La voz de Casandra – (Casi una historia de la Nakba) – (+ video)
¡Vano el orgullo del sabio y del monarca!
Murieron sin tener poeta que los nombre.
¡Vana fue su codicia y vanos sus afanes!
Yacen mudos y muertos por no tener poeta.
Horacio, Odas IV: 9 (según la versión de Alexander Pope, 1733)
La lengua es nuestro denominador común. No existe sociedad humana sin lenguaje. Las palabras nos permiten establecer un intercambio intelectual y emocional, pero también un intercambio físico y material, al identificar, describir y legislar. Las palabras definen nuestro espacio y nos otorgan un sentido del tiempo. Aquí y allá, como ahora, después y antes, son creaciones verbales, al menos en cuanto nos permiten concebirlas.
«… nuestras nacionalidades dependen de fechas y de barcos. Lo único que nos vincula por encima de los mares, por encima de la Babel de las lenguas, es el murmullo de un apellido».
Las palabras confirman nuestra existencia y nuestra relación con el mundo y con los otros. En este sentido, somos creaciones de nuestra lengua: existimos porque nos nombramos y somos nombrados, y porque damos testimonio de nuestra experiencia en palabras compartidas. Ese proceso de identificación y reconocimiento, de creación y de crónica no acaba nunca, siempre está por ser dicho enteramente. Ninguna sociedad tiene la última palabra.
En cierta ocasión preguntaron a Alfred Döblin, uno de los mayores novelistas del siglo xx, por qué escribía. Döblin contestó que ésa era una pregunta que se negaba a plantearse. «El libro terminado no me interesa», dijo; sólo le interesaba el que estaba escribiendo, «el libro por venir».
Escribir era para Döblin una acción que se filtra a través de nuestro presente para volcarse en nuestro futuro, un fluir incesante del lenguaje que permite a las palabras moldear y nombrar una realidad en constante proceso de formación. «Los sistemas metódicos no tienen cabida en el arte; la locura es mejor», escribió en una carta al poeta T. F. Marinetti después de que éste propusiera, en el Fígaro de París del 20 de febrero de 1909, que los artistas adoptarán un «método futurista» para practicar su oficio, asumiendo «la acción, la violencia y el cambio industrial». «Ocúpese usted de su futurismo», aconsejó Döblin a su entusiasta colega, «que yo me ocuparé de mi döblinismo.»
Pero ¿en qué consistía exactamente ese «döblinismo»? Alfred Döblin había servido como oficial del Cuerpo de Sanidad en el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial antes de ejercer la medicina en los barrios del este de Berlín, cuya identidad plasmó en su novela más famosa, Berlin Alexanderplatz, publicada en 1929. Era un hombre contradictorio: un judío prusiano que, ya de avanzada edad, se había convertido al catolicismo; un socialista radical que se oponía a los principios de la revolución rusa; un psiquiatra que admiraba a Freud pero dudaba de los dogmas del psicoanálisis; un defensor de una literatura exuberante que contravenía constantemente sus propias normas pero buscaba en los libros tradicionales de la Biblia la mitología que serviría de base a su ficción.
Su tema era la identidad cambiante del mundo del siglo xx, pero su héroe era el Job del Antiguo Testamento, un hombre cualquiera que sufre sin someterse, que protesta sin escándalo, el modelo del hombre convertido en víctima sin justificación alguna. (Podría ser cualquier palestino contemporáneo).
En 1933, amenazado por el ascenso al poder de los nazis, y al igual que tantos otros intelectuales alemanes, buscó refugio en Francia con su familia; siete años después, tras la ocupación de París, escapó a través de España y Portugal a Estados Unidos. Allí le ofrecieron diversos trabajos, incluido el de guionista en Hollywood: se dice que a él se deben varias escenas de La señora Miniver.
En el exilio norteamericano, Döblin se sintió terriblemente aislado al no poder encontrar una lengua compartida en el país de sus anfitriones. Cuando cierto escritor que había permanecido en Alemania durante los años del nazismo acusó a los que se habían exiliado de disfrutar de «los sillones y los cómodos asientos» de la emigración, Döblin contestó: «Huir de país en país -perder todo lo que conoces, todo lo que te ha nutrido, huir constantemente y vivir durante años como un mendigo cuando aún te quedan fuerzas pero vives en el exilio-, ése fue «mi sillón, mi cómodo asiento»». Pero incluso en ese aislamiento, siguió sintiéndose, como él mismo dijo, «poseído por el instinto de escribir».
¿Cuántos palestinos en el exilio,estarán sintiendo lo mismo hoy?
Del libro «La ciudad de las palabras» de Alberto Manguel
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