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Los Primeros Proverbios y Adagios

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Se ha creído durante mucho tiempo que el libro bíblico de los Proverbios era la colección de máximas más antigua escrita por los hombres. Pero cuando empezó a revelarse en todo su esplendor la civilización egipcia, hace unos ciento cincuenta años, se descubrieron colecciones de proverbios compuestos con mucha anterioridad a los hebreos. Sin embargo, tampoco estos proverbios eran los más antiguos, ya que las colecciones sumerias de la misma índole les ganaban con bastantes siglos a la mayor parte de los textos egipcios, al menos a los que se han conservado hasta la fecha.




Veinte años atrás no se conocía ningún proverbio auténticamente sumerio. Se habían publicado algunos refranes bilingües, es decir, redactados en lengua sumeria y traducidos al accadio, los cuales procedían de tablillas que databan del primer milenio a. de J. C. Sin embargo, Edward Chiera había editado, en 1934, varios fragmentos descubiertos en Nippur, que se remontaban al siglo XVIII antes de nuestra era. Estos documentos, netamente más antiguos, permitían suponer que los escribas de Sumer debían de haber compuesto otros textos semejantes.

A partir de 1937 dediqué una parte de mi tiempo a investigaciones sobre este género literario y conseguí identificar buen número de documentos, tanto en el Museo de Antigüedades Orientales de Estambul como en el Museo de la Universidad de Filadelfia. Finalmente, pude catalogar varios centenares de estos documentos, pero pronto me di cuenta de que mis demás investigaciones sobre, la literatura sumeria no me permitirían estudiar en detalle esa enorme colección. Confié, pues, a Edmund Gordon, mi asistente en el Museo de la Universidad de Filadelfia, mis copias de Estambul y los documentos catalogados del Museo de Filadelfia. Al cabo de muchos meses de estudio incesante, Gordon se dio cuenta de que el material de que disponíamos le permitía reconstruir más de doce colecciones diferentes, de las cuales algunas contenían docenas y otras hasta centenares de proverbios. Una edición definitiva de dos de estas colecciones, publicada bajo su dirección, reunió casi trescientos proverbios completos, la mayoría desconocidos hasta entonces. Yo he entresacado una buena parte de la materia que constituye este capítulo de su abundante documentación.

Una de las características específicas de los proverbios es la de tener un alcance universal. Si alguien hubiera que pretendiera poner en duda la fraternidad de los hombres y la identidad de la Humanidad a todos los pueblos y a todas las razas, puede echar un vistazo a los adagios y a los preceptos de los sumerios y quedará convencido. Más aún que en las demás obras literarias, éstas de que ahora tratamos trascienden las diferencias de civilización y de ambiente y descubren aquello que hay de universal y de permanente en nuestra naturaleza. Los proverbios sumerios que han llegado hasta nosotros fueron reunidos y transcritos hace más de 3.500 años, y muchos de ellos son, con toda seguridad, herencia de una tradición oral archisecular ya en la época en que fueron transcritos. Son la obra de un pueblo profundamente distinto de nosotros, tanto por la lengua como por el medio ambiental, las costumbres, las creencias, la vida económica y la vida social. Y, sin embargo, la mentalidad que revelan es extrañamente semejante a la nuestra. ¿Cómo no reconocer en estos proverbios el reflejo de nuestras propias inclinaciones, de nuestros propios modos de pensar, de nuestros defectos y de nuestras incertidumbres? ¿Cómo no ver en ellos el eco emocionante del espectáculo donde se agitan y se mueven los personajes, siempre los mismos, de nuestra comedia humana?




He aquí, por ejemplo, al «quejumbroso» que atribuye todos sus fracasos al destino y que no cesa de lamentarse y suspirar:

«En mal día nací.»

Y su vecino, el «falso justificador», el buscador de excusas, que defiende su mala causa a base de generalidades obvias:

«¿Se pueden hacer hijos sin hacer el amor?

¿Puede uno engordar sin comer?»

He aquí los «fracasados», los incapaces, de quienes se decía entonces:

«Que te metan en el agua y se volverá fétida;

Que te pongan en un jardín, y se pudrirán los frutos.»

Igual que nosotros, los sumerios vacilaban y no se decidían a adoptar una política presupuestaria. ¿Había que ceder a las tentaciones de unos gastos bien empleados, o había que guardar prudentemente el dinero? Decían, eclécticamente:

«Estamos condenados a morir; gastemos, pues.

Viviremos aún muchos años; economicemos, pues.»

O también decían, si se trataba de hombres de negocios:

«La cebada temprana prosperará – ¿qué sabemos nosotros?

La cebada tardía prosperará – ¿qué sabemos nosotros?»

