El Laúd de Plata
También evocó aquella otra mañana, tan triste, en la que se despidió, y las promesas que entonces le hizo. Promesas que no se habían visto cumplidas… Tan desdichada se sentía la pobre Jacinta, que las lágrimas brotaron de sus ojos y, corriendo por sus mejillas, cayeron sobre la fuente.
Poco a poco, las tranquilas aguas de la fuente comenzaron a agitarse y a burbujear, cada vez con mayor intensidad. Cuando Jacinta lo advirtió, se sintió presa de un extraño temor, que aumentó cuando, saliendo de entre las aguas, fue apareciendo ante su vista la figura de una joven de extraordinaria belleza y ricamente ataviada a la usanza mora.
Desconcertada ante aquella aparición, echó a correr y se encerró en su habitación, muy nerviosa y agitada. Y a la mañana siguiente se lo contó a su tía. Pero Fredegunda lo juzgó simple imaginación.
– Seguro que te quedaste dormida mientras pensabas en la historia de las tres princesas moras que antaño habitaron esa torre -le dijo.
– ¿De qué historia habláis, tía? No recuerdo ninguna historia de tres princesas moras… -afirmó Jacinta.
– Pues estoy segura de habértela contado hace ya tiempo. Es la historia de las tres princesas Zaida, Zoraida y Zorahaida, hijas del rey moro de Granada, Mohamed. Su padre las mantuvo durante mucho tiempo encerradas en esa torre hasta que al fin, un día, ellas decidieron fugarse con tres caballeros cristianos, pues cristiana habla sido también su madre. Pero en el último instante, la menor, que era extraordinariamente tímida y apocada, sintió miedo y se quedó en la torre, donde murió de nostalgia poco tiempo después. Durante muchos años las gentes afirmaron que su espíritu seguía habitando la torre…
– Sí, ahora recuerdo perfectamente la historia -dijo Jacinta-. Y recuerdo también que cuando me la contasteis, tía, lloré pensando en la suerte de la pobre princesa Zorahaida.
-No me extraña que llorases -siguió diciendo Fredegunda-, porque el caballero cristiano con el que Zorahaida no llegó a fugarse, fue precisamente un antepasado tuyo, que ya de regreso, a su país, aunque muy acongojado al principio, fue poco a poco reponiéndose de su tristeza y terminó casándose con una noble dama española. Y de ellos desciendes tú.
Aquella conversación que había mantenido con su tía, llevó a Jacinta al convencimiento de que no había sufrido una alucinación, sino que realmente se le habla aparecido la figura de la princesa Zorahaida.
«Fue una muchacha dulce y tímida, y no he de temerla. Esta noche volveré a la fuente a medianoche y quizá se me aparezca de nuevo», se dijo
Y así lo hizo.
Hacia la medianoche, cuando, como el día anterior, su tía dormía ya profunda y tranquilamente, se sentó en el saloncito de estilo moro, junto a la fuente.
Y en efecto, apenas acababan de sonar las doce en el reloj más próximo, cuando de nuevo burbujearon las aguas y se abrieron, para que de entre ellas surgiera la figura de la hermosa princesa mora, ricamente ataviada, luciendo joyas valiosísimas y llevando entre las manos un laúd de plata.
Jacinta sintió, como la noche anterior, un primer impulso de echar a correr y refugiarse en su habitación. Pero se dominó, al ver cuán triste era la mirada de sus bellos ojos y también al oír su voz dulce y lastimera.
– ¿Cuál es la pena que te aflige, joven hija de los mortales? -le preguntó-. ¿Por qué lloras? Tus lágrimas turban las aguas, en las que descansa mi espíritu encantado, y tus suspiros y tus lamentaciones me impiden el reposo.
– Lloro y me aflijo por el abandono y el olvido de un joven paje.
