Del nombre árabe y sus misterios
La controversia cultural en torno al origen de los primitivos nombres árabes:
Nomen est omen. La creencia en “el poder de las palabras” fue en la antigüedad algo más que una simple metáfora redentora. Desde el verbo de Isis “que hace revivir a los muertos” a la terrible imprecación de Oseas “los mataré con las palabras de mi boca”, la literatura antigua arroja multitud de ejemplos de cómo los antepasados entendían la realidad del verbo como cosa tangible y contingente; y que existía un vínculo directo, causal, casi físico, entre la cosa nombrada y su palabra. J. G. Frazer dedicó célebres páginas a ilustrar esta creencia en las propiedades mágicas de los nombres, en el temor a pronunciarlos o escribirlos, en las consecuencias venturosas o funestas de su uso.
Los árabes no fueron ajenos a esta preocupación por los efectos materiales y palpables de su onomástica. En el siglo IX, el gran sofista de Basora ‘Amr b. Bahr al-Yahiz se preguntaba en su Kitab al-tarbi‘ wa l-tadwlr por qué los beduinos de la antigua Arabia habían sido capaces de usar nombres con sentidos netamente opuestos, alternando lo agradable con lo destemplado:
Si es cierto que los hombres se han llamado Ceñudo \ Abis], Capotudo [‘Abbas], Torvo \Satim], Hosco \Kalih], Cejijunto \Qátib], Guerra \Harb\ Amargo \Murra], Peñasco \_Sajr], Coloquíntida \Hanzala], Tristeza \Huzn], Prohibido \Huyr], Mono \Qird] o Cerdo Jinzir], también es verdad que se han llamado Riente [Dahhák], Chancero \Battal\ Sonriente [Bassdm], Bromista [Hazzál] o Viyrtal \Nasit]*
Un criterio tan dispar a la hora de elegir los nombres propios llamó pronto la atención de gramáticos y lexicógrafos. La célebre explicación del poeta al-‘Utbí (siglo IX) relatada por Ibn Durayd pudo aclarar pronto la perplejidad con que muchos musulmanes no árabes contemplaban los nombres usados por sus patronos:
Le preguntaron a al-‘Utbí: “¿Por qué razón los árabes llaman a sus hijos con nombres desagradables, y a sus esclavos en cambio los llaman con nombres hermosos?” Al-‘Utbí contestó: “Porque los árabes llaman a sus hijos por sus enemigos, y a sus esclavos por sí mismos”.
Como el mismo Ibn Durayd explica cuidadosamente al principio del Kitab al-Istiqaq, compuso dicha obra para aclarar el significado y razón de los nombres árabes —las variantes y deformaciones que estos habían sufrido en su migración de unas tribus a otras—, movido por el afán de preservar la memoria onomástica árabe frente al descuido, al simple olvido o a la alteración que el contacto con otros pueblos, especialmente arameos y persas, hubieran originado en ella.
Naturalmente, latía en este impulso purificador de Ibn Durayd, y en la propia explicación de al-‘Utbí aducida por aquél, un reflejo apreciable de la controversia cultural que, con el nombre de suübiyya, enfrentó a árabes y persas durante la mayor parte del siglo IX. Estos últimos, en efecto, se habían burlado en repetidas ocasiones de la tosquedad de los árabes, un pueblo rudo surgido del inhóspito desierto, y habían hecho mofa de sus tradiciones, lisonjeándose del refinado pasado sasánida y de sus gloriosas tradiciones históricas. Se habían reído abiertamente de la costumbre árabe de pronunciar el discurso forense marcando las prosodias a golpe de cayado sobre el suelo; del hábito de comer lagartos y beber leche de camella, y por supuesto de sus nombres de perro y lobo. Es célebre el verso atribuido a Sahl b. Harün, uno de los campeones del bando persa:
“¿Pretende [la tribu de] Kalb [‘perro’] contarme entre sus familiares? Hay poca ciencia entre los perros.”
A cambio, los árabes contraatacaban acusando a los persas de mezquindad y falta de bravura, y de mantener las costumbres incestuosas presuntamente heredadas de la nobleza sasánida tardía, como atestigua tempranamente esta conversación atribuida al poeta omeya de origen persa Isma‘íl b. Yasar:
—“Di la verdad: mientras que nosotros educábamos a nuestras hijas, vosotros enterrábais a las vuestras en la arena.”
—“En efecto”, contestó el árabe, “vosotros teníais necesidad de ellas y nosotros no”.
Es en este cruce de acusaciones mutuas, de difamación intercultural por la disputa de la supremacía en la naciente cultura islámica, donde debemos situar las primeras teorías en torno a la naturaleza de los nombres árabes y la burla que no pocos clientes persas y arameos hacían de los nombres desagradables de sus nuevos señores. La explicación propuesta por el poeta al-‘Utbí e Ibn Durayd debe incardinarse en una tesitura así: el carácter estrafalario de los nombres árabes no era sino una marca de gallardía y un timbre de gloria guerrera.
