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Identidades asesinas, o cómo domesticar a la pantera

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Y cuando hemos repasado la situación de esas minorías, cuando hemos oído decir mil veces que el poder está en manos de los varones de raza blanca, de los protestantes anglosajones, se escucha de repente una tremenda explosión en Oklahoma City, ¿Quiénes han sido? Justamente unos varones de raza blanca, anglosajones y protestantes, que también están convencidos de que son la más olvidada y agraviada de las minorías, de que la mundialización dobla las campanas por «su» América.

Vistos desde el resto del mundo, Timothy McVeigh y sus acólitos tienen exactamente el perfil étnico de los que se supone que dominan el planeta y tienen nuestro futuro en sus manos; tal como ellos se ven, no son más que una especie en vías de extinción a la que sólo le queda el arma del terrorismo más asesino. ¿A quién pertenece el mundo? A ninguna raza en particular, a ninguna nación en particular. Pertenece, más que en otros momentos de la Historia, a todos los que quieren hacerse un sitio en él. Pertenece a todos los que tratan de aprenderse las nuevas reglas del juego —por desconcertantes que sean— para utilizarlas en su provecho.

Que no se me entienda mal: no trato de cubrir con un púdico velo las vergüenzas del mundo en que vivimos; desde el principio de este libro no he hecho sino denunciar sus disfunciones, sus excesos, sus desigualdades, sus criminales descarríos; contra lo que me rebelo aquí, no sin pasión, es contra la tentación de la desesperanza, contra esa actitud tan frecuente entre los defensores de las culturas «periféricas» que consiste en instalar en la amargura, la resignación, la pasividad —para no salir de ahí más que mediante la violencia suicida.

¿A quién pertenece el mundo? A ninguna raza en particular, a ninguna nación en particular. Pertenece, más que en otros momentos de la Historia, a todos los que quieren hacerse un sitio en él.

Estoy convencido de que la mundialización es una amenaza para la diversidad cultural, en especial para la diversidad de lenguas y formas de vida; e incluso de que esa amenaza es infinitamente mayor que en el pasado, como tendré ocasión de reiterar en las páginas que siguen; pero el mundo actual les da también, a quienes quieren preservar las culturas amenazadas, los medios para defenderse. En vez de proseguir su declive y desaparecer después en la indiferencia como viene sucediendo desde hace siglos, esas culturas tienen hoy la posibilidad de luchar por su supervivencia; y? no sería absurdo no aprovechar esa posibilidad?

Los radicales cambios tecnológicos y sociales que se están produciendo a nuestro alrededor constituyen un fenómeno histórico de gran complejidad y amplitud, un fenómeno del que todo el mundo puede sacar provecho y que nadie es capaz de controlar —!ni siquiera Estados Unidos! La mundialización no es el instrumento de un «orden nuevo» que «algunos» tratarían de imponer al mundo; prefiero compararlo con un enorme campo de torneos, abierto por todos los lados, en el que se están celebrando simultáneamente gran número de justas, de combates, y en el que todos podemos entrar con nuestra propia cantinela, con nuestra propia armadura, en una irreductible cacofonía.

Internet por ejemplo, visto desde fuera y con un a priori de desconfianza, es un ectoplásmico monstruo planetario por medio del cual los poderosos de este mundo extienden sus tentáculos sobre toda la Tierra; visto desde dentro, es una formidable herramienta de libertad, un espacio razonablemente igualitario del que todos podemos servirnos a nuestro antojo y en el que cuatro astutos estudiantes pueden ejercer tanta influencia como un jefe de Estado o una compañía petrolífera.

Y aunque en él predomina de manera aplastante el inglés, la diversidad lingüística va ganando terreno día a día, favorecida por algunos avances de la traducción automática —avances aún tímidos, aún pobres, y que producen a veces un efecto hilarante, pero no por ello menos prometedores para el futuro. Más en general, los nuevos medios de comunicación ofrecen a muchísimos de nuestros contemporáneos, a personas que viven en todos los países y repre sentan todas las tradiciones culturales, la posibilidad de contribuir a la elaboración de lo que el día de mañana será nuestro futuro común.

Si queremos evitar la muerte de nuestra lengua, si queremos que se conozca en el mundo, que la cultura en la que nos hemos criado sea respetada y querida, si deseamos que la comunidad a la que pertenecemos conozca la libertad, la democracia, la dignidad y el bienestar, la batalla no está perdida de antemano. Ejemplos de todos los continentes demuestran que los que luchan con habilidad contra la tiranía, contra el oscurantismo, contra la segregación, contra el desprecio, contra el olvido, consiguen muchas veces salirse con la suya. Y también los que luchan contra el hambre, la ignorancia o las epidemias. Vivimos en una época asombrosa en la que todo el que tiene una idea, sea genial, perversa o innecesaria, puede hacerla llegar, en el mismo día, a decenas de millones de personas.

