Doña Raquel,la judía
… Doña Raquel visitó junto a los demás la nueva casa con los ojos muy abiertos, fijándose en todo, respondiendo con monosílabos pero internamente satisfecha. Después, tomó posesión de las dos estancias que le habían sido asignadas. Se despojó de las ropas de hombre, estrechas y ásperas, y se dispuso a librarse del polvo y del sudor del viaje.
Junto a su dormitorio había un baño. Empotrada en el suelo cubierto de baldosas, había una profunda piscina provista de tuberías para el agua caliente y fría. Atendida por su ama Sa’ad y su doncella Fátima, Doña Raquel se bañó. Yacía cómodamente en el agua caliente y escuchaba a medias el parloteo del ama y la criada.
Pronto dejó de escucharlas y se abandonó a sus deambulantes pensamientos.
Todo era como en Sevilla, incluso la bañera en la que se encontraba. Pero ella ya no era Rechja, era Doña Raquel.
Cuando su padre regresó de su gran viaje al norte, a Sefarad, a la Hispania cristiana, la llevó aparte y le habló en voz baja, como antaño, de los peligros que allí en Sevilla amenazarían a los que eran judíos en secreto cuando se proclamara la Guerra Santa.
Durante el viaje, distraída por siempre nuevas impresiones, no había llegado a ser del todo consciente de lo que esto significaba. Ahora que había llegado y se encontraba relajada en la tranquilidad del baño, por primera vez se sintió sobrecogida por el sentimiento de cambio. Si todavía hubiera estado en Sevilla, habría corrido a reunirse con su amiga Layla para poder hablar con ella de todo esto. Layla era una muchacha ignorante, no entendía nada y no podía ayudarla, pero era su amiga. Aquí no tenía ninguna amiga, aquí todos eran extraños, todo era extraño. Aquí no había ninguna mezquita de Azhar; el grito del muecín desde la mezquita de Azhar, que llamaba a las abluciones y a la oración, era tan estridente como el de cualquier otro, pero ella lo conocía bien Y aquí no había ningún chatib que le explicara los puntos difíciles del Corán. Aquí había sólo muy pocas personas con las que poder hablar en árabe, la lengua que ella amaba y le resultaba familiar; tendría que utilizar un lenguaje extraño y duro y se vería rodeada de gentes con voces y barbas toscas y rudos pensamientos, castellanos, cristianos, bárbaros.
Había sido muy feliz en la clara y hermosa Sevilla. Su padre se contaba allí entre las personas más importantes, y sólo por ser hija de su padre todos la habían amado. ¿Qué sucedería aquí? ¿Iban a comprender estos cristianos que su padre era un gran hombre? E ¿iban a aceptarla a ella, a Raquel, y comprender su modo de ser y de actuar? ¿Acaso no les resultaría a ellos tan extraña y lejana como los cristianos le parecían a ella?
Y después estaba lo otro, una novedad todavía mayor; ahora, ante todo el mundo, ella era judía.
Había crecido en la fe musulmana. Pero cuando todavía era muy pequeña, inmediatamente después de la muerte de su madre, cuando ella tenía unos cinco años, su padre la había llamado aparte y le había dicho en voz baja, solemnemente, que pertenecía a la familia de los Ibn Esra, y que esto era algo único, muy grande, pero también un secreto del que no se debía hablar. Más tarde, cuando fue mayor, él le contó que era musulmán, pero también judío, y le explicó las enseñanzas y costumbres judías. Pero no le había ordenado practicar estas costumbres. Y en cierta ocasión, cuando ella le preguntó qué debía creer y qué debía hacer, él le había respondido cariñosamente que en estas cosas no había ninguna obligación; cuando ella fuera una mujer adulta podría decidir por sí misma si quería asumir el compromiso, no exento de peligros, que suponía practicar el judaísmo en secreto. El hecho de que su padre dejara en sus propias manos la decisión la había llenado de orgullo.
