Del nombre árabe y sus misterios
Mal de ojo, apodos y animales de alcurnia
Aunque el poder disuasorio y protector de los nombres desagra-dables perdió predicamento, la sanción profética hacia el fa’l o buen auspicio onomástico popularizó toda una corriente de nomina boniaugurii, como A’isa (“viva”), Yahrya o Ya‘is (“el que vive”), Jalid (“eterno”), ‘Yamal (“belleza”), Yamil (“bello”), etcétera, al tiempo que se refinó la costumbre de dar hermosos nombres exóticos a esclavos y, posteriormente, a eunucos: Misk (“almizcle”), Masrür (“alegre”), Yaqüt (“coral”), etcétera.
Sin embargo, la costumbre de poner nombres o apodos ex-contrario nunca desapareció del todo, ni siquiera en medios urbanos o simplemente rurales. Aún hoy parecen estar en uso nombres propios como Kefaya (“basta”), Kafiya (“suficiente”), Haddi (“ponle límite”) o Seddena (“ponle coto”), usados para la niña recién nacida en Egipto, Yemen y Túnez cuando los padres ya han tenido un número grande de hijas y desean ardientemente un varón. Uno de los casos más pintorescos de la historia árabe nos lo da el tradicionista del siglo III de la Hégira, Ibn al-Muzarra‘ (que era sobrino de al-Yahiz), cuyo nombre propio era Yamüt (“muere”). Este nombre fue para Ibn al-Muzarra‘ una fuente permanente de pesares; según parece, hubo de abstenerse de acudir a entierros y de visitar a enfermos por evitar que alguno le preguntara su nombre.
Una de las razones para esta costumbre de llamar o apodar con nombres desagradables presuntamente protectores se encuentra en la inveterada creencia en el mal de ojo, la envidia (cp. lat. invidere), que fue y es terror tradicional de los medios populares árabes. El temor de que las miradas cargadas de envidia perjudicaran a los recién nacidos —especialmente a los varones—, propició en el folclor árabe toda una variopinta gama de creencias y prácticas curiosas: todavía en El Cairo de 1842, el gran E. W. Lane refiere cómo las señoras egipcias de más alta alcurnia y mejor fortuna acostumbraban llevar a sus hijos por la calle sucios y envueltos en andrajos, para que ningún viandante fijara en ellos el dardo de la envidia. Por lo que respecta a los nombres, Louis Massignon relata en 1918 el caso de un soldado egipcio de la legión árabe llamado Zibala (“basura”), apodo quizá impuesto por sus padres por su excepcional belleza de recién nacido. Otros casos citados por Sainte Fare Garnot son Yazül (“muere”/“cesa”), Sahhád (“mendigo”), Sahhdta (“mendicidad”), ‘Uryan (“desnudo”), Milllm (“céntimo”), Yariya (“esclava”) o Jésa (“tela de saco”, “arpillera”), todos ellos localizados en Egipto.
Debemos mencionar asimismo la muy extendida costumbre árabe de la nominación por antífrasis. Esta práctica lingüística, llamada por los filólogos árabes al-Kinaya bil-‘aks, a veces tiene un carácter lúdico o irónico, como ilustra el caso de una de las concubinas favoritas del califa al-Mutawakkil, apodada Qabiha (“horrible”), por su extraordinaria belleza. O el muy lacerante apodo de Kafür (“alcanfor”), impuesto al famoso gobernador ijsidi de al-Fustat en Egipto, eunuco y esclavo negro por más señas. Dicho proceder onomástico, digámoslo de paso, nos hace recordar que en algunas zonas del mundo hispánico (en Cuba notablemente), no ha sido extraño bautizar a las niñas de raza negra o piel muy morena como “Blanca”, “Nieves” e incluso una caprichosa combinación de ambos nombres: Blancanieves.
