Identidades asesinas, o cómo domesticar a la pantera
Si tal argumentación me preocupa no es sólo porque trate de ennoblecer el despreciable gesto del que siega vidas humanas, sino también porque pone de manifiesto cómo pueden «desviarse» los más nobles principios. Las matanzas étnicas se llevan a cabo siempre con los más hermosos pretextos —justicia, igualdad, independencia, derechos de los pueblos, —democracia, lucha contra los privilegios. Lo que ha ocurrido en varios países estos últimos años debería hacernos desconfiar cada vez que un concepto de vocación universal se utiliza en el marco de un conflicto relacionado con la identidad.
En la democracia, lo que es sagrado son los valores, no los mecanismos.
Entre las comunidades humanas que sufren discriminación, algunas son mayoritarias en su país, como sucedía en Sudáfrica hasta que se abolió el apartheid. Pero lo más frecuente es lo contrario: son los minoritarios los que sufren, los que se ven privados de sus derechos más elementales, los que viven constantemente el terror y la humillación. A quien vive en un país en el que da miedo confesar que uno se llama Pierre, o Mahmoud, o Baruch, y en el que esa situación existe desde hace cuatro generaciones, o cuarenta; a quien vive en un país en el que ni siquiera es necesaria esa «confesión» porque ya se lleva en el rostro el color de la pertenencia, porque se forma parte de lo que en algunas zonas se llama «las minorías visibles», no le hacen falta largas explicaciones para entender que los términos «mayoría» y «minoría» no siempre pertenecen al vocabulario de la democracia.Para que se pueda hablar de democracia es preciso que el debate ideo lógico pueda desarrollarse en un clima de relativa serenidad; y para que unas elecciones tengan sentido, es necesario que el voto fundamentado, el único que puede considerarse una expresión libre, haya sustituido al voto automático, al voto étnico, al voto fanático, al voto por la identidad. Cuando se sitúa en una lógica comunitarista, o racista, o totalitaria, el papel de los demócratas, en todas las partes del mundo, ya no consiste en hacer prevalecer las preferencias de la mayoría, sino en hacer respetar los derechos de los oprimidos, si es necesario contra la ley de los números.
En la democracia, lo que es sagrado son los valores, no los mecanismos.
Lo que ha de respetarse de manera absoluta y sin la menor concesión es la dignidad de los seres humanos, de todos los seres humanos, mujeres, hombres y niños, cualesquiera que sean sus creencias y el color de su piel, y también cualquiera que sea su importancia numérica; las diversas legislaciones electorales deben adaptarse a esa exigencia.
Si el sufragio universal puede ejercerse libremente sin que desemboque en demasiada injusticia, tanto mejor; si no, hay que tomar precauciones. En un momento u otro, todas las democracias tradicionales han recurrido a esas medidas de cautela. En el Reino Unido, donde el voto mayoritario es soberano, cuando se ha querido resolver el problema de la minoría católica en Irlanda del Norte se han ideado fórmulas electorales diferentes, que no tienen en cuenta sólo la implacable ley de los números. En Francia se ha establecido hace poco, para Córcega, donde está planteado un problema específico, una modalidad electoral regional que es distinta de la que se aplica en el resto del país.
En Estados Unidos, Rhode Island, con un millón de habitantes, tiene dos senadores, igual que los treinta millones de californianos —una transgresión de la ley de los números introducida por los padres fundadores para evitar que los estados más grandes aplastaran a los más débiles.
Me gustaría volver ahora, muy brevemente, sobre Sudáfrica. Porque allí se esgrimió hace poco un eslogan que puede prestarse a confusión, el de majority rule o gobierno de la mayoría.
