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Gaza,Ayotzinapa:agonía, confusión y tormento

¿Que podrá contestar a esta pregunta el ejército sionista, el Estado Islámico o Enrique Peña Nieto?
¿Que podrá contestar a esta pregunta el ejército sionista, el Estado Islámico o Enrique Peña Nieto?

Todos los días, las noticias nos abofetean con su cruda realidad. Las guerras ya no son entre caballeros que miden sus fuerzas, ni se pelea por la familia o el honor. Lejos están las actuales guerras de tener esos valores, muy por el contrario, son meras demostraciones de poder político-económico-militar para ver quien es el más bruto carnicero, ciegamente bestial que domine y someta a los más débiles.

Todo el globo está en ebullición permanente cual volcán en riesgo de erupción, pero, hay puntos más calientes que otros, Gaza por ejemplo. Diariamente leemos que colonos israelíes secundados por soldados del régimen de Tel Aviv han atacado viviendas de palestinos, que han masacrado a sus ocupantes, que han encarcelado y torturado a menores, que han vejado y aterrorizado a mujeres … ¿que hay del honor del combatiente en este tipo de bajezas?. Siembran el terror con sus amariconados actos criminales. A finales del pasado mes de agosto, el Ministerio palestino para Asuntos de Prisioneros informó que unos 7000 palestinos se encuentran en las cárceles del régimen israelí, en condiciones críticas.

Menores que desaparecen, el fantasma del tráfico de órganos que se hace cada vez más palpable. El ejército sionista es la escoria de los ejércitos del mundo, muy por debajo moralmente incluso que sus subordinados esbirros yankies.

Si seguimos leyendo la sección de Internacionales, seguro nos toparemos con las masacres del «Estado Islámico«, que de «Estado» nada tiene …y de «Islámico«, menos!.

Se ocupan,(y preocupan), por no dejar nada en pie en los territorios por los que van pasando. Tristes marionetas yankie-sionistas, hacen el trabajo sucio para dejar el camino libre a los israelíes, ilusionados en crear «Eretz Israel»; y no escatiman en cometer atrocidades para concretar uno de los mayores genocidios del presente siglo. Violan, matan, torturan y desaparecen a miles de personas. Los combatientes del Estado Islámico han matado a cientos de miembros de la tribu Albu Nimr desde que tomaron el control de Hit, a unos 150 km al oeste de Bagdad, hace dos meses.

Asesinatos colectivos, decapitaciones, hombres enterrados vivos y mujeres vendidas como esclavas, son algunas de las acciones brutales atribuidas en las últimas semanas a los militantes del Estado Islámico (EI). Ivan Mrat dijo al Servicio Árabe de la BBC, que «EI tomó más de 2.000 mujeres de diferentes poblados. Nadie sabe que pasó con ellas pero es claro para nosotros que estos militantes despiadados las tomaron como esclavas sexuales, despojos de guerra que les pertenecen según su entendimiento erróneo del Islam.

Se habla de personas enterradas vivas. El refugiado Samo Ilyas Ali, quien huyó de sus tierras ancestrales en Sinyar, dijo a la agencia Reuters que su aldea fue rodeada en medio de la noche por militantes de EI armados con ametralladoras.»Tenían barbas, algunos llevaban máscaras con inscripciones en árabe. No entendimos cuando comenzaron a cavar zanjas. Entonces empezaron a poner a la gente en aquellos agujeros. Esas personas estaban vivas y después de un rato oímos disparos. No puedo olvidar esa escena, mujeres y niños pidiendo ayuda. Nosotros corrimos por nuestras vidas, no podíamos hacer nada por ellos», dijo Ilyas Ali.

Y como si fuera un ejemplo a seguir, otros títeres del N.O.M. como Enrique Peña Nieto, no conforme con el riego diario de sangre civil inocente a manos del narcotráfico, (que tantos beneficios monetarios le ha proporcionado a su gobierno y a su propio patrimonio), ahora le ha sumado el holocausto de sangre juvenil, de los 43 ajusticiados en Ayotzinapa, Estado de Guerrero, México.