Otras veces, sin embargo, la persona o cosa nombradas son desplazadas por un eufemismo en antífrasis, probablemente encaminado a evitar las desagradables consecuencias que su mención pudiera acarrear. Late aquí la presencia del viejo refrán árabe kullal-manqüs manhüs (“los tullidos son funestos”), como en la kunya que tradicionalmente se pone por apodo a los ciegos, Abü l-basir, (“el de la vista larga”), o la que se usa para designar eufemísticamente al hambre, Abü Malik (“el próspero”). Otros casos de este tipo de kunya son Umm al-sibyan (“la madre de los niños”), eufemismo designador de las gripes y fiebres infantiles, o el entrañable caso citado por William Margais sobre la terrible hambruna que azotó Argel en 1867, todavía recordada en 1906 por las ancianas argelinas como ‘amm. el-jir (“el año del bien”). El propio Margais recuerda que hay cuatro raíces verbales relacionadas con la salud y las bendiciones que experimentan un amplísimo uso para la nominación por antífrasis en las hablas árabes del norte de África: salima (“estar sano o salvo”), baraka (“bendecir”), ‘amara (“vivir”, “habitar”) y rabiha (“ganar”). Así, al mordido por serpiente —tanto más si la mordedura es letal— se le ha llamado salim (“sano”, “saludable”); a la fiebre tifoidea, al-mabrüka (“la bendita”), a la sífilis, al-dd’ al-mubarak (“la enfermedad bienaventurada”), ilustrando así toda una serie de enfermedades y taras que en amplias zonas del mundo árabe se encubrirían con palabras de connotaciones religiosas y salvíficas.
Finalmente, debemos mencionar la antigua costumbre árabe de nombrar a los animales por una kunya con funciones de sobrenombre, en el cual se ha pretendido ver un valor apotropaico. Este curioso uso lingüístico, que tanto parecido formal guarda con el kenning escandinavo, es mencionado tan sólo de pasada por el polígrafo al-Qalqasandí en las más de cien páginas que dedica a los apodos y kunyas en su enciclopedia Subh al-a sa:
Los árabes dedicaban extremo cuidado a sus kunyas, hasta tal punto que se las pusieron a todos los animales, y a veces varias diferentes. Llamaron al león (asad) Abü l-Harit; al zorro {taHab), Abü l-husayn; al gallo (dik), Abü Sulayman; a la hiena (dabu‘), Umm Amir, a la gallina {ddyáya), Umm Hafsa; al saltamontes (yarada), Umm ‘Awf y así otras kunyas de esta ralea.
Los primeros intentos de explicar esta costumbre (así como los numerosos nombres de animales presentes en las denomina- naciones de las tribus árabes), se originaron en los albores del siglo XX, y la achacaban a un posible origen totémico. W. Robertson Smith dedicó numerosas y sagaces páginas a este tema. Aunque las teorías totémicas sobre los orígenes de la onomástica árabe cayeron pronto en desuso, todavía no se ha explicado de manera convincente por qué los primitivos árabes se afanaron en poner cientos de sobrenombres a los animales, plantas e incluso minerales que conocían. Puede que en origen se tratase de nombres tabuados —a la manera de la comadreja en la geografía lingüística hispánica o el oso en la mayoría de las lenguas del este de Europa. Así, un sobrenombre adjudicado al animal potencialmente peligroso o perturbador evitaría que, al pronunciar su nombre, éste se presentara o apareciera de improviso. Pero ello nos llevaría a pensar que entre los árabes la mayoría de los animales corrientes (junto a una gran variedad de vegetales) estaban tabuados, y además dicha teoría choca frontalmente con los testimonios de al-Yahiz e Ibn Durayd aquí aducidos, según los cuales los árabes preislámicos no tenían complejos en ponerse nombres de animales desagradables o salvajes.
