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Balduino IV el Leproso

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Descendiente de la Casa de Château-Landon, Balduino pasó su niñez y juventud en la corte de su padre en Jerusalén, con poco contacto con su madre, Inés de Courtenay, condesa de Jaffa y Ascalón (y posteriormente señora de Sidón), de la cual su padre se había visto obligado a divorciarse. Balduino IV fue educado por el historiador Guillermo de Tiro (que luego sería arzobispo de Tiro y canciller del reino), que descubrió que el niño padecía lepra: el niño y sus amigos estaban jugando un día a pincharse en los brazos, pero Balduino no sintió dolor cuando le pincharon, Guillermo reconoció el hecho inmediatamente como señal de la lepra.

Tenía trece años cuando su padre murió, el poderoso Amaury (o Amalrico), rey de Jerusalén, que tanto y tan valientemente había luchado contra los “infieles”, y llevado hasta Egipto la ofensiva de las armas francas.

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Fue Balduino un hermoso niño, extraordinariamente bien dotado: guapo de rostro y de cuerpo, pronto y abierto, tan hábil en los ejercicios físicos como aplicado en los de la inteligencia. Su espíritu era vivo, su memoria excelente y, desde su más tierna edad, había comprendido cuán útil es para un príncipe estar bien cultivado. Al mismo tiempo, era un caballero perfecto, tanto montando sin silla un pequeño y fogoso caballo árabe como entendiéndoselas con un pesado corcel de Boulogne, con armadura de hierro, y tan experto cazando con halcón como nadando en las aguas del lago Tiberiades. Verdaderamente un muchacho magnífico.

Balduino IV, rey de trece años, no iba a tardar en saber que estaba leproso. La Santa Providencia lo había colocado a la cabeza del reino de Palestina. ¿No debía él, pues, cumplir hasta el fin con su deber de rey? Así su vida, aunque fuera una agonía, sería una agonía coronada, una agonía a caballo, frente al enemigo. Viviendo él, el infiel no se apoderaría de Jerusalén; el musulmán no hollaría el Santo Sepulcro.

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Frente a ellos se había alzado un enemigo poderoso, el sultán Saladino, llamado ‘el Magnífico’; dueño de Egipto, conduciendo sus tropas victoriosas desde el Mediterráneo hasta Mesopotamia, acababa de redondear la unidad del mundo musulmán y no ocultaba su intención de completar sus Estados apoderándose de Tierra Santa. Pero Balduino, el niño leproso, era un verdadero descendiente de los cruzados, y Saladino no le causaba temor

Con toda la fuerza que pudo reunir, Balduino se encerró en una ciudadela y se preparó para contraatacar.

En el otoño de 1177, el sultán atacó con una rapidez terrible el Reino de Jerusalén, dispersó las primeras tropas francas que encontró e hizo prisionero a todo el cuerpo de reserva que los barones cristianos acababan de reclutar, recorriendo Palestina como si fuera su propia casa.

Con toda la fuerza que pudo reunir, Balduino se encerró en una ciudadela y se preparó para contraatacar. El 27 de noviembre, Saladino, que estaba convencido de que el pequeño leproso y su puñado de hombres serían incapaces de hacerle frente, se halló de improviso ante una tropa resuelta con la que no contaba en un desfiladero que los cruzados llamaban Montgisard.

Fue una admirable victoria, una victoria que merecería ser tan célebre como lo fue la de Bouvines… A la cabeza de sus caballeros, Balduino, el rey leproso, que había conducido las fuerzas, carga sobre carga, vio salir huyendo ante él a Saladino. Tenía entonces diecisiete años.

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.En el mes de agosto de 1184, se supo en Jerusalén que el sultán estaba atacando el fuerte del Moab, la ciudadela cristiana que defendía el paso del Mar Muerto. Creyendo a Balduino en la agonía, el turco juzgaba la ocasión propicia; esto era conocer mal al pequeño héroe cristiano. ¡Una orden!: «¡Que me coloquen en una litera llevada por dos caballos! ¡Que me conduzcan en medio de mis tropas! ¡Con la ayuda de Cristo, iremos a libertar la fortaleza del ataque de los infieles!». Y vieron llegar al rey, efectivamente, al campo de batalla, tendido en la litera y completamente ciego, pero joven y sublime, y, una vez más, Saladino abandonó el campo, huyó…

Ésta fue la última hazaña de Balduino IV ‘el Leproso’. El 16 de marzo de 1185, murió este monarca cristiano con la misma dignidad y entereza que había vivido. Le sepultaron cerca de la cima del Gólgota, no lejos del Santo Sepulcro.

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Los años y la enfermedad hicieron estragos en su condición física: apenas con 20 años, el Rey presentaba graves secuelas físicas, su cara estaba desfigurada, se encontraba prácticamente ciego y con las manos y piernas mutiladas. Ocultaba su terrible estado físico con una máscara de plata. Balduino murió en 1185, poco después de su madre Inés. Aunque había sufrido toda su vida los efectos de la lepra, pudo mantenerse en el trono mucho más de lo previsto. Le sucedió Balduino V, tal y como se había decidido, con Raimundo de Trípoli como regente.

Murió cuando tenía veinticuatro años y por todo lo que hizo en esos pocos años a pesar de su tormentosa enfermedad, su incapacidad y su ceguera final, llena de admiración y respeto a quienes conocen su historia. Por ello no sólo los francos se inclinaron ante su memoria, sino también sus enemigos, los árabes. El Imad de Isapahán escribió: «ese joven leproso hizo respetar su autoridad al modo de los grandes príncipes como David o Salomón». Su estoica y dolorosa figura, tal vez la más noble de las Cruzadas, símbolo de heroísmo en la frontera de la santidad, ha sido víctima de un injusto olvido histórico.

Referencias

Del libro de Steven Runciman, Historia de las Cruzadas: El Reino de Jerusalén

El Cruzado Negro de Manuel Gago por Manuel López

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