– Tranquilízate y deja de llorar, hermosa niña. Tus penas todavía pueden tener remedio. Como sin duda ya sabes, yo soy una princesa mora que, como tú, lloró durante mucho tiempo la pérdida de su felicidad. Pero no por traición u olvido de mi caballero, sino porque me faltó el valor de abandonar esa torre. Se trataba de un antepasado tuyo, precisamente, y quería llevarme con él a su tierra, para que allí me bautizara y hacerme después su esposa. Y yo lo deseaba, ¡oh, sí! Deseaba ser su esposa, pero aún más deseaba convertirme a la religión cristiana, que había sido la religión de mi madre. Pero tuve miedo, ya te lo dije. Por eso ahora los genios maléficos tienen poder sobre mí y permaneceré encantada bajo esas aguas, en tanto una muchacha cristiana, joven como yo y de corazón puro, quiera romper el hechizo. Dime, ¿quieres tú ayudarme?
– Sí, sí, ¡claro que quiero! -respondió Jacinta, sin la menor vacilación
– No te arrepentirás, porque yo a mi vez te ayudaré también con todas mis fuerzas. Ven, acércate, no temas. Coge agua de esa misma fuente y con ella bautízame según ordena tu religión. Así seré libre, por fin, del hechizo que me encadena desde hace siglos.
Jacinta obedeció las indicaciones que le daba la princesa mora y recogiendo un poco de agua de la fuente, la echó sobre el pálido y bellísimo rostro de aquella espectral figura, mientras pronunciaba las palabras sacramentales.
Al punto, aquel rostro pálido adquirió todavía una mayor belleza, porque se llenó de dulzura y paz. Dejando caer el laúd de plata a los pies de la muchacha andaluza, cruzó los brazos sobre el pecho y, lentamente, se fue difuminando en la noche.
Jacinta, trémula y llena de asombro, abandonó corriendo el saloncito y se encerró en su habitación. Pero aquella noche apenas pudo dormir. Sus sueños estaban poblados de pesadillas y de figuras que aparecían y desaparecían. Por fin, a la mañana siguiente, lucía de nuevo el sol en todo su esplendor y ella se apresuró a levantarse, para ir al salón y comprobar si realmente había podido salvar a la princesa mora de su encantamiento, o todo habla sido un sueño.
Al llegar, el laúd de plata, apoyado contra una de las columnas de la fuente de alabastro, le demostró la realidad de lo sucedido. Entonces fue en busca de su tía, apresurándose a contarle todo lo que había pasado y, como confirmación a sus palabras, le mostró el laúd de plata, con lo cual la buena señora tuvo que admitirlas como ciertas.
Entonces Jacinta pulsó con mano trémula aquel bellísimo instrumento y el asombro de ambas creció al advertir que la música que salía de sus cuerdas, era dulcísima y embriagadora.
– ¡Ese laúd es algo extraordinario! -exclamó Fredegunda, llena de admiración.
A partir de aquel día, Jacinta, aunque seguía recordando a su paje, sintió que su pena se suavizaba y la nostalgia huía de su corazón en cuanto pulsaba el laúd. Por eso lo tocaba muchas horas cada día, sin advertir que sus notas maravillosas hacían detenerse frente a la Torre a cuantas personas pasaban por las cercanías, hasta el punto de que la fama de la bella Jacinta y su extraordinario laúd de plata, fue extendiéndose por toda la comarca. ¡Incluso los pájaros cantores y de más armonioso trino, callaban para escucharla!
Pronto no fueron sólo los habitantes de Granada los que se extasiaron con la música de Jacinta. Su fama llegó a muchas otras ciudades y de todas partes comenzaron a acudir caballeros y damas, que deseaban oírla y que incluso le rogaban que acudiera a sus palacios cuando celebraban alguna fiesta, para deleite de los invitados. Y así fue como Jacinta salió por fin de su retiro, aunque siempre acompañada por su tía y recorrió palacios y ciudades, aldeas y mansiones señoriales, siendo festejada y honrada por todos.