Por la parte contraria, la lista de nombres no arábigos que el campeón de la causa proárabe, al-Yahiz, ensarta en su Libro de los avaros por boca del picaro persa Jalid b. Yazíd, también adquiere su justa significación en este contexto:
No queda en la tierra ka’bi ni picaro (mukaddi) en cuyo oficio yo no fuera maestro: incluso se me sometieron [bandidos como] Ishaq Mata- coños (qattdlal-hir), Banyawayh pelo de Camello (sa‘r Yamal), ‘Amrü l-Qawqíl, Ya‘far Kurdí Kalak, Pichatiesa (Qarn Ayri-hi), Hammawayh Ojo de elefante (Ayn al-fit), Sahram Burrodejob (Himür Ayyüb) y Sa‘da- wayh Jodeasumadre (Na’ik Ummi-hi).
Podemos presumir que, en este párrafo, al-Yahiz está hablando al menos de un judío no árabe, de dos kurdos y cuatro persas, todos ellos nombrados con motes hirientes, y que además se arrastran por el mundillo del hampa.
No obstante, y aunque semejante panorama de difamaciones onomásticas y culturales deba hacernos extremar la prudencia en las valoraciones acerca de la naturaleza y el origen de los primitivos nombres árabes, el testimonio de al-‘Utbí aparece refrendado con prodigiosa exactitud muchos siglos más tarde, en 1912, por boca de un jeque de la tribu de los ‘Oneze en Arabia central:
El nombre revela el modo de ser que se desea para el hijo en el futuro: al niño se le llama Gimel, “Camello Semental”, porque se espera que se haga fuerte como un camello. A esta clase pertenecen también nombres como Tsleb, “Pequeño Perro” y, en cambio, bellos nombres de esclavos tales como Ymine, “Honrada”, Mabruk, “Bendito”, Se’id, “El que trae suerte”, nombres de los que un jeque de ‘Oneze me dijo: “[…] los nombres de los esclavos son para nosotros y nuestros nombres son para nuestros enemigos”, y añadió que si llamasen a un esclavo “Perro”, éste podría portarse con ellos como un perro. A esta categoría quizá pertenezca también el nombre Khayen, que, por lo que parece, significa “traidor”.
Como se ve en el testimonio de este jeque recogido por J. J. Hess, todavía en el siglo XX había árabes que creían en la naturaleza augural de los nombres. Dichas creencias son inveteradas. Aparecen comentadas por los propios al-Yahiz e Ibn Durayd:
Los árabes daban a sus hijos los nombres de Kalb (“perro”), Himar (“asno”), Hayar (“piedra”), Yusl (“escarabajo”), Hanzala (“coloquíntida”), Qird (“mono”) según el buen presagio que contenían. Cuando a uno le nacía un niño, el beduino salía a contemplar el vuelo de los pájaros y aquilatar los augurios. Si oía a alguien decir: “Piedra”, o si acaso veía una, le daba ese nombre a su hijo, augurando así la fuerza, la dureza, la duración, la paciencia, la cualidad de romper todos los obstáculos. Asimismo, si escuchaba a alguien decir “Lobo”, o si por ventura veía uno, le auguraba la sagacidad, la picardía, la astucia, el beneficio. Si era un asno, le pronosticaba una larga vida, el aguante, la fuerza y la perseverancia. Si era un perro, la protección, la vigilancia, la amplitud de la voz, la presa y otras virtudes.
Sabed que los árabes tenían ciertos métodos para elegir los nombres de sus hijos: unos basados en el presagio contra sus enemigos, como Galib (“vencedor”), Gallab (“victorioso”), Zalim (“opresor”), ‘Arim (“intratable”), Munazil (“combatiente”), Muqatil (“guerrero”), Mu‘árik (“batallador”), Tabit (“correoso”) y otros por el estilo […].
Otros nombres los elegían por las cosas buenas que presagiaban para sus hijos, como Na’il (“agraciado”), Wa’il (“refugio”), Nayi(“ágil”), Mudrik (“perspicaz”), Darrak (“sagaz”), Salim (“sano”), Salim (“saludable”), Malik (“rico”), Amir (“próspero”), Sa‘d (“suerte”), Sa‘id (“feliz”), Mascada (“dichoso”), As‘ad (“exultante”), y otros de este tenor.
Algunos ponían nombres de bestias feroces, que tenían por objeto aterrorizar a los enemigos, como Asad, Layt o Farras (“león”); Di’b, Sid o Amallas (“lobo”), Dirgam (“león”), etcétera.
