Semblanza de Ahmed «El Cojo» – Amin Maalouf
El resto del año transcurrió en su totalidad en infatigables gestiones y en interminables conciliábulos. A veces, algunas personas ajenas a la familia se unían a nosotros, aportando sus consejos y compartiendo nuestras decepciones. Eran granadinos en su mayoría, pero también había dos amigos míos. Uno era Harún, por descontado, que pronto iba a hacer suyo el problema, hasta el punto de desposeerme de él. El otro se llamaba Ahmed. En el colegio tenía el sobrenombre de «el Cojo».
Cuando evoco su recuerdo, no puedo evitar permanecer unos instantes pensativo, perplejo, en tanto la pluma suspende su sinuoso rasgueo. Hasta en Túnez, hasta en El Cairo, hasta en La Meca y hasta en Nápoles he oído hablar del Cojo y nunca he de de preguntarme si este antiguo amigo dejará alguna huella en la Historia o si pasará por la memoria de los hombres como un nadador audaz cruza el Nilo, sin modificar su curso ni su crecida. Como cronista, sin embargo, tengo el deber de olvidar mis resentimientos para contar lo más fielmente posible lo que he sabido de Ahmed desde el día en que entró, por primera vez aquel año, en clase donde lo recibieron las risas y los sarcasmos de los estudiantes. Los jóvenes fesíes son despiadados con los forasteros, sobre todo si dan la impresión de llegar en derechura de su provincia de origen y, más aún, si arrastran alguna tara.
El Cojo había recorrido el aula con la mirada, como para quedarse con cada sonrisa, con cada rictus; luego, había venido a sentarse a mi lado, bien porque aquel fuera para él el sitio de más fácil acceso, bien porque hubiera visto que yo lo miraba de otra manera. Me había estrechado vigorosamente la mano, pero lo que dijo no era un simple saludo.
-Tú eres, como yo, forastero en esta maldita ciudad.
Ni preguntaba ni hablaba en voz baja. Miré a mi alrededor, violento. Insistió:
-No tengas miedo de los fesíes. Están demasiado atiborrados de ciencia para que les quede el menor valor.
Casi gritaba. Yo me sentía embarcado en contra de mi voluntad en un rencor que no sentía. Intenté zafarme, adoptando un tono de broma:
-¿Cómo dices eso tú que vienes a buscar ha ciencia a una madrasa de Fez?
Sonrió con condescendencia:
-No busco la ciencia pues es seguro que entorpece las manos más que una cadena. ¿Has visto alguna vez a un doctor de la Ley mandar un ejército o fundar un reino?
Mientras hablaba, entró el profesor con paso lento y majestuosa silueta. Por respeto, toda la clase se levantó.
-¿Cómo quieres que un hombre luche con esa cosa que le oscila en la cabeza?
Yo estaba ya lamentando que Ahmed se hubiera puesto a mi lado. Lo miré horrorizado.
-Baja la voz, te lo ruego, va a oírte el maestro.
Me dio en la espalda una palmada paternal.
-¡No seas tan medroso! Cuando eras niño, ¿no decías en voz alta verdades que los adultos ocultaban? Bueno, pues tú eras quien tenía razón en aquel momento. Tienes que volver a hallar en ti el tiempo de la ignorancia pues también era el tiempo del valor.
Como para ilustrar lo que acababa de afirmar, se levantó, avanzó cojeando hasta el elevado asiento del profesor y se dirigió a él sin reverencia, lo que acalló al instante todo ruido en el aula.
-Me llamo Ahmed, hijo del jerife Saadi, descendiente de la Casa del Profeta, ¡oración y salvación para él! Si cojeo, es porque me hirieron el año pasado cuando combatía contra los portugueses que invadieron los territorios de El Sus.
Ignoro si estaría más emparentado que yo con el Mensajero de Dios; en cuanto a la cojera, era de nacimiento como supe después por uno de sus parientes. Dos mentiras, pues, pero que intimidaron a cuantos estaban presentes, empezando por el profesor.
Ahmed volvió a su sitio con la cabeza muy alta. Desde el primer día de colegio se había convertido en el más respetado y admirado de los estudiantes. Ya no caminaba sino rodeado de una bandada de condiscípulos sumisos que reían cuando reía, temblaban cuando se enfadaba y compartían todas sus enemistades. Que eran de lo más tenaz. Un día, uno de nuestros maestros, fesí de rancio abolengo, se había atrevido a emitir dudas acerca de la ascendencia que reivindicaba el Cojo. Una opinión que no podía tomarse a la ligera, pues aquel profesor era el más célebre del colegio ya que había conseguido, hacía poco, el privilegio de pronunciar el sermón semanal en la Mezquita Mayor.
En el primer momento, Ahmed no contestó, conformándose con lanzarles una sonrisa enigmática a los estudiantes que lo interrogaban con la mirada. El viernes siguiente, la clase entera se desplazó para escuchar al predicador. Apenas hubo dicho éste las primeras palabras, al Cojo le dio un interminable ataque de tos. Poco a poco, empezaron a toser otros, tomando el relevo y, al cabo de un minuto, miles de gargantas sonaban y carraspeaban al unísono, curioso contagio que se prolongó hasta el final del sermón, de modo que los fieles volvieron a sus casas sin haber oído ni una palabra. A partir de entonces aquel profesor se guardó muy mucho de volver a hablar de Ahmed y de su noble pero dudosa ascendencia.
Yo nunca seguí las huellas del Cojo y, seguramente, era por eso por lo que me respetaba. Únicamente nos veíamos a solas, a veces en mi casa, a veces en la suya, es decir, en la propia madrasa donde había habitaciones destinadas a los estudiantes cuya familia no vivía en Fez; los suyos vivían en los confines del reino de Marrakech.
He de reconocer que, hasta cuando estábamos solos los dos, algunas de sus actitudes me repelían, me inquietaban e incluso a veces me asustaban. Pero también se mostraba, en ocasiones, generoso y abnegado. Así fue, en todo caso, como se me manifestó aquel año, pendiente de mis menores momentos de abatimiento, atinando en cada ocasión con el tono necesario para devolverme los ánimos.
De su presencia, así como de la de Harún, tenía yo gran necesidad, aun cuando ambos parecían incapaces de salvar a Mariam. Sólo mi tío parecía estar en condiciones de efectuar las gestiones que se imponían. Veía a hombres de ley, a emires del ejército, a dignatarios del reino; unos se mostraban tranquilizadores, otros, apurados, otros prometían una solución antes de la próxima fiesta. Nosotros no soltábamos una esperanza más que para aferrarnos a otra, igualmente vana.
Hasta que Jali consiguió, al cabo de mil intercesiones, llegar al hijo mayor del soberano, el príncipe Mohamed el Portugués, así apodado porque lo habían capturado a la edad de siete años en la ciudad de Arcila y conducido a Portugal donde estuvo muchos años cautivo. Ahora tenía cuarenta años, la edad de mi tío, y permanecieron un buen rato juntos hablando de poesía y recordando los infortunios de Andalucía. Cuando, al cabo de dos horas, Jali mencionó el problema de Mariam, el príncipe se mostró indignadísimo y se comprometió a hacer llegar el caso a oídos de su padre.
No tuvo tiempo, pues el sultán murió, curiosa coincidencia, al día siguiente mismo de la visita de mi tío a palacio.
Por Amin Maalouf
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