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Las víboras de los sepulcros

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La mañana siguiente, cuando volvió, ganados y mercaderes se habían quedado afuera, en las cercanías de las puertas; pero los patios estaban llenos de gente rumorosa.

La sentencia pronunciada y llevada a cabo por Jesús contra los honrados ladrones había levantado gran rumor en la ciudad. Aquellos latigazos habían hecho el efecto de otras tantas pedradas en la madriguera de Jerusalén. Los zurriagazos del látigo justiciero habían despertado de pronto a los pobres con estremecimientos de alegría y a los señores con aprensiones de miedo.

Y a la mañana temprano todos habían subido allá arriba, de las callejuelas umbrosas y de los barrios nobles, del taller y de la plaza, dejando todo quehacer, con la inquieta ansiedad de quien espera milagros o venganzas. Habían ido los braceros, los laneros, los tintoreros, los zapateros, los carpinteros, todos cuantos detestaban a los mercaderes, a los usureros, a los esquilmadores de la mísera pobreza, a los logreros que conseguían enriquecerse incluso a expensas de la indigencia. Habían ido de los primeros los lamentables desechos de la ciudad, los andrajosos, los desastrados, los piojosos, presa de la eterna mendicidad, con las costras de la lepra, las llagas al descubierto, los huesos a flor de piel, certificando su hambre. Habían ido los peregrinos extraviados, los de Galilea que acompañaban a Jesús en su descenso triunfal y con ellos los hebreos de las colonias de Siria y de Egipto, con sus mejores vestiduras, como parientes lejanos que reaparecen de cuando en cuando en la casa paterna para las fiestas de familia.


Pero subían también, en grupos de cuatro o cinco, los Escribas y los Fariseos. Coligados y hermanados, eran dignos de estar juntos. Los Escribas eran los Doctores de la Ley; los Fariseos, los puritanos de la Ley. Casi todos los Escribas eran Fariseos; muchos Fariseos eran Escribas. Imaginad un profesor que añada a la pedantería doctoral la gazmoñería de los hipócritas, o un santurrón doblado de pedagogo casuista, y tendréis la imagen moderna de un Escriba fariseo o de un Fariseo escriba. Un tartufo laureado, un académico hipócrita, un cuáquero filosofante, pueden dar, poco más o menos, una idea parecida.

Subían, pues, aquella mañana al Templo con mucha altanería por fuera y pésimas intenciones por dentro. Iban, orgullosamente, envueltos en sus largos mantos, con las franjas al viento, henchido el pecho, turbios los ojos, enarcadas las cejas, la boca desdeñosa, la nariz inquieta y temblorosa, a un paso que denotaba la majestad y la indignación de quienes se tenían por jerifes de Dios.

Jesús, en medio de millares de pupilas que le estaban mirando, les esperaba. No era la primera vez que se le acercaban, en derredor. ¡Cuántas escaramuzas, aquí y allá, por los pueblos, entre él y los Fariseos provincianos! Eran Fariseos los que querían la señal del cielo como prueba sobrenatural del mesianismo — porque los Fariseos, al contrario de los escépticos Saduceos, ahogados en el epicureísmo, creían en el próximo advenimiento del Salvador. Pero lo imaginaban únicamente como a un judío de estrecha observancia, al par de ellos, y hasta llegaban a pensar que para ser dignos de recibirlo les bastaba conservarse limpios por fuera y guardarse de la transgresión de la regla más insignificante del Levítico. El Mesías, el hijo de David — creían ellos — no se dignaría salvar al que tuviese el menor contacto, aun lejano, con los extranjeros y los paganos; a quien no observara el más pequeño mandamiento de la purificación legal; a quien no estuviese al corriente en el pago de todos los diezmos; a quien no respetase a toda costa el descanso del sábado. Jesús no podía ser, a sus ojos, en modo alguno, el divino Esperado. Señales aparatosas y mágicas no se habían visto: se había contentado con sanar a los enfermos, con predicar, con enseñar y practicar la caridad. Le habían visto comer con los publicanos y con los pecadores y, además, se habían dado cuenta, con sobresalto, de que sus discípulos no siempre se lavaban las manos antes de sentarse a la mesa. Pero lo peor, el máximo horror, el escándalo insoportable para ellos era la inobservancia del sábado: ¡Jesús no vacilaba en curar aunque fuese día sábado, ni consideraba delito hacer el bien ese día a sus hermanos infelices; antes bien, se preciaba de ello francamente, proclamando que el sábado había sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado!

