Mad Max y el Estado Islámico
Yo no sé cuál pueda ser la interpretación correcta de los llamados libros sagrados. Hay muchas. La mayoría de ellas se autoproclaman como verdaderas y únicas. En mi vida no tienen cabida aquellas que quieran controlar mi cuerpo, mi razón o mis sentimientos de culpa: están muy preocupadas por vigilar lo que como en ciertos días, si me visto así o asá, o si ejerzo o no mi sexualidad. Esas me tienen sin cuidado. Hay otras que van más allá. Se quieren meter en las leyes de mi país, forzarme a aceptar sus bases morales. A esas las rechazo profundamente. Las combatiré desde la razón y con mis argumentos. Pero hay otras interpretaciones que me matarían por haber dicho lo que acabo de decir. Quisieran eliminar mi cultura, mi libertad, mi racionalidad. Las hay judías, cristianas o musulmanas. A esas, en especial, les huyo.
El autoproclamado movimiento Estado Islámico es una de esas interpretaciones a las que les tengo terror. Sus asesinatos se cuentan por miles; tiene presencia en Siria, Irak, Jordania, Palestina, Líbano, Chipre, Pakistán, Afganistán y norte del África. Donde meten sus narices dejan una estela de torturas, atentados masivos e indiscriminados, violaciones, feminicidios e infelicidad. Destruyen monumentos y ciudades históricas, arrasan con las culturas locales, prohíben el conocimiento y el suministro de medicamentos. Se financian con petróleo, tráfico de armas, trata de personas, secuestro, contrabando de patrimonio universal. Creen en el terrorismo y en los ataques suicidas como una arma válida para la Yihad (revolución). Combaten de tú a tú contra una Coalición Internacional liderada por los Estados Unidos y hay temor de que puedan hacerse con una bomba nuclear. ¿Quiénes son estos lunáticos? ¿De dónde salieron? ¿Qué ideas los nutren?
El Islam es una religión profunda y compleja y como tal tiene muchos pensadores e interpretaciones. No tengo autoridad para saber cuál de todas las visiones de esa religión sea la apropiada o la verdadera, pero sí sé que los miembros del Estado Islámico buscan, con un arma en la mano, que la de ellos sea la única. Para tal fin, planean fundar un califato sobre todos los territorios que ellos reclaman. No diferencian entre el culto religioso, la historia o la política. No conceden legitimidad a nada que no esté descrito literalmente en el Corán y por lo tanto ignoran cualquier otra forma de gobierno que no emane de su visión de Dios. Se burlan de los derechos humanos, la dignidad humana o la vida misma.
Se nutren, ideológicamente, de varios pensadores del Islam como Ibn Taymiya, un sirio radical que en el siglo XIV luchó con todas sus armas para instaurar una religión pura –según su criterio—, enemiga de un Islam que convivía con el placer, amante del arte, de la matemática, la poesía, la música, la arquitectura, la mística, la ley y la razón. Un Islam constructivo y feliz. Éste señor, en cambio, reclamaba la lapidación por adulterio, la flagelación para los bebedores de vino, la amputación para el ladrón, la crucifixión para los asaltantes de caminos. Ibn Taymiya creía que todos los medios del poder debían ponerse al servicio de la religión. La fe, según él, debía crear combatientes.
Más tarde, en el siglo XVIII, estas ideas fueron reavivadas por Muhammad Ibn ‘Abd al-Wahhab. Este señor fue más allá. Además de radicalizar las enseñanzas de su antecesor, estaba obsesionado con la destrucción de los mausoleos seculares o de santos –exceptuando el del Profeta Muhammad en Medina— y de cualquier vestigio de un Islam gozoso y científico. A ese Islam que sigue sus ideas hoy se le conoce como el wahabismo, una corriente sunita que creció con el apoyo de la tribu de Ibn Saúd, la misma que en 1903 fundó Arabia Saudita. Esas mentes cerradas crearon milicias celosas, policías de la moral, espías contra las malas costumbres, suicidas de la causa. Son la fuente de una ideología elemental, depredadora, irracional y acrítica. Hoy, en esas tierras históricas, las rastros arqueológicos son borrados con cemento: no debe quedar nada que recuerde que hay otras maneras de pensar.
Los petrodólares de los sauditas sostienen esta visión del Islam culpable de guerras civiles, de movimientos como al-Qaeda, de la división del mundo árabe, de una filosofía de castigos corporales, de interpretación literal del Corán, de la anulación de la mujer como ser íntegro, de la promoción de la teocracia como único modo legítimo de gobernar.
Pero la copa que llenó la tasa y que catapultó adefesios como el Estado Islámico fue el pensamiento del paquistaní Abu al-Ala al-Maududi. Murió en 1979 cuando Afganistán era invadido por la Unión Soviética. Su pensamiento era el del Islam militante, xenófobo, antisemita, anti chiita –una vertiente del Islam— y antioccidental; una religión que lucha contra la emancipación de la mujer, que propone el uso de todos los medios de la guerra y la política para restaurar ‘el credo puro’ contra la contaminación que lo estaba ‘debilitando’.
La conjunción de ese Islam wahabita y de las ideas de al-Maududi dio origen a ese movimiento integrista funesto cuyos fanáticos se reproducen en los rincones más apartados del planeta: el Estado Islámico. Un movimiento separado de al-Qaeda y cuyo líder actual es Abu Bakr al-Baghdadi, autoproclamado Califa que exige obediencia de los musulmanes de todo el mundo.
Acabo de ver Mad Max, una nueva versión de una película de mi adolescencia. De pequeño me perturbaba esa historia de seres grotescos, humanos condenados a la sobrevivencia luego de haber destruido el planeta, el arte, la razón, las leyes y la dignidad misma. Ya viejo la tal película me asusta más: hay unos personajes, los llamados ‘niños de la guerra’, que son la milicia de un tirano loco que exige lealtad incondicional. La gran esperanza de esos muchachos es morir como mártires llevándose consigo unos cuantos y entrar al ‘Valhala’, al paraíso.
Pero la realidad supera la ficción: en este momento, en un lugar del mundo, un Califa está ordenando la muerte de otros. Considera que hay que destruir todo para construir un nuevo mundo donde no haya ni ley ni derechos humanos. Sólo terror y venganza. Y lo hace en nombre de un Dios.
Por Mauricio Arroyave (Periodista, autor del blog El Ojo Nuclear)
Con información de La Semana
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