Si creemos en algo, si tenemos en nuestro interior suficiente energía, suficiente pasión y ganas de vivir, podemos encontrar en los recursos que nos ofrece el mundo actual los medios necesarios para hacer realidad algunos de nuestros sueños.

¿He querido decir, a través de esos ejemplos, que cada vez que la civilización actual nos enfrenta a un problema nos facilita, providencialmente, los medios para resolverlo? No creo que haya materia suficiente para formular ley alguna. No obstante, es cierto que el formidable poder que la ciencia y la tecnología modernas ofrece al ser humano puede utilizarse con fines opuestos, devastadores unos, reparadores otros. Así, nunca ha estado la naturaleza tan maltratada; pero estamos mucho mejor preparados que antes para protegerla, pues disponemos de medios para intervenir mucho más importantes, y también porque estamos mucho más sensibilizados que antes hacia ese problema.

Ello no quiere decir que nuestra acción reparadora esté siempre a la altura de nuestra capacidad de hacer daño, como por desgracia ponen de manifiesto muchos ejemplos —la capa de ozono o las muchas especies que aún corren peligro de extinción.Habría podido referirme a muchos otros campos además del medioambiental. Si he elegido éste es porque algunos de los riesgos que en él existen son análogos a los de la mundialización. En ambos casos, la diversidad está amenazada; a semejanza de esas especies que han vivido millones de años y hoy vemos extinguirse, muchas culturas que han logrado mantenerse durante cientos o miles de años podrían igualmente desaparecer ante nuestros ojos si no tomamos medidas para evitarlo.

Algunas ya están desapareciendo.

Hay lenguas que se dejan de utilizar con la muerte de sus últimos hablantes. Comunidades humanas que en el transcurso de la Historia habían forjado una cultura original, hecha de mil y un felices descubrimientos —formas de vestir, medicamentos, imágenes, músicas, gestos, artesanías, fórmulas culinarias, narraciones…—, corren hoy el peligro de perder su tierra, su lengua, su memoria, sus saberes, su identidad específica, su dignidad.

No me refiero únicamente a las sociedades que están desde siempre muy apartadas de las grandes corrientes de la Historia, sino a innumerables comunidades humanas de Occidente y de Oriente, del Norte como del Sur, en la medida en que todas tienen sus singularidades. A mi modo de ver, no se trata de fijarlas en un momento dado de su desarrollo, y aún menos de convertirlas en atracciones de feria; se trata de conservar nuestro patrimonio común de conocimientos y actividades, en toda su diversidad y en todas las latitudes, desde Provenza hasta Borneo, desde Luisiana hasta la Amazonía; se trata de dar a todos los seres humanos la posibilidad de vivir plenamente en el mundo de hoy, de sacar provecho plenamente de todos los avances técnicos, sociales e intelectuales sin que pierdan por ello su memoria específica ni su dignidad.

¿Por qué habríamos de preocuparnos menos por la diversidad de culturas humanas que por la diversidad de especies animales o vegetales? Ese deseo nuestro, tan legítimo, de conservar el entorno natural, ¿no deberíamos extenderlo también al entorno humano? Desde el punto de vista tanto de la naturaleza como de la cultura, nuestro planeta sería muy triste si sólo hubiera en él especies «útiles», más otras cuantas que nos parecieran «decorativas» o que hubieran adquirido un valor simbólico.

Al evocar todos esos aspectos de la cultura humana se pone claramente de manifiesto que ésta obedece simultáneamente a dos lógicas distintas: la de la economía, que cada vez tiende más a una competencia sin obstáculos, y la de la ecología, que es de vocación protectora. La primera, obviamente, es propia de los tiempos que corren, pero la segunda tendrá siempre su razón de ser. Hasta en los países más partidarios de la libertad económica absoluta se promulgan leyes protectoras para evitar, por ejemplo, que un enclave natural sea destrozado por los promotores inmobiliarios. En el caso de la cultura hay que recurrir a veces a esos mismos procedimientos para tomar precauciones, para evitar lo irreparable.

Pero esas medidas no pueden ser más que una solución provisional. A largo plazo será necesario que tomemos el relevo nosotros, los ciudadanos; la batalla por la diversidad cultural se ganará cuando estemos dispuestos a movilizarnos intelectual, afectiva y materialmente para defender una lengua en peligro de desaparición con tanta convicción como para impedir la extinción del panda o del rinoceronte.

Entre los diversos elementos que definen una cultura, y una identidad, he citado siempre la lengua, aunque no he insistido en que no se trata de un elemento más. Llegados a la última parte del libro, es quizás el momento adecuado para separarla de los demás y concederle el lugar que merece.

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