En efecto, cuando consultamos las páginas de repertorios dedicados a los sobrenombres y kunyas árabes —Timar al-Qu- lüb de al-Ta‘alibí y especialmente el extenso Kitab al-murassd de Ibn al-Atír— observamos que un elevado número de estas kunyas no parecen haber sido eufemismos en origen, porque tienen un marcado carácter metonímico o afectivo, aún hoy en uso en amplias zonas de la geografía árabe. En este caso la kunya es un simple sobrenombre sin funciones genealógicas, y su estructura de constructo (Abü, “padre”; Umm, “madre”; Ibn, “hijo”; Bint, “hija”, todos seguidos de un sustantivo o adjetivo) serviría para predicar cualidades determinadas de una persona o cosa, sin aludir al parentesco o la filiación, debiendo ser traducida por “el de”, “la de” y semejantes. Es fama que el califa omeya ‘Abd al-Malik b. Marwan (m. 703) fue conocido por la afrentosa kunya de Abü l-áMan (lit. “el [padre] de las moscas” = “el hombre de las moscas”), pues tenía tan mal aliento que podía matarlas de un soplido. También es célebre el apodo que, debido a su pata de palo, los egipcios le dieron al viejo general Cicarelli, fiero conquistador de Egipto con Napoleón y Kléber: Abu Jasab (lit. “el [padre] del leño”, “el de la pata de madera”). Ibn al-Atír menciona para el agua (ár. ma’) el sobrenombre de Umm al-hayat (“la [madre] de la vida”). A. Schimmel, en fin, señala que hoy en día se conoce en Arabia Saudí al automóvil Mercedes por el sobrenombre de Abü l-nayma (lit. “el [padre] de la estrella”).
Centrándonos en los animales, esta nomenclatura responde a una tipología donde lo descriptivo o lo metonímico, claramente definido, se alterna con otras denominaciones de variada naturaleza, no siempre fácil de explicar y que deja amplio espacio a la especulación. Así, el gallo (dik) es llamado con la kunya de Abü Yaqzan (lit. “el [padre del] madrugador” = “el madrugador”); el ciempiés o la escolopendra, Umm al-arba‘a wa l-arba‘in (lit. “la [madre] de los cuarenta y cuatro”); el buitre, Abü l-Abad (“el [padre] de la eternidad”), por la tradicional longevidad que se le supone; el perro, Abü Jalid (“padre de Jalid [= ‘eterno’]”), por su proverbial y duradera fidelidad; el león, Abü l-Abbas (“[padre de] Abbas [ = ‘de ceño fruncido’]”), por su fiereza; el camaleón, Abü l-zindiq (“el [padre del] maniqueo”), por sus cambios y variaciones de color.
Sin embargo, frente a estos sobrenombres animales de clara naturaleza metonímica y predominantemente literaria, hallamos decenas de sobrenombres animales sobre cuya razón de ser no cabe sino elucubrar hipótesis. Así, al camello se le ha dado la kunya Abü Ayyüb (“padre de Job”), e Ibn al-Atír propone que ello se debe a la paciencia que este animal muestra al marchar, lo cual indica una elaboración demasiado literaria y compleja para ser verosímil en boca de beduinos y viejos árabes de la estepa; el camaleón recibe la kunya de Abu Qurra (“padre de Qurra”), y J. Sublet supone que, puesto que la raíz árabe qarra remite a los sentidos de “frialdad” y de “quietud”, el sobrenombre puede deberse a la inmovilidad del camaleón o a su sangre fría; asimismo la kunya Abü Talib (“padre de Talib”), otorgada al caballo, se resiste a una explicación fácil o evidente, por más que Caetani y Gabrieli dan por cierta la explicación de Ibn al-Atír acerca de que, puesto que el nombre árabe Talib significa “persona que pide” o “solicita” algo, el caballo perseguiría o “pediría” la meta, la conquista del camino». Otras muchas kunyas o sobrenombres de animales permanecen enigmáticas y oscuras; la hiena es llamada a veces Umm Amir (“la madre de ‘Amir”), kunya para la cual Ibn al-Atír propone una explicación anagramática demasiado rebuscada y absurda para ser verosímil. La ya nombrada kunya del zorro, Abu l-husayn (“el [padre] de la pequeña fortaleza”), en fin, se presta a toda clase de conjeturas: quizá sea así porque el zorro se refugie en las ruinas para construir su madriguera, quizá porque esa madriguera sea difícil de hallar… Las posibilidades son tantas como designe la imaginación.
