Ramadán de Juan Goytisolo
El más conocido de los arkán ed-din o cinco pilares del Islam ha sido objeto desde hace siglos de especial curiosidad por parte de los viajeros y escritores occidentales.
El ayuno de los musulmanes, explica Alí Bey, «es el cuarto precepto divino.
Consiste en no comer, beber, fumar, ni aun oler los aromas o frutas, y observar perfecta continencia, desde el momento del faxer o alborada, antes de salir el sol, hasta que se pone, durante los veintinueve o treinta días del mes de Ramadán«.
Como no se recatan de señalar, los forasteros advierten que los musulmanes se someten a él sin pestañear, con una fe y voluntad que les llena de admiración y de envidia:
A pesar de la dureza de su trabajo, dirá uno de ellos, «bregan de la mañana a la noche sin absorber un trago de agua ni una bocanada de humo«; a diferencia del catolicismo y sus concesiones a quienes por dinero exime del ayuno, escribirá otro, «el islam iguala a ricos y pobres en el hambre» y «fortalece los sentimientos de identidad de los creyentes y de su pertenencia a una misma comunidad«.
La obligación de ayunar se extiende en efecto a todos los musulmanes mayores de edad, en pleno uso de razón y libres de impedimento y excusa; no abarca, por tanto, a los niños, dementes, enfermos, ancianos débiles, viajeros, mujeres embarazadas ni a las que se hallan en periodo menstrual ni de puerperio.
«Comed y bebed hasta que os parezca distinto el hilo blanco del negro en el alba. A continuación, ayunad completamente hasta la noche«, prescribe el Corán.
La creencia popular, mantenida todavía en Europa, de que la referencia al hilo no es simbólica sino real y la refutación de la misma se remontan a la vida del Profeta.
En un alhadiz famoso se cuenta que Sahl ben Saad preguntó a Mohammed cuál era el significado de la aleya.
«El hilo blanco respondió es la blancura del alba; el hilo negro, el negror de la noche.»
En otras palabras: el ayuno ha de comenzar al despuntar la ceja blanquecina del alba, antes de que aparezca la rojez de la aurora, y concluir al extinguirse la luz vesperal, luego que el sol trasmonta.
A pesar de ello, algunos beduinos y montañeses de zonas remotas y agrestes siguen la práctica ancestral de atarse dos hilos a un dedo, conforme a la letra del texto.
La fecha de Ramadán suele ser objeto asimismo de gran confusión por parte de los europeos.
Dice igualmente el Corán:
«El número de meses para Dios es de doce. Así está en Su Libro desde el día en que creó los cielos y la tierra«.
Según los islamólogos, la raíz del noveno mes del calendario musulmán alude al calor ardiente que brotaba del suelo y muestra en qué temporada caía Ramadán cuando los antiguos árabes se esforzaban en equiparar el año lunar con el solar mediante un mes intercalar, empleado también por los hebreos, para subsanar el desfase entre el cómputo de ambos y hacer coincidir las festividades religiosas con determinadas estaciones.
Por prescripción del Profeta, el calendario islámico excluyó el mes agregado y pasó a ser enteramente lunar, con seis meses de veintinueve días y seis de treinta.
Un alhadiz recogido por Al Bujari pone las siguientes palabras en boca de Mohammed:
«somos un pueblo poco instruido; ni escribimos ni contamos; el mes es así y así«; y el Profeta abría las manos y las cerraba tres veces para indicar treinta y repetía el mismo ademán guardando el pulgar doblado la última vez, para indicar veintinueve.
Dado que el año lunar se compone sólo de 354 días, la cronología musulmana cambia anualmente respecto a la cristiana: el Ramadán avanza once o doce días y da la vuelta al año solar cada treinta y uno o treinta y dos años.
Las prácticas esenciales de Ramadán incluyen:
La intención expresa de cumplir con el deber religioso antes del inicio del mismo; la ausencia de ingestión en las horas de luz solar; la abstención durante éstas de todo acto sexual. Cualquier sustancia sólida o líquida que, pudiendo evitarse, llegue a la garganta romperá el ayuno. La prohibición se extiende igualmente a la cópula en todas sus formas. Los versículos del Libro referentes al tema autorizan en cambio la comida y bebida nocturnas y la visita a las mujeres en las horas comprendidas entre la anochecida y el alba.
La tradición ha añadido a estas prácticas indispensables otras muchas avaladas por el consenso de los jurisconsultos:
Guardar la lengua y miembros corporales limpios de toda acción pecaminosa; observar escrupulosamente el azalá; leer o recitar el Corán; realizar en los diez últimos días del mes el itikaf o retiro espiritual.
