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Aziz y su partida de Palestina como emigrante

barco emigrantes

Desde hacía dos días el mar corcoveaba; olas como montañas golpeaban las naves, las pequeñas embarcaciones, muchas de las cuales parecían juguetitos de papel encumbrados en sus crestas. Un rumor a océano violento llegaba desde el poniente, mezclado con olores salinos, a algas que cubrían extensas zonas de la playa, a estrellas de mar, a medusas cuyos restos gelatinosos y transparentes los hijos de Chafik decían que eran babas de las ballenas de los cuentos árabes. Aun así, la noche caminaba tranquila, como si ella y el mar estuviesen divorciados.




Aziz aspiró con fuerza y a sus pulmones llegó la violencia de un aire entre salino y perfumado ; una y otra vez la escena de la despedida de Said — el instante de los abrazos, el llanto de sus hijas Nadia y Jazmín, la expresión amorosa de su nuera Soraya, la frialdad de Yamile y la entereza de la Nativa Guaraní— lo empujaba a repasar cada momento de ese día triste. En imágenes superpuestas, evocó su propia partida como emigrante desde el puerto de Haifa, el momento en que tuvo la sensación que no iba a regresar jamás a Palestina.

Mientras el barco se alejaba y la ciudad empezaba a convertirse en un punto lejano, borroso, más y más se le estrechaba la garganta, obstruida de sollozos inconclusos. Sobre la cubierta cada emigrante permanecía quieto, sin ganas siquiera de hablar, sabiendo que a partir de ese día entraban en lo desconocido, que podían morir de enfermedades extrañas o de nostalgia, y que ese percance no iba a conmover a nadie.

Antes de subir al barco, se le acercó una campesina gorda acompañada de un niño ojeroso, de aspecto ladino, para rogarle que cuidara de él durante la travesía, hasta llegar al puerto de Buenos Aires, donde lo aguardaba un tío: después que Aziz hubo accedido de mala gana, la mujer le entrego una carta, le besó las manos hasta dejarle impregnado su aliento, y le prometió rezar cada día por la ventura de ambos.

Durante los primeros días de viaje, el niño Indraues, permaneció junto a Magdalani, a quien empezó a llamar tío. Si éste iba al excusado, lo seguía como un perrito faldero; lo mismo hacía si se le ocurría a Aziz echarse a dormir a horas desusadas, o si subía a cubierta para contemplar el mar y entregarse a las nostalgias del emigrante. La presencia del niño, su afán de seguirlo hasta los lugares más inauditos, molestaban a Aziz. Pero Indraues imaginativo y juguetón, sabia escabullirse a la cocina para pedir o hurtar comida, e ingeniárselas para buscar donde dormir mejor; así, su protector terminó por convencerse que resultaba preferible tenerlo como aliado.

Indraues provevó a Aziz de mantas extras para cubrirse en las noches, de raciones dobles de alimento e incluso de exquisiteces reservadas a los pasajeros de primera clase, de cuyas mejores sobras comían los de segunda, destinándose a los de tercera las sobras finales, muchas de las cuales parecían repugnantes desperdicios.

Un domingo, de madrugada, el barco atraco en El Pireo; subieron allí infinidad de pasajeros, entre ellos una veintena de familias griegas, cuyo destino final se llamaba Brasil, o cualquier otro país donde fuesen aceptados. Magdalani que desde hacia tiempo dormía en el interior de un bote salvavidas siempre que podía burlar la vigilancia de los marineros, despertó al escuchar como los griegos se desparramaban asustados por cubierta, sin saber dónde colocar sus míseros hatos. Desde temprano, Indraues permanecía en cubierta, vigilando los movimientos del barco y de su tripulación, empeñada en aproximar la nave al muelle.

Entre los nuevos pasajeros vio a niños de su edad, taciturnos, a quienes contemplaba de un modo displicente, para informarles que él tenía atributos de experto por la sola circunstancia de llevar unos días más en el barco. Queriendo burlarse de los recién llegados, empezó a insultarlos en su lengua materna, a mover sus brazos como señalándoles hacia dónde debían dirigirse. Algunos griegos, los más viejos, le mostraban los puños y amenazaban con zurrarlo, pues muchos sabían las expresiones árabes de la baja jerga, bien conocidas en todas las costas del Mediterráneo.