En Sumer, como en otras partes, las gentes humildes pasaban sus apuros económicos; su situación lamentable inspiró estos versos contrapuntados, de una elocuencia conmovedora:

«Al pobre más le valdría estar muerto que vivo:

Si tiene pan, no tiene sal;

Si tiene sal, no tiene pan;

Si tiene carne, no tiene cordero;

Si tiene un cordero, no tiene carne.»

Las economías, cuando las había, se evaporaban sin que pudieran luego reponerse:

«El pobre se roe todo su dinero.»

Y cuando las economías se habían agotado, había que recurrir a los usureros, quienes se mostraban muy duros hacia los pobres pedigüeños. De ahí el proverbio:

«Al pobre le prestan dinero y preocupaciones»,

que se puede comparar con el proverbio inglés: Money borrowed in soon sorrowed (Dinero de prestado, pronto es lamentado).

En conjunto, puede decirse que los pobres de Sumer eran de carácter humilde y resignado. Nada nos permite suponer que hubieran jamás organizado una rebelión contra las ricas clases dirigentes. Sin embargo, el siguiente proverbio:

«No todas las casas pobres son igualmente sumisas»

parece evidenciar, si mi traducción es exacta, cierta «conciencia de clase».

He aquí ahora, en otro proverbio, una idea que recuerda cierta frase del Eclesiastés (V, 11): «Dulcemente duerme el trabajador, ora sea poco, ora sea mucho lo que ha comido; pero está el rico tan repleto de manjares, que no puede dormir», y, sobre todo, el adagio del Talmud: «Quien multiplica sus bienes multiplica sus preocupaciones»:

«Quien tiene mucho dinero es, sin duda, dichoso;

Quien posee mucha cebada es, sin duda, dichoso,

Pero el que nada posee puede dormir.»

Tal pobre hubo, menos filósofo, que atribuía su miseria no a su propia incapacidad, sino a la de los compañeros con quienes se había embarcado en la vida:

«Soy un corcel de raza;

Pero voy uncido con un mulo

Y tengo que tirar de la carreta,

Y transportar cañas y bálago.»

Pensando en esos pobres trabajadores que, por una ironía del Destino, no podían disfrutar ni tan siquiera de los objetos que ellos mismos fabricaban, los sumerios observaban:

«El criado lleva siempre el traje sucio.»

Dicho sea de paso, los sumerios daban mucha importancia al vestido; y decían:

«Todo el mundo siente simpatía por el hombre bien vestido.»

En cuanto a los criados, algunos de éstos al menos, no parece que hayan carecido de instrucción, a juzgar por este dicho:

«Es un criado que verdaderamente ha estudiado sumerio.»




Seguramente, igual que sus colegas modernos los taquígrafos, los escribas sumerios no lograban siempre anotar por entero aquello que se les dictaba. Y en el elogio siguiente se puede percibir la puya zahiriente de una venganza:

«Un escriba cuya mano corre,

a medida que la boca le va dictando,

¡He aquí un escriba digno de este nombre!»

Porque en Sumer había escribas que no conocían muy bien la ortografía. Al menos la interrogación siguiente así lo deja suponer:

«Un escriba que no sabe el sumerio,

¿Qué clase de escriba es ése?»

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A menudo se hace referencia al sexo débil en los proverbios sumerios, y no siempre a su favor. Si bien es muy posible que no existieran «vampiresas» en Sumer, no por ello faltaban jóvenes vírgenes de espíritu muy práctico. Por ejemplo, aquí se nos revela cierta persona amable y casadera, que, cansada de esperar la llegada de su príncipe encantador, ya no disimula más su impaciencia:

«Para aquel que está bien establecido,

para aquel que no es más que viento,

¿Debo yo guardar mi amor?»

Por otra parte, la vida conyugal no era siempre de color de rosa en aquellos tiempos:

«Quien no ha hecho vivir a una mujer o a un niño

No ha llevado nunca una cuerda en la nariz.» [1]

Los maridos sumerios se sentían a menudo desatendidos. Este, por  ejemplo, no está nada satisfecho:

«Mi mujer está en el Templo,

Mi madre está en la orilla del río [2]

Y yo estoy aquí, muriéndome de hambre.»

En cuanto a las sumerias nerviosas, angustiadas, y que «no saben lo  que tienen», igual que sus congéneres de hoy en día, parece que iban a  asediar la puerta del médico. Este es, quizás, el sentido que habría que dar al proverbio siguiente, si, una vez más, la traducción fuese correcta:

«Una mujer agitada, en casa,

Añade la enfermedad a las molestias.»

Nada tiene de extraño, pues, que en estas condiciones, el sumerio lamentase a veces haberse dejado arrastrar un poco por la pasión:

«Para el placer: matrimonio,

Pensándolo mejor: divorcio.»