También hay que señalar los nombres extraídos de las cosas ásperas y fragosas del reino vegetal, como Talha o Samura (“acacias”), Salma, Qatada o Harasa. Todos ellos son arbustos con pinchos y espinas. No faltaba asimismo quien tomaba nombres de los accidentes abruptos del suelo, de cosas que hacían daño al tocarlas o pisarlas, como Hayar (“piedra”), Huyayr (“canto”), Sajr (“roca”), Fihr (“mortero”), Vandal (“peñasco”), yarwal (“pedregal”), Hazn (“peñascal”) o Hazm (“escarpa¬dura”).
Finalmente, había hombres que, saliendo de casa cuando su mujer daba a luz, llamaban al recién nacido según lo primero que se encontraban, ya fuera un zorro (Ta’lab) o una raposa (TaHaba); o un lagarto de cola estriada (Dabb); un cachorro de hiena (Dubayfa); un perro o su cachorro (Kalb/ Kulayb); un asno (Himar); un mono (Qird) o un cerdo Jinzir) o un borrico (yahs). También había quien ponía el nombre por lo primero que veía venir volando desde la derecha o la izquierda, como un cuervo (Gurab), un pájaro carpintero (Surad) y otros así.
El islam y la onomatomancia
Este panorama de nombres impuestos ex contrario y al acaso cambiaría esencialmente con el islam. Como es sabido, el Profeta creía en una de las disciplinas de adivinación practicadas tradi-cionalmente por los árabes, el fa’l o la onomatomancia, en tanto que prohibió severamente todas las demás, señaladamente el maysir (la adivinación mediante un juego de flechas), y la ornitomancia o adivinación según el vuelo de los pájaros (tira, ‘iyafa y otras).
Según un célebre hadiz recogido por Abü Dawüd, el Profeta habría afirmado: “El día de la Resurrección seréis llamados por vuestros nombres y los de vuestros padres, así que llamaos por nombres hermosos”. El nuevo valor introducido por Muhammad (BPD) en la comunidad musulmana se basaba en propiciar las buenas cualidades del nombre, evitando las malas. A lo largo de su vida, se afanó por cambiar los nombres de muchos personajes con los que se encontraba, otorgándoles otros de mejor augurio. A la hermana del futuro califa ‘Umar, Asiya (“rebelde”) le puso el nuevo nombre de Yamila (“hermosa”). Cambió el antiguo nombre de la ciudad de Medina, Yatrib, por el de Tayba (“agradable”), temiendo la semejanza con tatrib (“reprimenda”, “reprensión”). A la tribu de los Banü Saytan (“los hijos de Satán”) le impuso el nuevo nombre de Banü ‘Abd Allah (“los hijos del siervo de Dios”). Cambió el nombre de ‘Abd al-HSrit por el de ‘Abd Allah, pues según algunas tradiciones al-Harit era el nombre del Ángel Caído. Desaconsejó fervientemente el nombre de Murra (“amargura”) y la kunya o agnomen Abü Murra, tradicionalmente atribuida a Satanás, reemplazándola por Abü Hulwa (“dulce”). Es célebre la anécdota de dos mozos llamados Harb (“guerra”) y Murra, que se disponían a ordeñar una camella, y para evitar el mal augurio de sus nombres, el Profeta mandó ordeñarla a un tercero, llamado Ya‘is (“el que vive”).
Así pues, los musulmanes, que desde su pasado beduino acostumbraban a llamar a sus hijos por nombres desagradables, fueron instigados a llamarlos con nombres hermosos. Un renombrado suceso atribuido al califa ‘Umar ibn al-Jattab ilustra el cambio que esta nueva actitud habría de traer a la comunidad musulmana: se presentó ante él un fulano llamado Yamra (“ascua”) Ibn Sihab (“brasa”) de la tribu de los Banü Hturqa (“ardor”), la cual paraba en una comarca llamada Harrat al-Nar (“ardiente lava”), y precisamente en un paraje llamado Dat al-Laza (“del fuego llameante”). ‘Umar le aconsejó volverse inmediatamente con los suyos, porque pensaba que se estarían quemando, como en efecto dicen que sucedió.
Semejante cambio, sin embargo, no se efectuó sin resistencia: a un beduino llamado Hazn (“pedregal”), el Profeta (BPD) quiso llamarlo Sahl (“llano”, “fácil”), a lo que el hombre contestó “El llano está pisado por todos y es despreciable”. Pero el hecho es que tres siglos más tarde, como se echa de ver en los testimonios aducidos por al-Yahiz e Ibn Durayd, nombres como Jinzir (“cerdo”), Qird (“mono”) o Labb (“lagarto uromastyx o de cola estriada”) se habían convertido en una curiosidad filológica, caídos en completo desuso y esgrimidos como arma difamatoria contra los árabes. No obstante, la pervivencia del poder mágico del nombre, de las propiedades que era capaz de transmitir, siguió viva entre las sociedades árabes. Veamos algunos ejemplos de ello.