La fiesta del Mihraydn
Nunca más, desde aquel año, me he atrevido a pronunciar en presencia de mi padre la palabra Mihraydn, hasta el punto se trataba de algo que lo sumía en los más dolorosos recuerdos. Y nunca más celebró mi familia esa fiesta.
Todo ocurrió el noveno día del mes de Ramadán, o mejor debería decir por San Juan, el vigésimo cuarto día de junio, ya que la fiesta del Mihraydn no se celebraba según el año musulmán sino a partir del calendario cristiano. Ese día corresponde al solsticio de verano, que marca el ciclo del sol, y no ocupa, pues, un lugar en nuestro año lunar. En Granada, como por otra parte en Fez, siempre se han seguido ambos calendarios a la vez. Si se cultiva la tierra, si se necesita saber en qué momento hay que injertar los manzanos, cortar la caña de azúcar o reunir brazos para la vendimia, sólo los meses solares permiten orientarse; al acercarse el Mihraydn, por ejemplo, se sabía que era la época de coger las rosas tardías con que algunas mujeres se adornaban, entonces, el pecho. En cambio, cuando se sale de viaje no interesa averiguar el ciclo del sol, sino el de la luna: si es llena o nueva, si está en cuarto creciente o menguante, pues así es como pueden fijarse las etapas de una caravana.
Dicho lo cual, faltaría a la verdad si omitiera añadir que el calendario cristiano no servía sólo para cuidar las plantas sino que proporcionaba, igualmente, múltiples ocasiones de celebrar fiestas, cosa de la que mis compatriotas nunca se privaban. No nos conformábamos con celebrar el nacimiento del Profeta, el Muled con grandes justas poéticas en las plazas públicas y reparto de víveres a los necesitados; conmemorábamos, igualmente, la Natividad del Mesías, preparando platos especiales a base de trigo, de habas, de garbanzos y de hortalizas. Y si el día del año nuevo musulmán, el Ras—es—Sana, se caracterizaba esencialmente por las felicitaciones oficiales en la Alhambra, el primer día del año cristiano traía consigo festividades que los niños esperaban con impaciencia: lucían entonces caretas e iban a llamar a las puertas de los ricos cantando rondas, lo que les valía unos cuantos puñados de frutos secos, menos como muestra de agradecimiento, por lo demás, que para alejar el jaleo que armaban; además, se recibía con pompa el comienzo del año persa, el Nairuz: la víspera se celebraban innumerables bodas, pues la ocasión era propicia, decían, para la fecundidad, y ese día se vendían en las esquinas de todas las calles juguetes de barro cocido o de loza vidriada, que representaban caballos o jirafas, a pesar de la prohibición religiosa. Estaban también, naturalmente, las principales fiestas musulmanas: el Adha, el mayor Aid, en el que muchos granadinos se arruinaban para conseguir un cordero de sacrificio o comprarse ropa nueva; la Ruptura del Ayuno, cuando los más pobres no sabían organizar comilonas de menos de diez platos diferentes; el Ashura, día consagrado al recuerdo de los muertos pero en el que no se omitía el intercambio de suntuosos regalos. A todas estas fiestas, se añadían la Pascua, el Asir, a principios de otoño y, sobre todo, el famoso Mihraydn.
Con motivo de este último acontecimiento, se solían encender grandes hogueras con paja: se decía, en broma, que como esa noche era la más corta del año no valía la pena dormirla. Era inútil, por lo demás, buscar el menor reposo, pues había pandas de jóvenes que vagabundeaban hasta la mañana por la ciudad, cantando a voz en cuello; tenían, por añadidura, la detestable costumbre de rociar de agua todas las calles, lo que las dejaba resbaladizas durante días… (AM)
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