El incumplimiento del cuarto precepto divino por causas de orden impersonal o personal y, entre las últimas, de índole involuntaria, obliga a una renovación de la intención y el cumplimiento posterior del ayuno omitido.
Cuando la ruptura es deliberada, impone además una alcafara o expiación establecida por un juez competente en materias religiosas, conforme a su arbitrio.
Como ocurre a menudo en la religión musulmana -cuyo reino, a diferencia del de Jesús, sí es de este mundo (dunia), pues abarca a la vez este último y el ájira o Más Allá–, la observación del Ramadán responde a un conjunto de valores simultáneamente espirituales y sociales.
Por un lado, es el mes de la sumisión y acercamiento a Dios; de la lucha contra los deseos y pasiones denominada por el Profeta el gran xihad; del cumplimiento de las plegarias rituales y paciencia frente a las adversidades y pruebas que pueda deparar la vida.
Por otro, es el mes de la caridad y atención a los sufrimientos de los menesterosos, del azaca o limosna legal con motivo de la fiesta del Aid el Fitr.
El ayuno no es un acto de contrición sino de autodominio, lo que explica la alternancia, de otro modo incomprensible, entre la abstinencia del día y el recreo o deleite de la noche:
El creyente cumple el reposo del guerrero que ha interrumpido el ejercicio de combatir consigo mismo, obediente en el esfuerzo como en el desahogo.
«Esta insistencia en el acatamiento y dominio de sí -escriben Jomier y Corbon confiere al ayuno musulmán de Ramadán un carácter distintivo y propio. No es un ayuno durante el cual el alma se aflige de sus pecados, como prescribe el Antiguo Testamento para Yom Kippur.»
El hincapié en aquellos dos principios permite al musulmán mantener la misma tesitura espiritual en los días y noches del Ramadán y marca la diferencia entre éste y la cuaresma desde el punto de vista de las vivencias religiosas.
La especificidad del ayuno musulmán justifica que su final «se festeje como un día de triunfo»: al recalcar la importancia del autodominio y fuerza del alma, «el Islam da al Ramadán el aspecto de un tiempo de lucha, de nobleza y victoria».
La índole social del ayuno robustece por otra parte los vínculos de solidaridad y conciencia identificatoria de los creyentes.
Los preparativos de Ramadán busca y condimentación de alimentos necesarios para el desayuno y azahor -o recena- y, sobre todo, sus cambios de ritmo trastornan por completo los horarios y costumbres tanto individuales como colectivos.
Todo el mundo -incluidos los no musulmanes residentes o viajeros en el ámbito de Dar al Islam- se ve afectado de un modo u otro por él: cierre de restaurantes y cafés, modificación de jornadas laborales, diferentes horas de reposo y esparcimiento.
Este ritmo igualitario, unificador, dislocado, aúna al burgués tangerino y al pescador javanés, al campesino egipcio y al empleado de oficina de Argel.
Mil millones de musulmanes se sostienen y ayudan unos a otros con el ejemplo en las horas diurnas y comparten el alivio y solaz de las noches al absorber el primer tazón de harira o alumbrar el cigarrillo anhelado.
Casi todos ellos han permanecido a la espera del disparo de cañón, zurrido de la sirena o boletín informativo de la radio que anuncian la puesta del sol y la licitud de lo vedado.
Las ciudades, muertas en apariencia, renacen al estímulo del olfato: los aprestos culinarios, especialmente perceptibles en los barrios populares, advierten a los últimos rezagados callejeros de la inminencia de la ingestión colectiva.
La ausencia de esta dimensión modélica, aglutinadora, otorga al ayuno de los musulmanes inmigrados en países no islámicos un suplemento de valor, un mérito casi heroico:
Los obreros magrebíes o paquistaníes obligados a sujetarse al ritmo agotador de las cadena montaje en medio de la indiferencia o incomprensión de sus colegas y jefes, deben realizar un esfuerzo difícil de soportar.
El rostro de algunos de ellos en los vagones del metro parisiense cuando, después una larga jornada de trabajo y privaciones, se dirigen a sus modestas habitaciones con la bolsa cargada de bebidas y alimentos refleja a simple vista su animoso cumplimiento del cuarto pilar del islam.
Por esa razón muchos inmigrados escogen el mes de vacaciones anual en el que se reúnen con los suyos precisamente en Ramadán.
