El Perfume en la vida de Jesús
c. Significado de los presentes
Se ha analizado la importancia del incienso y la mirra y sus usos y aplicaciones en la época del nacimiento de Jesús. Por otro lado, es dable inferir que el aprecio que en ese entonces se tenía del oro es similar al que produce en nuestros días dicho metal. A lo largo de la historia del cristianismo, diversos teólogos se han preguntado y han hallado variadas respuestas al por qué del regalo de los magos al Niño Jesús, algunas terrenas, otras espirituales o dogmáticas.
El motivo que espontáneamente surge en primer lugar es el económico y se refiere concretamente al valor pecuniario de las ofrendas. Si bien hoy en día el oro tiene un precio altísimo y comparativamente el incienso y la mirra han perdido su valor, en los tiempos de Jesús, oro e incienso tenían aproximadamente el mismo valor (unos 1200 dólares actualizados por kilo. Pero el kilo de mirra costaba casi siete veces más (Vaughan, 1998). La ofrenda de los magos representaba, pues, un altísimo valor económico.
Estos elevados valores del incienso y de la mirra explican por qué el comercio de ambos artículos era tan lucrativo. Los países productores intentaban por todos los medios mantener su monopolio y procuraban descorazonar cualquier intento de ubicación de las plantaciones. Hacían circular rumores falsos sobre su localización y echaban a rodar diversas leyendas, como la que aseguraba que los árboles estaban protegidos por feroces serpientes voladoras.
Algunos Padres de la Iglesia y teólogos sostienen que el oro, metal precioso propio de reyes, simboliza el tributo a la realeza de Jesús, a su calidad de rey. El incienso, de importante papel en los rituales religiosos y en las ofrendas a las divinidades —tanto en las religiones idolátricas como en el judaísmo, religión monoteísta— era un tributo a la divinidad del Niño, el reconocimiento de que Jesús era Dios. La mirra, usada en los embalsamamientos, en la unción de los cadáveres y en los ritos funerarios, era emblema de muerte y sufrimiento y, por lo tanto, prefiguraba la pasión y muerte de Cristo. Simbólicamente era un tributo a Jesús hombre, a su componente humano. En el siglo V, Pedro Crisólogo (Sermón 160) y el papa León Magno (I Homilía para la Solemnidad de la Epifanía) declaran que los magos presentaron, entonces, oro para el rey, incienso para el Dios y mirra para el hombre.
Jacobus de Voragine, en La Leyenda Dorada (1270), reflexiona que el oro simboliza el amor, el incienso la plegaria y la mirra la mortificación de la carne. Sostiene que los tres presentes significan tres atributos de Cristo, «su más preciosa divinidad, su más devota alma y su carne intacta e incorrupta». (Voragine, I, 1995:83)
Beda el Venerable (siglo VIII) y San Bernardo de Claraval (siglo XII) brindan una explicación más prosaica, aunque no por ello menos factible. Afirman que el oro tenía por fin aliviar a la Virgen María de la pobreza, que el incienso era para eliminar el mal olor del establo y que la mirra era para alejar a los gusanos, o sea, desparasitar al niño.
d. El aceite de nardo
Según la usanza judía, Jesús es circuncidado a los ocho días de nacido (Lucas 2:21). El Evangelio árabe de la infancia, de alrededor del siglo VII, completa la historia de este episodio: Se lo circuncidó en la caverna, y la anciana israelita tomo el trozo de piel (otros dicen que tomó el cordón umbilical), y lo puso en una redomita de aceite de nardo viejo.
El aceite de nardo era un perfume sumamente valorado. Se fabrica a partir de los rizomas de la planta homónima, originaria del Himalaya y produce un óleo intensamente aromático. Era extraordinariamente caro porque para obtener un litro de esencia era necesario prensar más de 100 kilos de nardo.
De acuerdo con el Evangelio árabe de la infancia, ese valioso aceite de nardo, cuidadosamente guardado, es el que derramará María de Betania sobre la cabeza y pies del Señor días antes de su muerte.
Los perfumes en la muerte de Jesús
Si bien los judíos no practicaban el embalsamamiento —como los egipcios— preparaban a sus muertos con perfumes, ungüentos y óleos aromáticos, envolviéndolos luego con lienzos blancos, antes de ser depositados en sus tumbas. Cuando Jesús muere, sus amigos se apresuran a bajar el cadáver de la cruz para tener tiempo de prepararlo y sepultarlo antes de que comenzara el sabat, ya que no les estaba permitido hacerlo en ese día dedicado a Dios. José de Arimatea y Nicodemo preparan el cuerpo con áloe y mirra. Pero el apresuramiento con que ungen el cadáver hace temer que éste necesite una preparación más minuciosa. Por ello, una vez finalizado el sabat, María Magdalena y las otras dos Marías se dirigen al sepulcro con «drogas perfumadas y ungüentos» (Marcos 16:1; Lucas 24:1) ya que en esa época era tarea de las mujeres la disposición del cuerpo de los muertos (Duby, 1996:31) y ellas probablemente consideraran que la unción de José y de Nicodemo no había sido suficiente.
