La ceremonia de circuncisión de Hassan – Amin Maalouf
El séptimo día después de mi nacimiento, mi padre mandó llamar a Hamza el barbero para circuncidarme e invitó a todos sus amigos a un banquete. En razón del estado en que se hallaban mi madre y Warda, fueron mis dos abuelas y sus sirvientas quienes se encargaron de preparar la comida. Mi madre no asistió a la fiesta pero me confesó que se había escabullido a escondidas de su habitación para ver a los invitados y escuchar la conversación. Era tal su emoción aquel día que se le había quedado grabado en la memoria hasta el menor detalle.
Reunidos en el patio, en tomo a la fuente de mármol blanco cincelado, cuya agua refrescaba el ambiente tanto por el rumor como por los miles de minúsculas gotas que esparcía, los invitados comían con tanto mayor apetito cuanto que ya estábamos en los primeros días de Ramadán y estaban rompiendo el ayuno al tiempo que celebraban mi ingreso en la comunidad de los Creyentes.
Según mi madre, que había de regalarse con las sobras al día siguiente, la comida era un auténtico festín de reyes. El plato principal era la maruziyya: carne de cordero preparada con algo de miel, cilantro, almidón, almendras, peras, así como con nueces tiernas cuya temporada acababa de empezar. Había también tafaya verde, carne de cabrito mezclada con un ramillete de cilantro fresco, y tafaya blanca preparada con cilantro seco.
¿Mencionaré los pollos, los pichones, las alondras, con su salsa de ajo y queso, la liebre asada en salsa de azafrán y vinagre, las otras decenas de platos que tan a menudo me ha desgranado mi madre, recuerdo de la última gran fiesta que tuviera lugar en su casa antes de que la cólera del Cielo cayera sobre ella y los suyos? Cuando la escuchaba, niño aún, esperaba, en cada ocasión, con impaciencia que llegara a las muyabandt, esas tortas calientes de queso fresco espolvoreadas de canela y empapadas de miel, a los pasteles de pasta de almendra o de dátiles, a las tortas rellenas de piñones y nueces perfumadas con agua de rosas.
En aquel banquete, los invitados no bebieron más que horchata, me juraba piadosamente mi madre. Bien se guardaba de añadir que, si no se sirvió ni una gota de vino, fue únicamente por respetar el mes santo. La circuncisión siempre ha dado pie, en la región de Al-Andalus, a fiestas en las que se olvidaba por completo el acto religioso que se estaba celebrando.
¿Acaso no se sigue citando en nuestros días la ceremonia más suntuosa de todas, la que antaño organizó el emir Ibn Dhul-Nun en Toledo con ocasión de la circuncisión de su nieto y que, desde entonces, todo el mundo trata de imitar sin conseguirlo? ¿Acaso no se habían servido en ella vinos y licores a raudales, en tanto que cientos de hermosas esclavas bailaban al ritmo de la orquesta de Dany el Judío?
En mi circuncisión, insistía mi madre, también había músicos y poetas. Hasta recordaba versos que le habían recitado a mi padre:
Por esta circuncisión es tu hijo mucho más radiante
Pues la luz del cirio crece cuando se corta la mecha.
Recitados y cantados en todos los tonos por el propio barbero, estos versos de un antiguo poeta de Zaragoza pusieron fin a la comida y principio a la ceremonia propiamente dicha. Mi padre subió al piso superior para tomarme en sus brazos mientras que los invitados se agolpaban en silencio en torno al barbero y a su ayudante, un muchacho imberbe.
Hamza le hizo una seña a éste, quien empezó a dar vueltas al patio con un farol en la mano, deteniéndose ante cada invitado. Había que darle algo al barbero y, según la costumbre, cada uno fue pegando las monedas que entregaba en el rostro del muchacho que anunciaba en voz alta el nombre del donante y le daba las gracias antes de dirigirse al vecino. Una vez recogidas las dádivas, el barbero pidió que le acercaran dos potentes faroles, desenvolvió la cuchilla recitando los versículos apropiados y se inclinó sobre mí. Mi madre decía que el grito que había dado yo entonces se había oído en todo el barrio, como un signo de precoz valentía, y luego, mientras seguía dando alaridos con toda la fuerza de mi minúsculo cuerpo, como si se hubieran presentado ante mi vista todas las desgracias por venir, la fiesta se reanudó al son del laúd, de la flauta, del rabel y del tamboril, hasta el suhur, la comida del alba.
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