Alhamra: esplendor árabe en el corazón de Granada
Alhamra es el monumento más importante y hermoso de cuantos ha construido el Islam en el mundo.
Recibe a más de 2.200.000 visitantes al año. Contemplándola desde el Mirador de San Nicolás, Bill Clinton dijo haber asistido a «la puesta de sol más bella del mundo». Su recinto amurallado ocupa 104.697 metros cuadrados, a los que se suman otros tantos del Generalife. Las primeras referencias a al-Qal’a alHamra («La Fortaleza Roja») son del siglo IX, pero es a partir de 1238 cuando los sultanes nazaríes comienzan a construir allí sus edificaciones, en principio defensivas. Los principales palacios y estancias fueron construidos en diversos momentos entre comienzos del siglo XIV y la segunda mitad de esa centuria. Sus muros están recorridos por miles de versos inscritos en ellos: solo en el Palacio de Comares hay documentadas más de 3.000 inscripciones en árabe. Fue declarada Monumento Histórico Nacional en 1870.
Quienes la conocen bien suelen decir que no hay una, sino muchas alhambras y que son muchas también las formas de acercarse al monumento árabe más celebre del mundo. Vista desde el exterior, la Alhambra parece un castillo, pero es el suyo un aspecto extrañamente fortificado, pues el tupido bosque del que surgen sus torres es el peor paisaje que se puede concebir para una defensa militar. Dentro de esos muros lo que aparece es una auténtica ciudad palatina, cuya única zona militar es la Alcazaba, sin duda la parte más antigua del conjunto, con grandes torres que ofrecen vistas espectaculares sobre Granada y su vega. Desde la Alcazaba parte una vía, la Calle Real, que bordea los palacios y llega hasta la zona urbana propiamente dicha, donde aún se distinguen los restos de las viviendas y talleres de los servidores de los soberanos nazaríes. Todo un microcosmos recogido sobre sí mismo y que domina desde lo alto la ciudad de Granada que, al decir del poeta árabe, «es la esposa que se muestra al monte, su marido».
Si se prefiere dejar a un lado las estancias de militares, sultanes o artesanos, la naturaleza ofrece esa otra «vida misteriosa de la Alhambra» de la que hablaba Titus Burckhardt para referirse al agua que, procedente del río Darro, se adentra en la ciudad a través de la Acequia Real y su compleja red de ramales, galerías y albercas. Las canalizaciones suelen tener siempre una pendiente muy leve, una planificación consciente que buscaba remansar las aguas para su mejor aprovechamiento. La exuberante vegetación que hoy se contempla asociada a esas estructuras hidráulicas nada tiene que ver con la original −que es en buena medida desconocida– pero su belleza y armonía son el mejor testimonio de la delicadeza y el buen hacer que han guiado las intervenciones de los conservadores de la Alhambra durante el último siglo.
Con todo, son los palacios los que verdaderamente atraen la atención del visitante. Y, de nuevo, en ellos nada es lo que parece. La suntuosidad que atrapa a la vista en paredes, techos o bóvedas esconde el uso generalizado de materiales tan humildes como ladrillo, tapial, yeso, madera o azulejos, que hacen de la Alhambra un ejemplo de eso que hoy llamaríamos «sostenibilidad» y que tiene en el empleo de recursos locales su rasgo más destacado. El mármol − procedente de Macael (Almería)− aparece en algunos pavimentos y columnas, como las del Patio de los Leones, pero siempre dentro de unas dimensiones humanas y accesibles. El contraste con el, por otra parte, espléndido palacio de Carlos V, diseñado por Pedro Machuca (m. en 1550) y literalmente empotrado dentro del recinto de la antigua ciudad islámica resulta asombroso: los fuertes sillares de piedra, las altas columnas dóricas o la imponente fachada italianizante reflejan un gusto estético poderoso e intimidante, que nada tiene que ver con la armonía y los sutiles equilibrios presentes en la concepción de los palacios nazaríes. No hay muchos lugares en el mundo en los que las civilizaciones puedan ver sus expresiones artísticas comparadas con tal agudeza en un radio de apenas unos centenares de metros. En la Alhambra o, lo que es lo mismo, en la compleja Historia de España, tal cosa si que es posible.
Alarifes y artesanos musulmanes supieron extraer una belleza sin par a partir de estos medios tan modestos. Y lo consiguieron con conocimiento, habilidad técnica y un cuidado exquisito en todos los detalles. En los alicatados y solerías de la Alhambra se pueden distinguir, por ejemplo, los 17 tipos de patrones de simetría que los matemáticos contemporáneos han sido capaces de formular para el mundo bidimensional: de forma incluso más espectacular, las propias albercas en lugares como el Patio de Comares reflejan también movimientos simétricos al actuar sus aguas como perfectos espejos de la realidad. Contemplar la techumbre de madera del Salón de Comares permite distinguir tres planos cuidadosamente dispuestos para que la luz se refleje en ellos de tal manera que siempre queda resaltado el nimbo central que representa el octavo cielo en el que se asienta el trono de Dios. El Patio de los Leones, en fin, –cuya célebre fuente ha sido objeto de una espléndida restauración reciente− está marcado por un pórtico corrido con arquerías en las que se despliegan algunos de los mocárabes más bellos que alberga el conjunto; la imponente taza de alabastro que sirve de fuente central lleva inscritos unos hermosos versos del poeta Ibn Zamrak (m. en 1394): «En apariencia agua y mármol parecen confundirse/sin que sepamos cuál de ambos se desliza». Los itinerarios son, en efecto, innumerables y las sorpresas surgen tanto en el conjunto como en la infinidad de detalles que se ofrecen a los sentidos.
Los cientos de miles de personas que visitan cada año la Alhambra incluyen un número creciente de turistas musulmanes procedentes del sudeste asiático, próximo oriente o incluso norte de África. Es previsible y deseable que en el futuro ese número aumente. Saber ofrecer a esas gentes una visión de la Alhambra –y de otros hitos patrimoniales islámicos de nuestro país– alejada de tópicos y de guiños nostálgicos, pero al tiempo tolerante, respetuosa, rigurosa e inclusiva es un reto que tenemos ante nosotros. Poder cumplirlo adecuadamente servirá de indicador para saber si nuestro país ha sabido finalmente adoptar ese ineludible y delicado papel, que tantas veces se le ha reclamado, de servir de engarce cultural y humano con una civilización que pronto representará a casi una cuarta parte de la población mundial.
Por Eduardo Manzano
Con información de ABC
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