Podía darse el caso (y ello es cosa que aún se ve hoy en día) que los dos novios abordasen la vida en común con sentimientos muy diferentes. De ello es testigo este breve y elocuentísimo comentario:

«Un corazón alegre: la novia.

Un corazón afligido: el novio.»

En cuanto a las suegras, parecen haber sido entre los sumerios mucho menos difíciles para convivir con ellas que las suegras contemporáneas; en todo caso, no ha llegado hasta nosotros ninguna queja ni ningún chiste o anécdota sumerios referentes a las suegras. En Sumer eran las nueras quienes gozaban de mala fama. Lo atestigua el siguiente epigrama, que les da un buen rapapolvo al final de una larga lista de personas (¡y de cosas!) elogiosamente presentadas:

«El botijo en el desierto es la vida del hombre;

El calzado es la niña de los ojos del hombre;

La esposa es el porvenir del hombre;

El hijo es el refugio del hombre;

La hija es la salvación del hombre;

Pero la nuera es el infierno del hombre.»

Los sumerios hacían mucho caso de la amistad, pero pensaban también que «la sangre es más espesa que el agua», para emplear una expresión moderna, y confiaban más en la solidez de los lazos familiares que en los de la amistad:

«La amistad dura un día,

El parentesco dura siempre.»

Como detalle interesante desde el punto de vista de la civilización comparada, diremos que los sumerios estaban muy lejos de considerar al perro como «el mejor amigo del hombre». En realidad, pensaban todo lo contrario, como lo prueban los tres refranes siguientes:

«El buey ara,

El perro estropea los profundos surcos.»

«Es un perro; no conoce su casa.»

«El perro del herrero no podía echar al suelo el yunque,

Echó al suelo, pues, en su lugar, el puchero del agua.»

Si los sumerios no compartían nuestros sentimientos hacia el perro, tenían, en cambio, sobre otros sujetos, ideas muy semejantes a las nuestras. «Un marinero», dicen los ingleses, «se peleará porque se cae un sombrero». En Sumer eran de la misma opinión:

«El barquero es un hombre belicoso.»




El proverbio sumerio:

«Todavía no ha cazado la zorra,

Y ya le ha fabricado el collar»,

es el equivalente del inglés actual: Don’t count your chickens before they are hatched (No cuentes los polluelos antes de que hayan roto el cascarón); o del francés, también moderno: Il ne faut pas vendre la peau de l’ours avant de l’avoir tué (No hay que vender la piel del oso antes de haberlo matado). Finalmente, decir:

«Me he escapado del toro salvaje,

Para encontrarme ante la vaca salvaje»,

¿no es lo mismo que nuestro «entre Escila y Caribdis»?

En todos los tiempos y en todas partes se ha predicado la asiduidad al trabajo. Terminar lo que se ha empezado; no dejar para mañana lo que se puede hacer hoy…, todos estos consejos han sido dichos y repetidos bajo diversas formas. Los sumerios también los formularon a su manera, por medio de un bien escogido ejemplo:

«Mano y mano, una casa de hombre se construye;

Estómago y estómago, una casa de hombre se destruye.»

Había en Sumer personas que, poseídas del «delirio de grandezas», llevaban un tren de vida muy por encima de sus posibilidades. He aquí la advertencia correspondiente:

«Quien edifica como un señor, vive como un esclavo;

Quien edifica como un esclavo, vive como un señor.»

La guerra y la paz planteaban a los sumerios unos problemas que son todavía los nuestros. «Quien quiera la paz, que prepare la guerra», decían los romanos; y los sumerios:

«El Estado cuyo armamento sea débil

No podrá alejar al enemigo de sus puertas.»

Pero también sabían que la guerra no conduce a ninguna parte, y que, de todos modos, el enemigo devuelve los golpes que se le dan:

«Tú vas y conquistas el país enemigo;

El enemigo luego viene y conquista tu país.»

Pero, con paz o con guerra, lo que importa siempre es estar «ojo avizor» y no ser víctima de las apariencias. Los sumerios decían a este respecto el siguiente refrán, más bien consejo, todavía válido hoy en día:

«Tú puedes tener un amo, tú puedes tener un rey;              

Pero a quien tienes que temer es al recaudador.»

Los hombres de letras sumerios no se limitaron a introducir en sus múltiples compilaciones una gran serie de proverbios y dichos (máximas, verismos, adagios, juegos de palabras y paradojas), sino que también introdujeron fábulas. La fábula sumeria se halla muy cerca de la fábula esópica. Hemos entresacado los ejemplos que vamos a leer de ese esopismo antes de Esopo, de lo descifrado por el doctor Edmund Gordon.


[1] Alusión a la cuerda pasada por un aro que se fijaba a la nariz de los prisioneros y de los animales domésticos.

[2] Sin duda, esa digna persona asistía a alguna ceremonia religiosa.

Fuente: From the tablets of Sumer – (SK)

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