Una vez, no había podido contenerse por más tiempo y contra su voluntad, había confiado a su amiga Layla que en realidad ella era una Ibn Esra. Pero Layla había contestado de un modo extraño:
‑Ya lo sabía ‑y tras un corto silencio, había añadido-: ¡Pobrecilla!
Raquel no volvió a hablar nunca más con Layla de su secreto. Pero la última vez que estuvieron juntas, Layla había llorado infundadamente:
‑Siempre había sospechado que esto llegaría a suceder.
Fue esta compasión insolente y disparatada de Layla la que movió en aquel entonces a Raquel a informarse con exactitud acerca de quiénes eran aquellos judíos a los que ella y su padre pertenecían. Los musulmanes los llamaban «el pueblo del Libro», por lo tanto, lo primero que tenía que hacer era leer ese libro.
Rogó a Musa Ibn Da’ud, tío Musa, que vivía en casa de su padre y que era muy instruido y conocía muchas lenguas, que le enseñara el hebreo. Aprendió con facilidad y pronto pudo leer el Gran Libro.
Desde su más tierna infancia se había sentido atraída por tío Musa, pero sólo a lo largo de las horas de clase llegó a conocerlo verdaderamente. Este amigo, tan próximo a su padre, era un caballero alto y delgado más viejo que su padre; a veces parecía muy viejo, y otras sorprendentemente joven. De su enjuto rostro sobresalía una nariz carnosa, marcadamente aguileña, y sobre ella brillaban sus grandes y hermosos ojos que podían traspasar a las personas con su mirada. Había vivido muchas cosas; su padre decía que había tenido que pagar con muchos sufrimientos su inmensa sabiduría y la libertad de su espíritu. Pero él no hablaba nunca de esto. Aunque a veces contaba a la niña Raquel cosas sobre lejanos países y gentes extrañas, y esto era todavía más excitante que los cuentos e historias que a Raquel le gustaba tanto escuchar y leer; porque allí, ante ella, se sentaba su amigo y su tío Musa que había vivido todo aquello que le contaba.
Musa era musulmán y observaba todas sus costumbres. Pero parecía tener una fe laxa, y no ocultaba ligeras dudas sobre todo aquello que no fuera el conocimiento. Una vez que estaba leyendo con ella al profeta Isaías, le dijo:
‑Fue un gran poeta, quizás mayor que el profeta Muhammad y que el profeta de los cristianos.
Aquello era desconcertante. ¿Podía ella, que confesaba al Profeta, leer el Gran Libro de los judíos? Como todos los musulmanes ella rezaba la primera azora del Corán, y en ella se decía, en la séptima y la ultima aleya: «Condúcenos al camino recto, camino de aquellos a quienes has favorecido, que no son objeto de tu enojo y no son los extraviados.» Su amigo el chatib de la mezquita de Azhar le había explicado que esto se refería a los judíos: el hecho de que Allâh estuviera enojado con ellos se manifestaba en la desgracia que había caído sobre ese pueblo. Por lo tanto, si ella leía el Gran Libro, ¿acaso no seguía el camino erróneo? Hizo acopio de valor y preguntó a Musa. Él la miró prolongada y cariñosamente y le dijo que resultaba evidente que Allâh no estaba enojado con ellos, con los Ibn Esra.
Éste le pareció a Raquel un argumento convincente. Cualquiera podía ver que Allâh era misericordioso con su padre. No sólo le había concedido aquella gran sabiduría y un corazón indulgente, sino que también lo había bendecido con bienes materiales y con una gran fama.
Raquel amaba a su padre. En él veía encarnados a todos los héroes de los brillantes y exuberantes cuentos e historias que tanto le gustaba escuchar: a los dignos señores, a los astutos visires, a los sabios médicos, a señores de la corte y magos, y además a todos los jóvenes de amor ardiente en brazos de los cuales caían las mujeres. Y por encima de todo esto, en torno a su padre, había un inmenso y peligroso secreto: era un Ibn Esra.
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