Aquí también, (al mejor estilo de los «valientes» soldados sionistas y del Estado Islámico), la policía preventiva municipal de Iguala los cazó como conejos. A pesar de ser estudiantes, los trataron como si pertenecieran a un cártel rival. A los 80 alumnos de la Normal Rural de Ayotzinapa, que el pasado 26 de septiembre en Iguala, organizaron una colecta de recursos para financiar su asistencia a la marcha conmemorativa de la masacre del 2 de octubre de 1968 en la ciudad de México, los balearon a mansalva. Primero los uniformados, y luego los pistoleros vestidos de civil, les dispararon intermitentemente sin advertencia alguna. A Julio César Fuentes Mondragón, uno de los normalistas, lo torturaron, le arrancaron los ojos y le desollaron el rostro; y eran sólo un jovencito, tristes y patéticos cobardes!.

Y aún a pesar de que este siglo está naciendo y en pañales, no puedo dejar de pensar en el viejo Léon Joseph Degrelle, cuando escribía sobre la agonía del siglo aquel que le tocaba vivir, y lo expresaba de la siguiente manera:


El mundo no es sino confusión y tormento. El odio destroza sus entrañas. Mata, mancha y arrastra a sus víctimas en el oleaje fangoso de su furor. Los hombres se buscan con maldad de chacales. Se les oye rugir en la noche iluminada por los rayos.

Los pueblos se detestan. Los individuos se detestan.

Ya no respetan nada, ni siquiera al vencido que yace en la tierra, ni a la mujer que implora, ni a los  niños de ojos abiertos a los sueños.

Ha muerto el soñar.

Sólo vive la bestia, la bestia salvaje que pisotea a los tímidos y a los fuertes, a los inocentes y a los culpables.

Todo titubea, el armazón de los Estados, las leyes de las relaciones sociales, el respeto a la palabra.

Los hombres que antes, creaban la riqueza en un esfuerzo redoblado, se enfrentan ahora como fieras  desencadenadas.

Mentir es sólo una forma más de ser hábil.

El honor ha perdido su sentido, el honor del juramento, el honor de servir, el honor de morir. Los  que permanecen fieles a estos viejos ritos hacen sonreír a los demás.

La virtud ha olvidado su dulce murmullo de manantial. Las sonrisas no son ya confesiones del amor  sino reticencias, estafas o rictus.

Se asfixian las almas. El denso aire está cargado de todas las abdicaciones del espíritu.

El olfato busca en vano un aura pura, el perfume de una flor, la frescura de una brisa impregnada de  mar…

El mar de los corazones está hosco. No tiene velas blancas. No hay alas que canten sobre su lomo  inmenso.

Los jardines del corazón han perdido su color. No tienen pájaros. ¿Qué pájaro, por acaso, podría cantar en medio de la tormenta, mientras el hombre busca al otro hombre, para odiarle, para  corromper su pensar, para hollar con los pies la rosa?

Los dones han muerto, el don del pan para los cuerpos frágiles, el don del amor para las almas  que sufren.

¿Amar ? ¿Por qué ? ¿Para qué amar?

El hombre, encerrado en su concha, ha hecho de su egoísmo una barricada. Quiere gozar. La felicidad, para él, se ha convertido en un fruto que devora ávidamente, sin recrearse en él, sin repartirlo, sin dejarle, siquiera, ver a los demás.

¿Para qué aguardar al fruto maduro que tendría que repartirse entre todos? El amor, el mismo amor, ya no se da a los demás; se huye con él entre los brazos, deprisa, deprisa.

Sin embargo la única felicidad era aquello: el don, el dar, el darse; era la única felicidad consciente, completa, la única que embriagaba, como el perfume sazonado de Las frutas, de las flores, del follaje otoñal.

La felicidad sólo existe en el don. Su desinterés de sabores de eternidad, vuelve a los labios del alma con dulzura inmortal.

Dar: haber visto los ojos que brillan porque han sido comprendidos, alcanzados, colmados.

Dar: sentir esos anchos estremecimientos de dicha, que flotan como inquietas aguas sobre el corazón, súbitamente serenado, empavesado de sol.

Dar: haber llegado a esas múltiples fibras secretas con las que se tejen, los misterios ardientes de una sensibilidad, emocionada, como si la lluvia suave del verano hubiera refrescado los rosales que trepan por los muros polvorientos y cálidos.

