Estado Islámico – el enemigo perfecto
El último video donde Estado Islámico filma una decapitación masiva de soldados sirios y un rehén norteamericano, termina de modelar a un enemigo perfecto para Occidente: salvaje, inhumano, anclado en creencias y prácticas pre modernas. Un enemigo que produce daño humano, pero no político. Como lo indica su nombre, Estado Islámico refleja la destrucción de los estados nacionales árabes, iniciada con la Guerra del Golfo en 1991.
En un video que circuló en los últimos días por la web, Estado Islámico (EI) da un paso más y escenifica el asesinato en masa de 18 soldados sirios con planos varios, slow motion y sensibles miradas a cámara de las propias víctimas. Un desierto limpio, arenas prolijas, y una ordenada fila de combatientes que, de uno en uno, van pasando en busca de su cuchillo que, minutos después, atraviesan la garganta de los capturados. En el último plano, la sangre corre como un arroyo en los surcos de arena. Horror puro y duro en HD.
Es imposible saber cuánto de verdad hay o no en estas escenas. Supongamos, para salir de la especulación conspirativa, que es real. Tan real y evidente como que todas las escenas de decapitaciones remiten a la cultura de la violencia cinematográfica hollywoodense: los trajes naranjas para los “detenidos”, el uso de la cámara lenta para dar mayor dramatismo, la pureza y orden de un set que no tiene nada de “escenario natural en exteriores”.
Ahora bien, no se trata de pensar que todo es un montaje guionado por Norteamérica. Más bien lo contrario: puede ser el indicio visual y simbólico de que el enemigo árabe que Estados Unidos viene construyendo desde el fin de la Guerra Fría por fin adoptó la estética barbárica y terrorista que su contrincante espera que tenga.
No siempre se trata de construir el mundo a imagen y semejanza: a veces quien detenta el poder elige (o debe contentarse) con dibujar los trazos de su enemigo. Es otra forma de definir el rumbo de las cosas. Un oponente caricaturizado puede servir como atajo para reforzar los valores y objetivos propios. En este caso la democracia, los derechos humanos y la libertad frente al fanatismo asesino e inhumano. “El mal absoluto”, como lo llamó Obama este lunes.
El problema de este razonamiento es que no tiene historia, no está ubicado en ninguna progresión de sucesos que lo vuelva comprensible o mínimamente explicable. Por el contrario, es puro impacto, “choque de civilizaciones”, abismo religioso o moral. Sin embargo, resulta evidente que el crecimiento de EI es parte de un ciclo histórico de desestructuración estatal árabe bastante notorio. Como lo indica su nombre, Estado Islámico es una metáfora mórbida de un proceso que lo precede: la destrucción de los estados nacionales árabes, que se inició con la Guerra del Golfo de George Bush.
Hace pocos días el mundo recordaba los 25 años de la caída del Muro de Berlín, antesala de la implosión de la Unión Soviética, que sucedería apenas dos años después. Entre uno y otro episodio, Estados Unidos ya había reordenado sus prioridades estratégicas: en enero de 1991 comenzó a bombardear sedes gubernamentales en Irak.
Improbable en tiempos de Guerra Fría, esta intervención norteamericana (con el escudo de las Naciones Unidas y el comienzos de las famosas “coaliciones” de países aliados) inauguró una década de desplazamiento del enemigo, que pasó de ser el comunismo a los estados árabes de corte nacionalista.
El Estado Islámico aparece, así, como una consecuencia directa de la guerra abierta o encubierta que desde hace un cuarto de siglo Estados Unidos decidió emprender contra los estados nacionales árabes.
El corolario de ese proceso ocurrió exactamente diez años después, cuando el atentado a las Torres Gemelas mostró -entre otras cosas- que en el “mundo árabe” antes liderado por estados nacionales laicos habían cobrado relevancia los grupos fundamentalistas, diseminados en células y proclives a tácticas terroristas. El enemigo comenzaba a asumir las formas bestiales que se esperaba de él.
A partir de los atentados en Nueva York de 2001, la respuesta norteamericana acentuó la estrategia desplegada en la Guerra del Golfo: la invasión a Irak y Afganistán tuvo como consecuencia perdurable la destrucción de estos estados, antes que la eliminación de un determinado líder o grupo político. De hecho, más de una década después, ninguno de los dos países logró estabilizarse, a pesar de haber contado con ingentes recursos y el control militar por parte de los Estados Unidos.
Una década después, a fines de 2010, casi todos los países de la región vivirían el terremoto de la “primavera árabe” que, visto retrospectivamente, no terminó en un empoderamiento de la sociedad civil, ni siquiera allí donde existe con cierta fortaleza (como en Egipto), si no más bien en el recrudecimiento y el avance de los grupos islámicos extremistas. Esa involución se dio aún en sociedades con una tradición laica importante, como Siria.
De esta manera, el resultado más repetido de las “primaveras” fue la creciente debilidad de las organizaciones estatales. El caso paradigmático es el de Libia, donde después del bombardeo de la OTAN y el asesinato de Muammar Khadafy en el 2011, el país quedó sumido en un caos total: al día de hoy, tiene dos poderes ejecutivos y dos parlamentos. Desde hace algunas semanas una ciudad al este de Libia, Derna, cayó en control del Estado Islámico, que ya había extendido su presencia en parte de Siria e Irak.
Es sencillo y consolador pensar que todo este caos es producto de algún tipo de auto desintegración de los libios, imbuidos de alguna lógica primitiva o espíritu “tribal”. Antes de sacar conclusiones, más vale leer lo que dice Bernardino León, diplomático español, ligado al PSOE y que en la actualidad oficia como jefe de la ONU en Libia. En la edición de El País del 10 de noviembre pasado muestra un notable interés por aspectos que poco tienen que ver con la estabilidad del país africano: “Desde hace tiempo ya, insistimos ante las partes en conflicto que había tres ámbitos que deberían ser neutrales: el Banco Central, el petróleo y la Autoridad Libia de Inversiones. Y les advertimos que les pondríamos sanciones si cruzaban esas líneas rojas que son sagradas y no se pueden tocar.” En una remake del mandato del hombre blanco europeo del siglo XIX, León, el progresista, remata: “debemos aprender de los errores de estos tres años. La comunidad internacional pecó de dejar a Libia y a los libios solos. No estaban preparados y eso no funcionó.”
A esto habría que agregar la guerra civil en Siria, desatada hace tres años y todavía en curso. El plan de desestabilización interna de Estados Unidos sobre Siria se hizo público hace algunos meses, desde las páginas de la autobiografía de Hillary Clinton, ahora crítica de la política exterior de Obama, después de haber sido su Secretaria de Estado: “los riesgos de la acción y de la inacción eran ambos elevados, (pero) la inclinación del presidente fue mantener el curso de las cosas y no dar el significativo paso adelante de armar a los rebeldes”. Si Siria cuenta todavía con un gobierno y un estado en pie es porque a mediados de 2013 Rusia, en un hecho inédito después del fin de la URSS, obligó a Estados Unidos a dar un paso atrás en los bombardeos que ya había anunciado sobre Damasco.
Por fuera de cualquier teoría conspirativa, estos datos muestran una acción de debilitamiento sistémico de las organizaciones estatales árabes en los últimos 25 años. El Estado Islámico aparece, así, como una consecuencia directa de la guerra abierta o encubierta que desde hace un cuarto de siglo Estados Unidos decidió emprender contra los estados nacionales árabes.
Por Federico Vázquez
Con información de Telam
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