A las tres Marías que concurren al sepulcro en la mañana del domingo se las conoce como las «mirróforas», o portadoras de mirra y son María Magdalena, María Salomé —que es la vieja partera a quien le había sido entregado en custodia la redoma con el aceite de nardo— y una tercera María, cuya filiación presenta dudas y contradicciones. El sepulcro está vacío: Cristo ha resucitado, pero el legado del mundo antiguo que relaciona religión y perfumes, encontrará en el cristianismo una nueva forma de contacto entre Dios y el fiel.
Los perfumes tras la muerte de Jesús
Tras la muerte de Jesús, los perfumes adquieren una connotación diferente e innovadora ya que pasarán a ser una manifestación de santidad de los hombres y no sólo una vía de agradar a Dios.
Los últimos días de la Virgen son narrados por un texto apócrifo, el Tránsito de la Bienaventurada Virgen María. El arcángel Gabriel se le aparece para anunciarle su inminente partida de la tierra y desde ese momento la rodea un exquisito perfume, signo de su santidad.
María no muere, sino que es transportada al cielo en cuerpo y alma. Su hijo Jesucristo viene a buscarla mientras la Virgen se encuentra rodeada de los apóstoles (incluyendo a los que habían fallecido) que, avisados por el Espíritu Santo, han llegado de las diversas partes del mundo para acompañarla y despedirse. Esta instancia se conoce como Asunción, Tránsito, Dormición o Koimesis.
El Tránsito se produce apaciblemente y cuando María llega al Paraíso, la recibe un aroma delicioso.
El Paraíso, tanto en los textos canónicos como en los apócrifos, está presentado siempre como la tierra de los aromas y de las piedras preciosas (Albert, 1990:72). Es probable que las referencias a los perfumes que actúan como manifestación de santidad signifique que quien lo emana pertenece, por su elevada condición espiritual, a la esfera en la que el pecado no tenía cabida. Esta relación entre las fragancias exquisitas y los santos se manifestó ya desde los primeros mártires. Las crónicas insisten en que a sus muertes se difunden aromas deliciosos, «imposibles de describir». Este perfume maravilloso, síntoma de bienaventuranza, es al que alude la frase «morir en olor de santidad».
Una somera recorrida por los relatos hagiográficos que jalonan la historia del cristianismo será más que elocuente para ilustrar la relación entre una vida beatificada y el perfume que exhala esa santidad.
El evangelista Marcos, uno de los primeros mártires del cristianismo, es enterrado en la ciudad de Alejandría. En el año 468, por mandato del propio Marcos, según se relata, sus restos son robados y trasladados a la ciudad de Venecia. Si bien es cierto que tras varios centenares de años, no es probable que un cadáver despida ya olores nauseabundos, sí es inusual que exhale una deliciosa fragancia: ( … ) Cuando el cuerpo fue levantado de su tumba, un olor se desparramó por toda la ciudad de Alejandría —un olor tan dulce que todas las personas se preguntaban de dónde provenía (Voragine, I, 1995:245)
En el siglo III un santo muy popular —san Vito— es castigado por su padre, que no compartía su fe cristiana. El joven, de apenas doce años, es encerrado en su habitación para forzarlo a abjurar de su convicción. Pese al encierro, (… ) una maravillosa fragancia salía de la habitación, impregnando la casa y las personas con su olor. El padre espió por la puerta y vio siete ángeles rodeando a su hijo (Voragine, I, 1995:322).
Dos mártires italianos, Gervasio y Protasio, sufrieron tormento y fueron decapitados bajo las órdenes de Nerón en el siglo I. Sus cuerpos fueron enterrados en Milán, pero con el transcurso de los años, la ubicación de sus sepulturas fue olvidada. En el siglo IV, ambos jóvenes se aparecen en sueños al entonces obispo de Milán, san Ambrosio, y le piden que rescate sus tumbas del olvido. Le indican dónde cavar y cuando finalmente descubren sus cuerpos, éstos no sólo se encuentran intactos sino que además despedían «el más dulce y noble aroma» (Voragine, I, 1995:326).
La hagiografía abunda en historias que insisten en la emanación de perfumes inexplicables que actúan como signo de beatitud. Curiosamente, con la excepción de la Virgen María, a quien el aroma delicioso acompañó en vida —si bien como preludio de su próxima partida— el olor a santidad surge generalmente en el instante de la muerte o como consecuencia de ella. Cuando a san Pablo le cortan la cabeza en Roma, su cuerpo emana un muy dulce olor. Y la leyenda que los monjes borgoñones forjan en el siglo XI para justificar la supuesta existencia de las reliquias de María Magdalena en la abadía de Vézelay refiere que, cuando la Magdalena muere delante del altar de una iglesia marsellesa, un olor poderoso y dulce persistió durante siete días en la iglesia. En 1231, el cuerpo de la hija del rey de Hungría, santa Elizabeth, permanece sin sepultar durante cuatro días y, a pesar de ello, despide un olor placentero «que refrescaba a todos» (Voragine, II, 1995, 312).
Con el cristianismo ha cambiado el concepto de que el perfume debía ser quemado y transformado en humo para que el fiel tuviera acceso al Dios. Con la llegada de Cristo, quienes viven su fe de una manera rigurosa e perseverante pueden manifestar su gracia a través del aroma exquisito que emanan.
Por Patricia Grau-Dieckmann
Con información de Catholic
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