientes de Fatah. Se trata de un ejemplo paradigmático de lo que ocurre cuando la memoria colectiva nacida del trauma encuentra una expresión política y sobre todo militar.

Israel es un ejemplo del desastroso modo en que la memoria colectiva puede deformar una sociedad. El movimiento de los colonos recurre rutinariamente a una versión de la historia bíblica cuya distorsión de lo ocurrido en realidad es flagrante. En la entrada del asentamiento de Givat Assaf, en Palestina ocupada, hay un letrero en le que se lee: “Hemos vuelto a casa”. Benny Gal, uno de los dirigentes de los colonos, en una entrevista reciente reiteraba que “en este lugar exacto, hace 3.800 años, la tierra de Israel fue prometida al pueblo hebreo”. ¡Tres mil años de historia! ¿Cómo puede rivalizar con ello la actitud empírica necesaria para el ejercicio responsable del poder? Y las fantasías en el lado árabe del conflicto son tan históricamente absurdas como para que los yihadistas se refieran a los cruzados y comparen Israel con el reino de Jerusalén del siglo XII.

Pero nada de lo anterior debería sorprendernos. Si la historia algo nos enseña es que, ni en la política ni en la guerra, los seres humanos están dispuestos a la ambivalencia; responden a la lealtad y a la certeza. Y como sostenía el historiador francés del siglo XIX Ernest Renan, en la medida en que puedan ser fortalecidos por la memoria colectiva, no importa si los recuerdos son históricamente fieles.

El gran historiador y filósofo judío Yosef Yerushalmi pensaba que el problema fundamental de la edad moderna es que sin alguna forma de autoridad dominante, o ley moral, la gente ya no sabe lo que necesita ser recordado y lo que sería posible olvidar sin percances. Pero si los temores de Yerushalmi están justificados y toda continuidad real entre el pasado, el presente y el futuro ha sido sustituida por memorias colectivas del pasado que no son más reales que las tradiciones inventadas, entonces sin duda ha llegado el momento de escudriñar nuestras heredados devociones sobre la rememoración y el olvido.

Un buen precedente podría ser el edicto de Nantes, proclamado por Enrique IV en 1598 con el propósito de poner fin a las guerras de religión en Francia. El monarca se limitó a prohibirle a sus súbditos, tanto católicos como protestantes, que revivieran sus recuerdos. “Que la memoria de todos los acontecimientos ocurridos entre unos y otros, tras el comienzo del mes de marzo de 1585 —decretaba el edicto— y durante los convulsos precedentes de los mismos, queden disipados y asumidos como cosa no sucedida”. ¿Habría podido funcionar? ¿Habría logrado atemperar semejante resentimiento la orden real? Como Enrique fue asesinado en 1610 por un católico fanático opuesto al edicto, revocado al poco tiempo, nunca lo sabremos. Sin embargo, ¿no sería concebible que si nuestras sociedades dedicaran al olvido una parte mínima de la energía que ahora dedican a recordar, la paz en algunos de los peores lugares del mundo podría estar más cerca?

Presencié la guerra de Bosnia entre 1992 y 1995, que fue sobre todo una masacre avivada por la memoria colectiva o, más concretamente, por la incapacidad para olvidar. Allí siempre llevaba conmigo dos poemas de la poeta polaca Wislawa Szymborska. En ellos —‘Fin y principio’ y ‘La realidad exige’— la más antidogmática y humanitaria de los poetas, una mujer que dijo que su frase predilecta es “no sé”, entendía el imperativo moral del olvido. Nacida en 1923, vivió el desesperado sufrimiento de Polonia bajo los nazis y los rusos. Y, sin embargo, escribe:

La realidad exige

que también se diga:

la vida sigue.

Sigue en Cannas y en Borodino

y en Kosovo Polje y en Guernica.

Szymborska expresa el imperativo ético del olvido, si la vida ha de continuar, como corresponde. Y tiene razón. Porque todo debe llegar a su fin, incluso el duelo. Si no la sangre nunca se seca, el fin de un gran amor se convierte en el fin del amor mismo y, como solían decir en Irlanda, mucho después de que la disputa haya dejado de tener sentido, perdura el recuerdo del rencor.

Por David Rieff – Traducción de Aurelio Major.
Con información de El País

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