Mientras bastantes personas y familias burguesas occidentalizadas viajan del Magreb y Oriente Próximo a Europa a fin de escapar a la presión social o legal que les impone el ayuno, sus compatriotas de clase humilde efectúan el periplo inverso con objeto de reconfortarse y vivir los rigores y dulzuras del mes sagrado en un ambiente más arropado y cálido, como en el caso de Irlanda y Polonia -países que sufrieron también, como el mundo árabe, la agresión física y espiritual de Estados de diferente etnia e ideología-, las creencias y prácticas identificatorias religiosas arraigan con fuerza particular en los sustratos profundos del pueblo.
El comienzo del mes sagrado debe fundirse en una visión directa del novilunio.
Aunque el Profeta emplea el término «mes» y no «creciente lunar» el sentido del versículo de la azora segunda no deja lugar a dudas.
Dos alhadices célebres, recogidos Al Bujari y Muslim, abundan en él.
«El Enviado de Dios -reza el de Muslim- ha dicho: «El mes tiene 29 noches. No rompáis el ayuno antes de haber visto el creciente. Si hay nubes, completad el número de días hasta el trigésimo».
Aunque el cálculo astronómico puede fijar el momento exacto del nuevo mes lunar, los jurisconsultos musulmanes no reconocen su valor sino a título indicativo: lo esencial sigue siendo la visión ocular.
Así, por ejemplo, la noche vigésimonona de Ramadán, el muftí de El Cairo destaca a sus mendub-s o delegados a distintos puntos estratégicos del país -a Haluán, al Alto Egipto, al desierto próximo a las Pirámides- a fin de que éstos le comuniquen su dictamen y pueda anunciar oficialmente el fin del ayuno.
Antiguamente, ello ocasionaba confusiones y fenómenos de sugestión colectiva evocados por los cronistas árabes.
Hoy día, los medios de información de masas permiten difundir rápidamente la noticia en el ámbito estatal de los diversos países, si bien la diferente situación de los mismos en el meridiano terrestre determina que las fechas de comienzo y final del ayuno no coincidan entre Estado y Estado.
El hecho no implica un problema en el interior de éstos, pero sí, por ejemplo, para los musulmanes establecidos en Europa, en donde, a falta de una autoridad religiosa unánimemente admitida, cada grupo nacional tiende a seguir las pautas de su país de origen.
Para apreciar el valor social del precepto de Ramadán, nada mejor que filmar una ciudad como El Cairo a lo largo del día y la noche, en sus horas somnolientas de inactividad forzada y de animación callejera y exuberancia:
Ritos culinarios del clan familiar, hospitalario y abierto a amigos y forasteros; ansiedad y silencio de los minutos que preceden al primer sorbo de zumo de fruta o agua azucarada; reapertura paulatina de los comercios después de la ingestión de los alimentos y salida masiva de sus moradores a las principales avenidas y plazas.
Durante Ramadán, sus esbeltos alminares permanecen iluminados de noche: los musulmanes piadosos acuden a las mezquitas a rezar las plegarias del mes sagrado después de la alixá u oración nocturna.
Esas preces, especialmente largas y entrecortadas de pausas, comprenden en el rito chafai, predominante en Egipto, veinte arracas, después de las cuales los almocríes recitan azoras del Corán.
Algunos fieles permanecen incluso una parte de la noche en el templo para meditar en él hasta la oración del alba y escuchar la salmodia del Libro revelado.
Las mezquitas de El Cairo no son simples lugares de oración y retiro espiritual: cumplen igualmente funciones de club social, escuela, sala de lectura, recreo o descanso.
A diferencia de las iglesias, frecuentadas únicamente para las misas y rezos, albergan día y noche a una abigarrada multitud de fieles absortos en toda clase de ocupaciones.
En El Azhar y Asr ibn El Asi -la aljama más antigua de África, situada junto a las ruinas de Fustat-, grupos de niños siguen curso de idiomas, matemáticas, geometría y gramática enseñados gratuitamente por jóvenes piadosos.
Los adultos oran o platican en cuclillas, recitan aleyas frente al mihrab, duermen a la sombra grata de las columna una atmósfera sosegada y amena, matizada por las risas de los chiquillos y la lectura melódica de los almocríes.
En el patio central, los empleados del templo disponen los calderos de comida, jarras de agua y rimeros de escudillas del iftar:
Es la maidat Rahmán o Mesa del Misericordioso en la que, concluida la oración del crepúsculo, las mezquitas distribuyen alimentos a los menesterosos.
La ceremonia, sencilla y digna, se repite en centenares de puntos de la capital compitiendo en solidaridad con las aljamas y oratorios, numerosos comerciantes y familias colocan sus propias mesas en las aceras o ponen vasijas y vasos a disposición de los sedientos.
El espectáculo de El Cairo al atardecer, a medida que se aproxima la hora del tftai; es inolvidable.
