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Myriam – La Virgen Madre

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En el planeta Tierra, existían cuatro agrupaciones de seres humanos, que veían en el cielo terso de sus místicas contemplaciones, el acercamiento del Gran Misionero: Los Esenios, congregados en número de setenta en las grandes grutas de las montañas de Moab, al oriente del Mar Muerto, otras porciones en la cordillera del Líbano, y los montes de Samaria y de Judea, mientras los que tenían familia y hogar, se hallaban diseminados en toda la Palestina, y éstos formaban como una segunda cadena espiritual dependiente de los que vivían solitarios y en celibato.

La segunda agrupación se hallaba en Arabia, en el Monte Horeb, donde un sabio, astrólogo de tez morena, había construido un templo-escuela a sus expensas, y con ochenta y cuatro compañeros de estudios y de meditación, buscaban de ponerse en la misma onda de vibración que las inteligencias invisibles, cortesanos del Divino Ungido, que entraba en el sueño preparatorio para, la unión, con la materia física.

Era Melchor el príncipe moreno, que habiendo tenido en su primera juventud un amor pasional profundo como un abismo, y fuerte como un huracán, le había llevado a la inconsciencia del delito; le había arrancado o un joven pastor, la tierna zagala que debía ser su compañera, con lo cual causó la desesperación y la muerte de ambos.

Melchor, buscando curar el dolor de su culpa, derramó la mitad de su cuantiosa fortuna a los pies de todas las zagalas de su tierra para cooperar a sus bodas y a la formación de sus hogares. Y con la otra mitad construyó un Templo Escuela, y llamó a los hombres desengañados por parecido dolor que el suyo, que quisieran buscar en la serenidad de lo Infinito, la esperanza, la paz y la sabiduría.

Estaba como incrustado en el monte Horeb, entre los cerros fragorosos de la Arabia Pétrea, a pocas millas de Dizahabad, por lo cual los de esta ciudad portuaria les llamaban los ermitaños Horeanos, que fueron respetados y considerados como augures, como astrólogos y terapeutas.

La tercera agrupación se encontraba en Persia, entre las montañas de la cadena de los Montes Sagros, a pocas millas al sur de Persépolis, la fastuosa ciudad de Darío.

El templo se hallaba a la vera de un riachuelo que naciendo en las alturas de los Montes Sagros, desembocaba en el Golfo Pérsico. Comúnmente les llamaron en la región «Ruditas» debido a Rudián, célebre médico que vivió entre los solitarios, cuyos cultos eran como resonancia suave del Zend-Avesta, y origen a la vez, de los dulces y místicos Chutas, que repartían su tiempo entre la meditación, la música y él trabajo manual.

Era Baltasar, el Consejero en esta Escuela de meditación y de sabiduría, y a ella había consagrado la mayor parte de su vida que ya llegaba al ocaso.

Y por fin la cuarta agrupación, radicada en los Montes Suleiman, vecinos al gran río Indo, cuya torrentosa corriente era casi el único sonido que rompía la calma de aquella soledad. Y allí Gaspar, Señor de Sri naghar y Príncipe de Bombay, había huido con un sepulcro de amor en su corazón, para buscar en el estudio del mundo sideral y de los poderes internos concedidos por Dios a los hombres, la fuerza necesaria para ser útil a la humanidad, acallando sus propios dolores en el estudio y la contemplación de los misterios divinos.

He aquí las cuatro porciones de humanidad a las cuales fuera revelado desde el mundo espiritual, el secreto del descenso del Cristo en un cuerpo físico, formado en el seno de una doncella del país en que corre como en el fondo de un abismo, el río Jordán.

Y en la lucidez serena de sus largas contemplaciones, vislumbraron un hogar como un nido de tórtolas entre rosales y arrayanes, donde tres seres, tres esenios, cantaban salmos al amanecer y a la caída de la tarde, para alabar a Dios al son de la cítara, y entrar en la onda vibratoria de todos los justos que esperaban la llegada del Ungido anunciado por los Profetas. Eran Joachin, Ana, y la tierna azucena, brotada en la edad madura de los esposos que habían pedido con lágrimas al Altísimo, una prolongación de sus vidas que cerrara sus ojos a la hora de morir.

Y era Myriam, un rayo de luna sobre la serenidad de un lago dormido.

Y era Myriam, un celaje de aurora sobre un jardín de lirios en flor.

Y era Myriam, una mística alondra, cuando al son de su cítara cantaba a media voz salmos de alabanza a Alláh.

Y las manos de Myriam corriendo sobre el telar, eran como blancas tortolitas sacudiéndose entre arenillas doradas por el sol.