Dar: tener el gesto que alivia, que hace olvidar a la mano que es de carne, que derrama un deseo de amar en el alma entreabierta.

Entonces, el corazón se torna tan leve como el polen de las flores, y se eleva como el canto del ruiseñor, con su misma voz ardiente, que alienta nuestra penumbra. Desbordamos la felicidad porque hemos derramado la capacidad de ser dichosos, la felicidad que no habíamos recibido para que fuera sólo nuestra, sino para derramarla, porque nos ahogaba, como la tierra que no puede retener sus manantiales, los deja desbordar sobre las flores numerosas de las praderas, o por las hendiduras de las rocas grises.

Pero hoy, Los manantiales no brotan ya. La tierra, egoísta, no quiere despojarse del tesoro que la agobia. Retiene la felicidad y la ahoga.

Las rocas se secan y saltan en pedazos. Y Las flores, oprimidas en los corazones, sucumben.

Se ha cegado el impulso de los manantiales.

Las almas mueren, no solamente porque solo reciben odio, sino también porque se ha desnaturalizado su propio amor, cuya esencia era probar y darse.

Esta es la agonía de nuestro tiempo.

El siglo no se hunde por falta de elementos materiales.

Jamás fue el universo tan rico, ni estuvo tan colmado de comodidades, gracias a una enorme y fecunda industrialización.

Jamás hubo tanto oro.

Pero el oro está escondido en los cofres blindados, más seguro que en las más profundas cavernas.

Los bienes materiales, monopolizados, sirven para matar a los hombres y no para socorrerles. Son una razón más para odiar.

Han convertido en garras, las manos que los tocan, y en jaguares los cuerpos humanos que los utilizan.

Sin amor, sin fe, el mundo se está asesinando a sí mismo.

El siglo ha querido, ciego de orgullo, ser tan sólo el siglo de los hombres.

Este orgullo insensato le ha perdido.

Ha creído que sus máquinas, sus «stocks». Sus lingotes de oro, le podrían dar la felicidad. Y sólo le han dado alegrías, pero no la alegría, no esa alegría que es como el sol que nunca se apaga en los paisajes que antes, ha llenado de ardiente esplendor. Las tristes alegrías de la posesión se han endurecido como púas y han herido a los que, creyéndolas flores, las acercaban a su rostro.

El corazón de los vencedores del siglo, vencedores de un día, está lleno de melancolía, de acritud, de una horrible pasión de apoderarse de todo, enseguida, de una cólera brutal, que se eriza frente a todos los obstáculos.

Millones y millones de hombres se han batido y se han odiado. Un huracán les arrastra, cada vez más desencadenado, a través de los aires encendidos. La lengua seca, frías las manos, adivinan ya, en medio de su delirio, el instante próximo en que su obra de locos será aniquilada. Desaparecerá, porque era contraria a las leyes del corazón y a las leyes de Dios.

Él solo, Dios, daba al mundo su equilibrio, dominaba las pasiones, señalaba el sentido de los días  felices o desgraciados.

¿Para qué haber sido ambicioso, cuando el verdadero bien se ofrecía sin límites, generosamente, a  todos los corazones puros y sinceros?

El mundo ha renegado de esta alegría, sublime y orgullosa, como los chorros de una fuente.

Ha preferido hundirse en los pútridos mares del egoísmo, de la envidia y del odio.

Se asfixia en la ciénaga.

Se debate en medio de sus guerras, de sus crisis, en medio de los lazos resbaladizos de su egoísta pasión.

Aunque se reúnan todas las conferencias del mundo y se agrupen los jefes de Estado y los expertos, nada podrán cambiar. La enfermedad no está en el cuerpo. El cuerpo está enfermo porque lo está el alma. Es el alma la que tiene que curarse y purificarse.

La verdaderamente grande y única revolución que está por hacerse es ésa: aun tan sólo las almas, llamadas por el amor del hombre y alimentadas por el amor de Dios podrá devolver al mundo el claro rostro y una mirada limpia a los ojos purificados por el agua serena de la entrega generosa.

No hay opción: o revolución espiritual, o fracaso del siglo. La salvación del mundo está en la voluntad de las almas que tienen fe.


Por Moro
Para Páginas Árabes

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