Una sola duda había en el ánimo de los Fariseos acerca de Jesús: ¿era un mentecato o un impostor? Para ponerlo a prueba habían intentado varias veces hacerle caer en trampas teológicas o en lazos dialécticos; pero sin resultado. Mientras erraba por los pueblos, llevando detrás unas docenas de aldeanos, le habían dejado, seguros de que un día u otro hasta el último pedigüeño, desengañado, le dejaría solo. Pero ahora la cosa se ponía grave. He aquí — se decían — que, acompañado de una partida de campesinos, se ha permitido entrar en el Templo con aires de señorío, induciendo a esos desgraciados ignorantes a aclamarlo como Mesías, y, usurpando funciones de los sacerdotes, y como dándoselas de rey, ha desalojado de mala manera a los mercaderes. Hasta ahora hemos sido harto condescendientes y misericordiosos; desde ahora nuestra bondad sería contraproducente e intempestiva. El escándalo insoportable —agregaban los humanísimos profesores — la reiterada profanación, el público reto piden castigo y venganza; el falso Cristo debe ser quitado de en medio, y pronto. Y Escribas y Fariseos subían al Templo para convencerse de si el flagelador de los mercaderes se atrevería a comparecer en el lugar sagrado.

Jesús, en medio del mareante aflujo de los peregrinos, los esperaba a ellos precisamente. Precisamente a ellos quería decirles, delante de todos, a la luz del sol, lo que de ellos pensaba. Lo que Dios pensaba de ellos. La verdad definitiva sobre ellos. El día anterior había condenado con el látigo a los revendedores de ganado y a los defraudadores de la moneda. Hoy le tocaba a los mercaderes de la palabra, a los usureros de la ley, a los estafadores de la verdad. La sentencia de aquel día no los ha exterminado; a cada generación resurgen con nuevos hombres; pero en sus rostros está escrito para siempre, imborrable, dondequiera que hayan nacido y manden:

«¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas?» Los pecados de éstos pueden reducirse a uno; pero es el más venenoso de todos, el que menos se puede perdonar. El pecado contra el Espíritu. La ofensa a la verdad, la traición a la verdad y al espíritu; la devastación de las más puras riquezas que tiene el mundo. Los ladrones roban los bienes deleznables, los asesinos matan el cuerpo perecedero. Pero estos hipócritas ensucian las palabras de lo absoluto, roban las promesas de eternidad, asesinan las almas. En ellos todo es ficción: el hábito y el discurso, la enseñanza y la práctica. Sus hechos niegan sus palabras, su interior no responde a lo externo, su secreta suciedad desmiente todas sus exigencias. Hipócritas, porque echan sobre los hombros de las gentes cargas pesadas, que ellos no quieren tocar ni con el dedo. Hipócritas, porque se cubren con mantos de amplías franjas y anchas filacterias para que se los reverencie en las plazas y se los llame maestros, siendo así que han escondido la llave del conocimiento y pretenden cerrar las puertas del reino de los cielos y ni ellos entran ni quieren dejar entrar a los demás. Hipócritas, porque hacen largas oraciones a la vista de todos y luego devoran las casas de las viudas y se aprovechan de los débiles y los abandonados. Hipócritas, porque lavan la parte de fuera del plato y del vaso y por dentro están llenos de rapiña e intemperancia. Hipócritas, porque cuidan de la minuciosidad de los ritos y purificaciones exteriores y no se cuidan de lo demás: cuelan el mosquito y se tragan el camello. Hipócritas, porque observan las mínimas prescripciones, pagan el diezmo de la menta, de la ruda, del eneldo y del comino, pero no tienen en sí mismos justicia, misericordia ni fidelidad. Hipócritas, porque levantan monumentos a los profetas y adornan los sepulcros de los antiguos justos, pero persiguen a los justos que viven en su tiempo y se disponen a matar a los profetas. «Serpientes, raza de víboras, ¿cómo escaparéis a la condenación y al fuego? He aquí que os mando profetas, sabios y doctores; de ellos, a unos mataréis y crucificaréis; a otros los flagelaréis en vuestras sinagogas, persiguiéndolos de ciudad en ciudad, para que caiga sobre vosotros toda la sangre justa vertida en la tierra, desde la sangre del justo Abel a la sangre de Zacarías, a quien matasteis entre el templo y el altar.»