Málaga, Córdoba, Sevilla, Almería…, todas las ciudades la acogieron con alegría y la llenaron de elogios. Muchos caballeros principales la pidieron en matrimonio. Pero ella no hacía caso de ninguno. Aunque, como ya dijimos su tristeza y su melancolía habían desaparecido, gracias a la poderosa virtud de la música del laúd de plata, su corazón seguía fiel al paje que la había olvidado y no podía interesarse por nadie más.
Precisamente por aquellos tiempos, el rey Felipe V fue presa de una extraña enfermedad que los médicos se sentían incapaces de aliviar. El monarca sufría unas jaquecas muy extrañas, que le sumían en un profundo sopor, y se pasaba días enteros sin interesarse por los asuntos del reino ni por ninguna otra cosa. Sólo parecía experimentar algún alivio oyendo música y por eso la reina había contratado los servicios del mejor grupo instrumentista del mundo, así como también los del cantante italiano Farinelli.
Hasta que un día, después de una jaqueca, más fuerte que todas las anteriores, que le había tenido casi inconsciente durante largas horas, el rey fue presa de una manía que le hacía afirmar que se había muerto y reñía a sus cortesanos y a sus médicos, porque no se apresuraban a darle sepultura.
Lo mismo la reina que los ministros estaban desconcertados y no sabían qué hacer. ¡La autoridad del rey era máxima y todo el mundo le debía obediencia! Pero, ¿cómo podían ellos cumplir esa orden, si no estaba muerto, sino vivo…? La reina, sobre todo, que amaba entrañablemente a su regio esposo, se pasaba las noches en vela, tratando de encontrar una fórmula para solucionar tan delicado problema, mientras emisarios suyos recorrían todos los países, en busca de los mejores médicos, confiando siempre que alguno lograrla por fin curar al rey.
Hasta que alguien habló a la reina de las maravillosas virtudes de la música que ejecutaba una joven andaluza. Como es de suponer, al punto se enviaron emisarios en su busca, con el ruego de presentarse en la corte lo más rápidamente posible y así, pocos días después, la bella Jacinta, acompañada de su tía, traspasó la puerta real, siendo recibida por la soberana.
Isabel quedó muy sorprendida al comprobar personalmente la belleza y el encanto, así como también la juventud de la muchacha, y cuando Fredegunda le explicó que, aunque había vivido humildemente durante su infancia, sus antepasados fueron todos de noble cuna y su padre había muerto peleando valientemente en defensa del rey, se sintió muy complacida.
– Si la fama de que vienes precedida es cierta -dijo entonces la reina dirigiéndose a la muchacha- y si con tu música consigues aliviar al rey de sus extraños males, en adelante quedarás bajo mi protección y te colmaré de honores y riquezas.
Y ya sin perder más tiempo, deseosa de comprobar el efecto de la música de Jacinta sobre el espíritu del rey, se apresuro a conducirla personalmente hasta la cámara real.
La hermosa Jacinta se quedó muy impresionada al entrar en la cámara. Porque por orden expresa del rey, que nadie se había atrevido a desobedecer, su cámara había sido adornada con inmensos cortinajes negros y alumbrada con altos velones de cera amarilla, todo lo cual contribuía a darle un aspecto tétrico. En el centro, había una especie de lecho o catafalco, también completamente cubierto con colgaduras negras, y sobre el cual reposaba inmóvil y con las manos cruzadas sobre el pecho, el rey.
La reina, al entrar, hizo señas a los caballeros que había en la estancia de que no hicieran el menor ruido y después indicó a Jacinta un taburete bajo que había en un rincón, haciéndole comprender su deseo de que se sentara y comenzara en seguida a tocar su laúd de plata.
La muchacha estaba tan nerviosa y emocionada, que al principio sus dedos se movieron vacilantes pero, poco a poco, su mano se fue afirmando y pronto arrancó de las cuerdas armonías tan suaves, tan perfectas y tan maravillosas, que todos los presentes se sintieron transportados al reino de la música. Al principio el rey no se movió. Aquella música suave y dulce, le hizo pensar quizá que se encontraba ya en el cielo y que eran los ángeles los que así tocaban. Sin embargo, una sonrisa plácida apareció en su rostro, lo cual llenó de esperanzas el corazón de la reina.