Y eran los ojos de Myriam…  ojos de Siria, que espera al amor… del color de las avellanas maduras mojadas por el rocío… y miraban con la mansedumbre de las gacelas, y sus párpados se cerraban con la suavidad de pétalos al anochecer. ..

Y el sol al levantarse como un fanal de oro en el horizonte, diseñaba en sombra en su silueta gentil y su paso ligero y breve, sobre las praderas en flor, cuando iba con el cántaro al hombro a buscar agua de la fuente inmediata.

Y la fuente gozosa, le devolvía su propia imagen … imagen de virgen núbil, con su frente tocada de blanco al uso de las mujeres de su país.

¡Qué bella era Myriam, en su casta virginidad!…

Tal fue el vaso elegido por la Suprema Ley de esa hora solemne, para depositar la materia que usaría el Verbo Divino en su gloriosa jornada Mesiánica.

Y cuando Myriam contaba sólo quince años, Joachin y Ana con sólo diferencia de meses, durmieron en el seno de Dios, ese sueño que no se despierta en la materia, y la dulce virgen núbil de los ojos de gacela, fue llevada por sus parientes a proteger su orfandad entre las vírgenes , bajo los claustros y pórticos dorados del Templo de Jerusalén, donde los sacerdotes Simeón y Eleazar, esenios y parientes cercanos de su padre, la acogieron con tierna solicitud.

Y la dulce Myriam de las manos de tórtolas, corriendo sobre el telar, tejía el blanco lino para las túnicas de las vírgenes, y los mantos sacerdotales; y corrían sobre las cuerdas de la cítara, acompañando el canto sereno de los salmos con que glorificaban las grandezas de Alláh.

Veintinueve meses más tarde, José de Nazaret, joven viudo de la misma parentela era recibido en el Pórtico de las mujeres por la anciana viuda Ana de Jericó, prima de Joachin, y escuchaban las santas viudas del Templo, la petición de la mano de Myriam para una segunda nupcias, de José, cuya joven esposa dejara por la muerte su lugar vacío en el hogar, donde cinco niños pequeños llamaban madre … madre! sin encontrarla sobre la tierra.

Y Myriam, la virgen núbil de cabello bronceado y ojos de avellanas mojadas de roció, vestida de alba túnica de lino y coronada de rosas blancas, enlazaba su diestra con la de José de Nazaret, ante el sacerdote Simeón de Bethel, rodeada por los coros de viudas y de vírgenes que cantaban versículos del Cantar de los Cantares, sublime poema de amor entre almas hermanas que se encuentran en el Infinito.

Y a todos esos versículos, Myriam respondía con su voz de alondra: «Bajad Señor a bendecir las nupcias de la virgen de Jerusalén».

Terminado el solemne ritual, la dulce virgen recibió en su frente coronada de rosas, el beso de sus compañeras y de sus maestras, besó después el umbral de la Casa de Jehová que cobijó su orfandad, y siguió a José a su tranquila morada de Nazaret.

Los excelsos arcángeles de Dios, guardianes del dulce Jahsua que esperaba arrullado por una legión resplandeciente de Amadores, envolvieron a Myriam en los velos nupciales que tejen, en torno a las desposadas castas y puras, las Inteligencias Superiores denominadas Esposos Eternos o Creadores de las Formas, y mientras caminaba a lado de su esposo hacia Nazaret, iba levantándose este interrogatorio en lo más hondo de suyo íntimo: ¿Qué quieres de mí, Señor, que me mandas salir de tu Templo, para seguir a un siervo tuyo que me ofrece su amor, su techo y su pan?»

Y después de un breve silencio creía escuchar esta voz que no podía precisar si bajaba de lo alto, o era el rumor de las praderas, o la resonancia del viento entre las palmeras y los sicómoros;

«¡Myriam!… Porque has sido fiel en guardar tu castidad virginal en el hogar paterno y el Templo de Alláh; porgue tus manos no se movieron más que para tejer el lino y arrancar melodías de tu atara acompañando las alabanzas de Dios, veras surgir de ti misma la más excelsa Luz que puede bajar a la Tierra».

Y con sus pasitos breves y ligeros, seguía a su esposo camino a Nazaret, absorta en sus pensamientos tan hondos, que la obligaban a un obstinado silencio. .

¿Qué piensas Myriam que no me hablas? —le preguntaba José mirándola tiernamente.

Pienso que me veo en seguimiento tuyo, sin saber porque te voy siguiendo le respondía ella haciendo un esfuerzo para modular palabras.

Porque los velos nupciales de los radiantes arcángeles Creadores de las Formas se envolvían más y más en torno de su ser físico, que iba quedando como un óvalo de luz en el centro de una esplendorosa nube de color rosado con reflejos de oro.

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