Han aceptado la herencia de Caín. Son los descendientes, los nietos de Caín. Los degolladores de sus hermanos, los verdugos de los Santos, los crucificadores de los Profetas. Y, como a Caín, Dios ha impreso en sus rostros una señal misteriosa. El fratricida fugitivo se libró por esa señal, a través de los primeros seres vivos, y así se librarán también los Fariseos homicidas, porque Dios quiere servirse de ellos para las altas obras de aquella justicia suya que parece a los pequeños ojos de los pequeños estolidez y locura. Un decreto eterno conmina con la muerte, y la más atroz, a muchos de los imitadores de Dios. Pero jamás un hombre sencillo asesinará a un Santo y ni siquiera a un pecador, crisálida maravillosa de posible santidad. Y el Santo ya no lo sería sí truncase la vida de otro Santo, del hermano que le ha dado su Padre. Pero ahí está, para todos los siglos y para todos los pueblos, la raza perdurable de los Fariseos. De los que nunca fueron sencillos como el niño, ni conocen el camino de la salvación; de los que no son pecadores a los ojos de la carne, pero sí de la cabeza a los pies, encarnación del pecado más feo; de los que quisieran parecer santos y odian a los santos verdaderos. Ellos serán quienes, adecuados elementos de una espantosa matanza, ejerzan el oficio de verdugos de los profetas. Fieles a este oficio, invulnerables como los indígenas del infierno, señalados como Caín, vivaces como la hipocresía y la crueldad, han sobrevivido a todos los imperios y a todas las disgregaciones. Con rostros diversos, con procedimientos y pretextos diversos, han llenado el mundo, prolíficos y tenaces, hasta el día de hoy. Y cuando no han podido matar con los clavos y con el fuego, con el hacha y la cuchilla, han empleado, con eficaz resultado, la lengua y la pluma.

Jesús, mientras les habla en la clara luz del patio, rodeado de testigos, sabe que habla a sus jueces y a los que serán, por mediación de terceras personas, los verdaderos autores de su muerte. Su silencio ante Caifás y Pilatos está ya justificado desde ese día. Los ha condenado y le condenarán; los ha juzgado antes y no tendrá nada que añadir cuando quieran juzgarlo.

Al hablar de ellos, le acuden a los labios imágenes de muerte. Víboras y sepulcros. Las negras sierpes traidoras que apenas te acercas vacían en tu sangre todo el veneno que en sus dientes tenían escondido. Los blancos sepulcros, bellos por de fuera, pero por dentro llenos de podredumbre pestilente.

Los fariseos, los que estaban ante Jesús y todos cuantos de ellos descienden por fecunda filiación, se ocultan de grado en la sombra de los muertos para preparar sus maleficios. Gélidos como la piel de las sierpes y la piedra de las tumbas, ni el fuego del sol, ni el fuego del amor, les calentarán nunca. Saben todas las palabras, menos la palabra de la vida.

«¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas, porque sois como sepulcros que no se ven y de los que nada sabe quien sobre ellos anda?» El único que lo sabía era Jesús, y por eso no permanecerá más de tres días en el sepulcro que le están preparando.

 Referencia

Historia de Cristo de Giovanni Papini

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