La realidad es que, en este ámbito de las kunyas o sobrenombres animales y vegetales, la vida cotidiana se mezcló tempranamente con la literatura, formando un grueso corpus en el que, a juzgar por al-Ta‘alibí y su Timar al-Qulüb, el Kitab al- murassa‘ de Ibn al-Atír y otras obras de género posteriores, pronto fue imposible distinguir lo auténtico de lo imitado, la vida real del juego literario. Tanto es así, que ya el más célebre zoógrafo árabe, al-Yahiz, se preguntaba sobre la naturaleza y el origen de estos sobrenombres animales en el mencionado Kitab al-tarbi‘ wa l-tadwir, una obra donde repasa los más espinosos problemas al alcance de la sociedad letrada abbasí del siglo IX. En ella, nuestro autor pregunta a un personaje pedante que pretende saberlo todo acerca de la presunta “filiación” expresada en la kunya de cinco variopintos seres:el chacal, el camaleón, la comadreja, el champiñón velludo y la cochinilla:
Dime, ¿qué es Awa [por Ibn Awa, “Hijo de Awa” = “chacal”], y qué es Hubayn [por UmmHubayn, “Madre de Hubayn” = “camaleón”], y qué es ‘Irs [por Ibn Irs, “Hijo de ‘Irs” = “comadreja”], y qué es Awbar [por BanatAwbar, “Las hijas de Awbar” = “champiñón velludo”], y qué Wardan [por Bint Wardan, “la hija de Wardan” = “cochinilla”]?
Por más que algunos autores árabes como al-Damírí, al- Ta‘alibí o Ibn al-Atír intentan responder a la espinosa pregunta de al-Yahiz fabricando etimologías populares ad hoc, el verdadero origen de tales palabras —y por lo tanto el sentido de tales sobrenombres o kunyas— se nos escapa por completo; y por esa razón un genio de la talla de al-Yahiz se pregunta por ellas ya en el siglo IX, sin encontrar una respuesta convincente. Ello sugiere que, a la par de la fabricación literaria de muchos sobrenombres animales mediante mecanismos de metonimia, sinécdoque o simples guiños culturales, muchas de las kunyas usadas como sobrenombres para animales o plantas —y seguramente las más antiguas— tuvieron un origen distinto. No podemos estar seguros de que tal origen remonte a conceptos mágicos, supersticiones y nombres tabuados, por temor de lo que Smal-Stocki llamó el poder mágico de la palabra: “El motivo inmediato del desplazamiento es el miedo a que el significado de la palabra se cumpla; el miedo a que pronunciar el nombre invoque la presencia del animal en cuestión y dañe al hablante \…] Compárese con el dicho ucraniano: ‘Cuando uno habla del lobo, se le mete en casa’”. Ciertamente no podemos estar seguros; pero a juzgar por la repetición del fenómeno en otras culturas, existe una probabilidad nada desdeñable de que así sea.
En un reciente estudio sobre las kunyas de animales en el Kitab al-murassa‘ de Ibn al-Atír, J. Sublet señala que el animal que más sobrenombres tiene en árabe es la hiena, que cuenta con 47. Tras ella se sitúan el león, con 34; la serpiente y el camello, con 32; el lobo, con 26; el onagro, con 24; el leopardo o pantera, con 19; el caballo, con 16; el zorro, el cuervo y el gallo, con 12, etcétera. Muchos de estos animales son peligrosos y de indeseada presencia, pero no todos. Su riqueza de motes y apodos puede responder originalmente a la mencionada intención profiláctica o apotropaica: nunca nombrar al animal dañino para evitar su encuentro; pero en ese esquema difícilmente encajarían animales tan necesarios, queridos y apreciados por los antiguos árabes como el camello, el caballo o el gallo. Sería necesario emprender un estudio más amplio sobre las obras aquí citadas, precisando cuántas de las kunyas nombradas tienen un valor metonímico o de otra especie cualquiera, para construir una teoría válida al respecto de la enorme abundancia de este fenómeno en la literatura árabe. Pero ello es empresa para otros días y otros ingenios que se sientan obligados por el ruego de Cervantes: “El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber” (Quijote, I, cap. XIII). V
Por Pedro Buendía
Departamento de Lengua Española Área de Estudios Árabes e Islámicos Facultad de Filología. Universidad de Salamanca.
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