Las curvas del cielo – Bárbara Jacobs
Resulta menos complicado, quizá no tan entretenido, saber con exactitud qué piensas que determinar cómo o por qué. En este sentido, hace un mes se me presentó una situación particularmente ilustrativa que provocó que efímeramente yo me transformara en otra y me creyera capaz de desenvolverme a mi entera voluntad durante diez días.
Tenía dos quehaceres precisos que atender en Europa, a los que estaba invitada y comprometida, uno antes y el otro después de ese periodo libre que era, justamente, el que ocasionó la distorsión de mi pensamiento que me hizo creer que yo tenía en mí los medios para hacer lo que yo quisiera.
En vista de que el par de actividades detonadoras tenía lugar en España, una en Mallorca y la otra en Madrid, mi primer proyecto consistió en soñar que usaría los diez días intermedios en hacer un viaje en tren, tan largo que ocupara la totalidad del vacío que se me representaba una vez cumplido el asunto mallorquí y antes de que empezara el madrileño. Como si fuera una adolescente, me vi viviendo en el tren, y como si fuera una adolescente hoy día más excéntrica que nunca antes, lo que me vi haciendo sobre las vías fue leyendo un libro tras otro, indiferente a todo lo demás, concentrada sólo en mi lectura. Y, excepto por la adolescencia, así podría haber sido si para su realización el plan no hubiera implicado la necesidad de tomar en cuenta el punto de partida, algún destino, los horarios de los viajes, los tipos de trenes o, simplemente, mi estado físico, que es cada vez menos adaptable al traqueteo, tanto literal como metafórico.
Así, tuve que dejar pasar el espejismo del largo viaje de lectura en tren, y en su lugar empecé a idear una visita de diez días a las ciudades de Líbano en las que nacieron mis cuatro abuelos. Me llené de ilusión. Incluso repasé mis cuadernos y libros con el árabe que cursé de adolescente, y guardé el secreto de mi propósito de ir a Hasrún y Trípoli. No quería que nadie lo definiera mayormente por mí, no quería que nadie bloqueara la desconocida sensación que me dominaba de que, al proyectarlo, yo ejercía, por primera vez en mi vida, mi propia voluntad. Sin embargo, esta nueva quimera se esfumó en cuanto tuve que considerar que en estos momentos el país de mis antepasados vuelve a ser zona de peligro, ahora por la guerra que se libra en Siria.
No puedo negar que si de adolescente no fui temeraria, en la actualidad lo soy todavía menos. Asimismo carezco de inclinaciones hacia el heroísmo, de modo que ni siquiera por mis ancestros estaría dispuesta a prestarme a ser víctima de ninguna bala perdida. Tampoco a escribir sobre el asunto si saliera ilesa de un riesgo al que me hubiera expuesto voluntariamente, sin necesidad. (De paso digo que estas revelaciones, o confirmaciones, pueden no enorgullecerme, pero ya no me avergüenzan.)
Lo cierto es que, una vez desdibujada también mi ensoñación en las montañas libanesas, reanimé la euforia que me posesionaba al recordar que entre mis recursos tenía pendiente revisar un periodo específico de un diario determinado que se encuentra en la Biblioteca Estatal de Berlín. Me reavivó suponer que los diez días a mi albedrío eran la ocasión ideal para hacer esa investigación. Se trataba únicamente, según presumí en la nueva fase de mi delirio, de llegar (¡por tren!) de Mallorca a Berlín y, a la mañana siguiente, dirigirme a la biblioteca y solicitar al bibliotecario el material que buscaba. Sentarme frente a una mesa y pasar las páginas diarias de al menos un par de años del periódico en cuestión hasta dar con lo que buscaba, fotocopiarlo y, satisfecha, trasladarme a Madrid, a tiempo de atender el segundo de los dos asuntos que me tenían y retenían en Europa. Y una vez más, así habría podido ser, de no haber tenido que considerar que yo no soy la que soñaba que era mientras iba tras determinados papeles a la Biblioteca Estatal de Berlín sin mayores herramientas.
Ante los diez días sin plan que me esperaban, en el aeropuerto al salir de Palma de Mallorca oí a un niño preguntar a su mamá, ocupada en organizar el viaje de toda la familia (esposo de enorme abdomen, hija pequeña, bultos, una anciana en silla de ruedas, un anciano que jadeaba de inquietud al ver cómo se le empapaba el pantalón en la entrepierna), si en el cielo había curvas. Ella le contestó que se dejara de tonterías o le iba a “dar en el culete”.
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