Las calles, habitualmente bulliciosas, se vacían poco a poco, como si una amenaza nuclear o epidemia misteriosas hubieran puesto a sus habitantes en fuga.
El tráfico endiablado amengua y los chóferes conducen deprisa, ansiosos de llegar a sus casas.
Los motores de algunos vehículos se inmovilizan en medio de las autovías, como vencidos también por el sopor y cansancio.
Durante un lapso se oye tan sólo el rezo del Corán, transmitido desde los altavoces a una ciudad aparentemente dormida.
Los escasos peatones se apresuran con sus compras mientras que los dueños dé cafés y figones de los barrios populares distribuyen platillos de dátiles y ensalada sobre las mesas de los clientes a quienes la ruptura del ayuno pilla de viaje o lejos de sus domicilios.
Son minutos de espera y ansiedad contenida, al acecho del altavoz de la aljama.
Sir Richard Burton, el traductor de Las mil y una noches, nos resume así sus impresiones hace más de un siglo:
«La gente empieza a asomarse a ventanas y balcones, para otear el instante de su liberación. Hay quienes rezan o pasan las cuentas de sus rosarios; otros matan el tiémpo reunidos o de visiteo. ¡Aleluya! El cañón de la Ciudadela retumba al fin y, simultáneamente, se difunde la dulce voz del almuédano con sus jaculatorias. Un segundo disparo resuena desde el Palacio Abbasí. Al itfiar, al iftar, clama el gentío, y una explosión de regocijo se extiende por la ciudad».
Hoy Hágga Fatma o la «peregrina Fatma» como se designa familiarmente al cañón- no dispara ya desde la ciudadela sino desde un campo deportes vecino al macabro de Qair Bey.
Pero los efectos son asimismo milagrosos e instantáneos: las voces de Allahu Akbar dan al punto la señal convenida, lo mismo en el ámbito de las familias que en los restaurantes y cafés.
A diferencia del Magreb, en donde los fieles suelen romper la abstinencia diurna con un desayuno ligero, los cairotas prefieren un menú más enjundioso y rico: entremeses de ordinario sabrosos platos variados, infinidad de pasteles y dulces de leche en los que se reconoce fácilmente la huella de la exquisita comida turca.
Mientras las familias aprovechan la ocasión para reunirse y charlar con sus vecinos amigos entre bocado y bocado, los clientes de los figones cairotas de los alrededores de la Gamaa Husein ofrecen un cuadro más ajetreado y vivo: parejas con su prole, soldados voraces, compadres que despachan velozmente las bebidas y manjares que les sirve los camareros en medio de una increíble confusión de voces, llamadas y risas.
Una vez concluido el festín los empleados retiran con igual celeridad las mesas invasoras del espacio público y devuelven éste a la masa de peatones esperando la hora de la recena y repetición vertiginosa del rito.
Al silencio y tensión de las últimas horas del día sucede una atmósfera de euforia y locuacidad.
Las calles amodorradas se reaniman; después de haber restaurado sus fuerzas, los comerciantes abren su tiendas; el tráfico pasajeramente fluido y fácil deviene denso y anárquico; las aceras son ocupadas por un ruidoso ejército peatonal sin grados ni jerarquías manifiestamente excitado y dichoso.
Los cafés de Jai el Jalili y los alrededores de la mezquita de Husein se llenan de ociosos, paseantes, familias, apacible fumadores de narguile.
El humor festivo de la expansión nocturna resarce de los rigores del día y abre un paréntesis de alegría hasta el disparo del cañón del alba.
Entre el desayuno y recena, numerosos cairotas se reúnen en domicilios privados o cafés a escuchar la música de Ramadán.
La tradición religiosa islámica aconseja el retiro espiritual en las nueve últimas noches del mes sagrado: los hombres devotos se abstienen entonces de todo contacto con sus esposas y se recogen a orar y meditar en las mezquitas.
Según consta en los manuscritos aljamiados, nuestros moriscos seguían dicha práctica y la denominaban novena.
En algunas aljamas de El Cairo, como las de Husein y Sayida Zineb, la afluencia nocturna de fieles crea un extraordinario bullicio hasta la oración del alba: al despertar el día, madrugadores apresurados y piadosos noctámbulos se desperdigan en dirección a sus domicilios y centros de trabajo por los cuatro puntos cardinales de la capital.
El carácter sagrado del mes se debe primordialmente al hecho de que, como anuncia el Libro, «en Ramadán se hizo descender el Corán para guía de los hombres».
Según la tradición, la revelación divina acaeció exactamente en la noche del 27, denominada por el Corán Lailat al Kadr o noche del destino, pues en ella Gabriel se apareció al Profeta mientras dormía y le ordenó: «¡Lee!«.