Indraues decidió no seguir arriesgando el pellejo, la posibilidad de una golpiza, y como deseaba advertir a su tío Aziz de la presencia de los griegos en el barco, se encaminó al bote salvavidas donde por lo común dormía su protector. Allí lo encontró sentado, afirmada la espalda al vientre de la embarcación, ambas manos puestas sobre la rodilla de la pierna izquierda, que mantenía encogidas, dedicado a presenciar cómo se desparramaban por cubierta los griegos y en particular las jóvenes de dientes reidores y ojos redondos como la luna. A las más agraciadas, las piropeaba en árabe, pero como ninguna entendía qué les quería decir, levantaban los brazos y movían las manos como abanicos.

A punto Aziz de renunciar a su propósito, una joven de ojos fulgurantes le agradeció en árabe y, para alegrarlo más, le sonrió. A Aziz se le iluminó el alma. Sin tardanza, la siguió, mientras le hablaba de una y otra cosa, preguntándole si de verdad sabía el árabe. En un árabe enrevesado, la joven le explicó que lo había aprendido gracias a una cuñada nacida en Siria. Eso fue todo, pues una mujer vieja, de rostro agrio semejante al de un fiscal ulceroso, que acompañaba a la joven, le hizo hostiles ademanes a Aziz para que se alejara, al tiempo que recriminaba a aquélla.

De malas ganas, Magdalani obedeció; Indraues, ahí cerca, aproximó risa a sus labios, al observar el fiasco de su protector. Luego, poniendo los ojos en blanco, alzó sus manos extendidas a la altura del corazón y empezó a recitar un poema de amor de Omar Khayyam que le habían enseñado en una escuela de misioneros alemanes. Ni se percató cuando tuvo a Aziz encima de él, gritándole injurias, amenazándolo con propinarle unas buenas patadas en el trasero. Para defenderse, Indraues sólo atinaba a levantar los brazos y a retroceder, hasta que tropezó y cayó de espaldas.

El resto del día, aunque Aziz buscó a su pequeño amigo por todos los lugares que más frecuentaba, no lo halló. Preguntó a cada emigrante que cruzó y nadie supo darle una información, ni siquiera aproximada. En la cocina, donde Indraues ayudaba a mondar papas, recoger la basura y limpiar las ollas, todos manifestaron no haberlo visto a la hora de almuerzo, ocasión en que el niño realizaba su mayor actividad del día. «Quizá esté enfermo» sugirió un cocinero barrigón de nacionalidad egipcia, a la par que revolvía en un fondo tan grande como él, una sopa de verduras que olía a repollo avinagrado, o bien se trataba de las sobras del día anterior. Daba lo mismo, pues nunca las sopas habían sido mejores, o al menos, tolerables para el estómago de un inmigrante. Otro cocinero de ojos legañosos, que arrastraba una pierna al caminar, dijo que Indraues acostumbraba a ir a las salas de máquinas, ya que le apasionaba presenciar el enjambre de piezas, de formas incomprensibles, empeñadas en generar un movimiento colosal en medio del vapor y el sudor de los hombres.




Ni en las salas de máquinas, ni menos dentro de los botes salvavidas, ni siquiera sobre cubierta, ni en ninguna parte, Aziz encontró a Indraues. «Se lo tragó el mar», supuso, y su conducta destemplada de la mañana le pesó como la losa de una tumba, al extremo de sentir dolor de cabeza, ganas de ir a hablarle al capitán para que hiciera registrar el barco.

Unos emigrantes árabes que tocaban laúd y cantaban sumidos en nostalgias, persuadieron a Magdalani de la necesidad de suspender esa búsqueda; para ellos, Indraues se había ocultado, o había logrado burlar la vigilancia e ingresado a la primera clase, deseoso de observar ese mundo de inaccesibles privilegios. Aziz se sentó junto a los músicos y se abandonó al transcurso de las horas, a la noche cálida del mar Egeo, mientras contemplaba el cielo quieto y se dejaba tentar por continuos sorbos de arak, que le ofrecían sus compatriotas en una botella que pasaba de mano en mano.

Cerca de la medianoche, luego de beber sucesivas porciones de arak, de comer aceitunas y queso árabe, se retiró para ir a dormir, pues el cansancio y el alcohol le impedían continuar disfrutando de la música y de la generosidad de sus compatriotas. De pronto, entre un grupo de personas, divisó a Indraues y corrió hacia él con pasos inseguros, mientras lo llamaba aumentando cada vez el volumen de su voz. Al llegar, sintió una fría decepción; se trataba de un niño muy parecido a Indraues, quien se rió de Aziz al ver que se tambaleaba. Desencantado, se sentó encima de unos bultos cubiertos con lonas; le dolía la cabeza, como si se la hubiese golpeado en una de las tantas vigas de hierro que sobresalían en los pasillos.

Por Walter Garib

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