Después de haber tocado varias piezas melódicas y suaves, Jacinta inició la ejecución de una balada, que exaltaba las glorias de la Alhambra y las victorias de los valientes soldados españoles frente a los no menos valientes guerreros moros. Y el recuerdo de la Alhambra iba tan unido al del paje Ruiz de Alarcón, que la muchacha pulsó las cuerdas con toda su alma y las notas vibrantes, llenas de sentimiento, llenaron por completo la estancia, sobrecogiendo a todos los presentes…, ¡y el propio rey se levantó de un salto, ordenando impaciente que al punto le trajeran su espada y su escudo, y abrieran las ventanas de la habitación, para que por ellas entrara el sol y el aire!
¿Es preciso decir que aquella orden del monarca fue recibida con agrado por todos los presentes…? Mientras varios criados se apresuraban a ejecutarla, la reina, vivamente emocionada y con lágrimas en los ojos, abrazaba a su esposo quien, a su vez, la abrazó también con gran ternura, afirmando que se encontraba bien.
Después de ese primer momento de alegría, todos se volvieron hacia la artista que con su laúd de plata había hecho posible esa curación. Y entonces advirtieron que, llevada ella también de la emoción que había conseguido imprimir a su música, había sufrido un desvanecimiento y hubiese caído al suelo de no haberla recogido a tiempo los fuertes brazos del paje Ruiz de Alarcón.
Cuando se repuso por fin de su desmayo, el paje, en presencia de la propia reina, se apresuró a justificarse del aparente olvido en el que la había dejado.
– Mi padre se opuso terminantemente a la boda, apenas le hablé de ello -afirmó-. Durante meses y meses he insistido una y otra vez, pero todo es inútil. ¡Incluso llegó a prohibirme por completo que mantuviera ninguna relación contigo! También quería concertar mi matrimonio con una damisela de alta alcurnia, pero eso, ¡no! Como buen hijo puedo y debo obedecerle, ¡pero jamás me casará con otra muchacha!
A Jacinta todas aquellas palabras le parecían un sueño. Y su felicidad aumentó cuando la reina se decidió a intervenir.
– Ya te dije, hermosa Jacinta, que si lograbas curar al rey de su melancolía y de sus manías, te llenaría de honores y riquezas. Pues lo haré, no lo dudes. Y serán tantos y tan alto también el puesto que, a partir de ese mismo instante, ocuparás en la corte, que el noble padre de mi paje no sólo admitirá gustoso vuestra boda, sino que incluso la deseará con toda su alma.
Y así fue.
Poco tiempo después se celebró la boda, con gran esplendor y magnificencia y apadrinada por los propios reyes, con lo cual se inició para Jacinta y su esposo una vida llena de venturas y felicidades.
¿Y el laúd…? ¿Qué fue del laúd de plata…?
Durante algún tiempo el laúd permaneció en la morada de Jacinta y Ruiz de Alarcón, pero ellos, en su felicidad, llegaron a olvidarlo. En realidad, ¿para qué necesitaban música alguna, ni canciones, si sus corazones estaban siempre llenos de alegría…? Y según cuenta la tradición, un día, lo robó el cantante Farinelli, envidioso del poder de aquella música y se lo llevó con él a Italia, su patria. Pero a su muerte sus herederos, que ignoraban por completo el maravilloso poder, de aquel laúd, lo destruyeron, fundiendo la plata y entregando las cuerdas a un fabricante de violines de Cremona.
¡Y también se dice, aunque nadie pueda afirmarlo, que ésas fueron las cuerdas que estaban en el violín que tanta fama dio al gran Paganini !
Fuente
Del Libro La Leyenda de la Rosa de la Alhambra de Washington Irving
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