Dice la azora 97:
«Lo hemos revelado en la noche del Destino. Y ¿cómo sabrás que es la noche del Destino? La noche del Destino vale más que mil meses, los Angeles y el Espíritu descienden en ella, con permiso del Señor, para fijarlo todo. ¡Es una noche de paz hasta rayar el alba!».
Numerosos musulmanes consideran que los acontecimientos del año se deciden en el curso de ella y pernoctan en los terrados o patios de sus casas con esperanza de recibir su baraca.
Conforme a algunos alhadices, los demonios y diablillos permanecen encadenados durante Ramadán, especialmente la noche vigésimo séptima, reputada asimismo por mágica y favorable a toda suerte de conjuros y encantamientos.
Los principales viajeros del área islámica han trazado un catálogo de sus costumbres y ritos.
Una vieja leyenda cairota asegura que el agua salada deviene súbitamente dulce y, antaño, algunas familias piadosos sacaban vasijas a los terrados para cerciorarse del supuesto portento.
La oración del alba en la Gamaa Husein aventaja a las demás en emoción y grandeza.
Millares de fieles aguardan durante horas el comienzo de las preces en el interior del templo mientras una marea humana pugna por entrar en él como atraída por el vórtice de un remolino.
Menestrales humildes, campesinos de inmaculadas galabías, artesanos con el fervor pintado en sus rasgos repiten las aleyas de la Fátiha, muestran las palmas abiertas con ademán implorante, las restriegan con unción a sus mejillas, elevan conmovidos los brazos hacia la Divinidad protectora; obedientes a la voz del imam, se incorporan, inclinan, prosternan, ejecutan el xuhud con la frente en tierra, cumplen las arracas con sobrecogedora prontitud y energía.
Algunos rostros rudos aparecen surcados de lágrimas; labios bellos, rotundos, repiten con voz desgarradora la profesión de fe islámica.
En el centro del oleaje encrespado, emerge, sobre los hombros paternos, la frágil silueta de un niño como una barquichuela zarandeada por las aguas.
Las últimas noches de Ramadán, El Cairo desborda de nocherniegos: acomodados con sus teteras y narguiles en las improvisadas mesillas de las aceras laterales de la mezquita de Husein, escuchan la musíca de los cafés, las loas populares en honor del Profeta y del Imam Mártir; asisten a los espectáculos culturales del El Ghuri, protagonizados por orquestas y cantores de diferentes lugares de Egipto, en medio de un público insomne y arrebatado; se congregan bajo los toldos de tapices y alfombras multicolores a atender a una práctica religiosa o acompañar las jaculatorias y danzas extáticas de las principales cofradías sufíes, cuya cadena iniciática se remonta a veces hasta famosos santos del Sudán o Marruecos: repetición incesante del nombre de Allah o grito de Al Hai con la misma recogida exaltación que sus hermanos de Tánger o Samarcanda…
La oración especial para el Profeta al amanecer del día de ruptura del ayuno convoca a decenas de millares de fieles en la inmensa plaza de Mustafá Mahmud: ceremonia frecuentada por creyentes de todas las clases sociales, atrae especialmente a las élites religiosas urbanas, ajenas a la efervescencia mística de preces de Husein y Sayida Zíneb.
Los rezos disciplinados y adustos, revelan una vivencia religiosa más íntima, menos espontánea y expansiva que las de las masas populares egipcias, víctimas de la marginación y los atropellos e injusticias de la modernidad.
La fiesta de Aid el Fíter o de la Pascua menor es celebrada en El Cairo, como en el resto del mundo islámico, con vivas muestras de regocijo: niños y mayores, mujeres y hombres estrenan trajes, intercambian regalos, se visitan unos a otros para congratularse con besos, abrazos, saludos.
Los vástagos de familias modestas lucen también sus vestidos nuevos y acampan festivamente en parques y jardines.
Una atmósfera jovial, de identificación colectiva, congrega a las multitudes en los parterres de Orman y el Zoo.
El pueblo egipcio da rienda suelta a su dicha y ningún forastero puede sustraerse a ella: felicidad compartida, inmediatamente contagiosa, que se propaga a quienes la observan y aureola a sus protagonistas de una delicada belleza moral: conciencia de haber conquistado su derecho a la alegría en un ambiente embebido de paz y benignidad.
Autor: Juan Goytisolo, escritor y periodista. Premio Nacional de las Letras Españolas 2008. Publicado en su libro De la Ceca a la Meca. Aproximaciones al mundo islámico (1997). Fuente: Web Islam
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