República Árabe Saharaui: resistir en el desierto
La carretera desaparece en la arena nada más cruzar el puesto fronterizo de Tinduf, al oeste de Argelia. Tras 20 kilómetros a través del desierto, un cartel da la bienvenida a la República Árabe Saharaui Democrática (RASD).
Desde una caseta acotada con carcasas de obús, un hombre en camuflaje examina el pasaporte sin estampar sello alguno. Nada extraño, porque la RASD es reconocida por 82 países, pero la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sigue considerando a Sahara Occidental como un «territorio en proceso de descolonización inconclusa».
Sahara Occidental fue víctima de un proceso de descolonización interrumpido en 1976, cuando España, su antigua potencia colonial, abandonó en enero el territorio y lo dejó en manos de Marruecos y Mauritania.
Desde el alto al fuego de 1991, Rabat controla la práctica totalidad del territorio, incluida la orilla que baña el Atlántico en el noroccidente africano, mientras que una exigua franja oriental permanece bajo control del Frente Polisario. Esa es la autoridad que la ONU reconoce como representante legítima del pueblo saharaui.
Sin apenas agua, ni luz, ni teléfono, ni hospitales, las tierras controladas por el Frente Polisario, también llamadas «territorios liberados», son un lugar inhóspito únicamente habitado por nómadas y, por supuesto, por los soldados saharauis.
Casi todos los saharauis viven actualmente en suelo argelino, en los campos de refugiados de Tinduf, 1.465 kilómetros al suroeste de Argel. Son entre 200.000 y 250.000 personas, según dijeron fuentes de la RASD a IPS.
Resistir en el desierto
En el acuartelamiento del segundo batallón de la región en Bir Lehlu, capital de los territorios liberados, un soldado otea el rectilíneo horizonte subido a uno de los escasos y raquíticos árboles del lugar. Recibe una orden, salta al suelo y se introduce de inmediato por un agujero hecho en la tierra. Un minuto después reaparece de la nada, pero a una distancia de 50 metros.
«Ante un eventual ataque aéreo solo podemos escondernos bajo tierra, como esos lagartos negros y naranjas que verás por todas partes», bromea Mohammad Sidi Baaya, jefe de sección del batallón. Según dice, el mantenimiento de la red de galerías subterráneas es una de las mayores prioridades de esta organización militar.
Desde uno de los barracones del acuartelamiento, y sobre una maqueta a escala, Baaya da a IPS unos apuntes generales sobre la mayor obra jamás construida en territorio saharaui.
La llaman el «muro»: 2.700 kilómetros repartidos por una intrincada red de empalizadas, zanjas y alambradas que Marruecos construyó durante la década de los 80 y que traza, de norte a sur, el límite occidental del territorio hoy bajo control del Polisario.
«Entrenamos a nuestros hombres para atravesarlo y atacar al enemigo desde su retaguardia», asegura el jefe de sección. Hasta el alto al fuego en 1991, el Polisario acometía misiones nocturnas a través del muro en una guerra de desgaste que duró 16 años.
Nacido en los campos de refugiados de Tinduf, 400 kilómetros al oeste de Bir Lehlu, el soldado Mohammad Murad patrulla ahora uno de los sectores de los territorios liberados.
«Estamos en patrulla constante los siete días de la semana desde el secuestro de los cooperantes hace siete meses. Sospechamos que los terroristas están preparando nuevas acciones contra periodistas y cooperantes extranjeros», explica a IPS el joven recluta del Polisario, a escasos kilómetros de la frontera con Mauritania.
En octubre de 2011, tres cooperantes -dos españoles y una italiana- fueron secuestrados en Tinduf por un grupo supuestamente escindido de la red extremista Al Qaeda. Las consecuencias de esa acción se notan dolorosamente en un descenso de la ayuda internacional. Y la supervivencia de todo el pueblo saharaui depende de ella.
Murad es uno de los integrantes de una unidad motorizada del Polisario. Atraviesan el desierto en un vehículo 4×4 de fabricación japonesa, con un cañón antiaéreo montado en su parte trasera.
«El Polisario fue el primero en montar artillería pesada sobre estos vehículos, mucho antes que en Somalia o en Libia», apunta orgulloso Salama Abdalahi. Con más de 60 años, él es uno de los muchos veteranos que continúan en las filas del ejército saharaui. Se incorporó al movimiento en 1974, antes incluso de la retirada de España.
Abdalahi es natural de Bojador, un territorio saharaui bajo control marroquí, por lo que comparte con los más jóvenes su amplia experiencia militar y también les sirve de vínculo directo con la tierra que abandonaron sus padres tras la ocupación.
Al margen del tiempo
Unos 100 kilómetros al noreste de Bir Lehlu, aparecen unos hombres armados con arcos cazando gacelas y antílopes, e incluso pescando. Así están en unos grabados en la roca que, según los arqueólogos, fueron hechos hace más de 5.000 años.
Cuando no lo impiden las frecuentes tormentas de arena, tampoco es difícil dar con un asentamiento nómada. La «jaima» (tienda beduina) de Nuna Mohammad Bumra parece brotar de la nada más absoluta.
Una vez dentro, su «melfa» (prenda femenina saharaui) verde destaca de entre todas las gamas de rojo en impolutas alfombras y mantas cuidadosamente apiladas junto a un armario de madera.
Pudiera ser una imagen atemporal, incluso milenaria, salvo por la enorme bandera saharaui que preside la estancia: tres franjas verde, blanca y negra del mismo tamaño unidas a la derecha con un triangulo rojo, y en ese mismo color y en la mitad la estrella y la media luna, símbolos de los países magrebíes.
«Hemos oído hablar de terroristas que llegan desde Malí y Mauritania pero nos sentimos seguros bajo la protección del Polisario», explica Bumra, tras agasajar a sus huéspedes con leche de cabra recién ordeñada. «Nuestra mayor preocupación sigue siendo la escasez de agua», añade.
Confirma que los únicos habitantes de la región son beduinos como ella, familias nómadas que subsisten gracias a sus rebaños de cabras y a unos camellos que viven en estado semisalvaje.
A pesar de las condiciones de vida, evidentemente difíciles, esta orgullosa saharaui asegura que jamás pensó en trasladarse a los campos de refugiados, al otro lado de la frontera.
«No pienso marcharme a un país que no sea el mío. Además, ¿cómo abandonar la única parte de nuestra tierra bajo nuestro control?», dice con firmeza mientras sonríe.
Por Karlos Zurutuza (IPS/Bir Lehlu, Sahara Occidental)
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