En el contexto del apartheid era una simplificación comprensible, siempre que se precisara, como hizo entre otros Nelson Mandela, que el objetivo no era sustituir un gobierno blanco por un gobierno negro, ni sustituir una discriminación por otra, sino dar a todos los ciudadanos, con independencia de su origen, los mismos derechos políticos, la posibilidad de elegir libremente a los dirigentes que más les gustaran, fueran de ascendencia africana, europea, asiática o mixta.Y nada impide pensar que un día un negro sea elegido presidente de los Estados Unidos y un blanco presidente de Sudáfrica. No obstante, una posibilidad de ese tipo sólo parece imaginable al cabo de un eficaz proceso de armonización interna, de integración y de maduración, cuando finalmente cada candidato pueda ser juzgado, por sus conciudadanos, por sus cualidades humanas y sus opiniones, no por las pertenencias que ha heredado.
Es evidente que aún no es el caso.
En ningún sitio, realmente. Ni en Estados Unidos, ni en Sudáfrica, ni en ningún otro lugar. Las cosas van mucho mejor en unos países que en otros; pero por mucho que busco en el mapamundi no encuentro ni uno solo en el que la pertenencia de todos los candidatos a una religión o a una etnia les resulte indiferente a sus electores.
Hasta en las democracias más antiguas se mantienen ciertas rigideces.
Creo que hoy aún sería difícil que un «católico romano» llegara a primer ministro en Londres. En Francia no hay prejuicio alguno contra la minoría protestante, cuyos miembros, creyentes o no, pueden aspirar a las más altas funciones sin que el electorado tenga en cuenta nada que no sean sus méritos personales y sus opciones políticas; en cambio, de las alrededor de seiscientas circunscripciones metropolitanas, ninguna ha elegido a un musulmán para la Asamblea Nacional. Las elecciones no hacen sino reflejar la visión que una sociedad tiene de sí misma y de sus diversos componentes. Pueden ayudar a establecer el diagnóstico, pero nunca son por sí solas el remedio.
Quizá no debería haberme referido tan extensamente, en las páginas anteriores, a los casos de Líbano, Ruanda, Sudáfrica o la antigua Yugoslavia. Las tragedias que han ensangrentado estos países en los últimos años han ocupado tanto espacio en los medios de comunicación que todas las demás tensiones podrían parecer en comparación benignas, insignificantes incluso. Sin embargo —¿hace falta insistir?—, no existe hoy ni un solo país donde no sea necesario reflexionar sobre la forma de que puedan vivir juntas unas poblaciones distintas, sean locales o inmigradas. En todas partes hay tensiones, más o menos hábilmente contenidas, y que por lo general tienden a agravarse. Muchas veces, además, el problema se plantea a varios niveles al mismo tiempo; en Europa, por ejemplo, la mayoría de los Estados tiene a la vez problemas regionales o lingüísticos, problemas relacionados con la presencia de comunidades de inmigrados y también problemas «continentales», que son hoy menos graves pero que se irán manifestando a medida que avance la integración de los países de la Unión, pues también en ese caso habrá que organizar la «vida común» de veintitantas o treintaitantas naciones, cada una de ellas con su historia, su lengua y sus susceptibilidades propias.Hay que mantener, claro está, el sentido de la proporción. No todas las fiebres son anuncio de la peste. Pero no hay tampoco ninguna fiebre ante la que podamos encogernos de hombros. ¿Acaso no nos preocupamos por la propagación de la gripe, no vigilamos constantemente cómo evolucionan los virus? Es obvio que no todos los «pacientes» necesitan el mismo tratamiento.
En algunos casos deben establecerse «cautelas» institucionales, y a veces se precisa incluso, en los países que tienen «antecedentes graves», una supervisión activa de la comunidad internacional, a fin de impedir las matanzas y las discriminaciones y de preservar la diversidad cultural; en la mayoría de los demás basta con correctivos más sutiles, orientados sobre todo a sanear el clima social e intelectual. Pero en todas partes se deja sentir la necesidad de una reflexión serena y global sobre la mejor manera de domesticar a la bestia de la identidad.
Amin Maalouf
Identidades asesinas Cap. IV
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