Hassan llega a Fez luego de abandonar Granada
Antes de llegar a Fez, jamás había puesto los pies en una ciudad, jamás había observado ese hormiguero ajetreado de las callejuelas, jamás había sentido en el rostro ese poderoso soplo, como el viento en alta mar, pero cargado de gritos y de olores.
Es cierto que nací en Granada, majestuosa capital del reino de Andalucía, pero ya estaba muy avanzado el siglo y sólo la he conocido agonizante, vacía de sus hombres y de su alma, humillada, extinguida y, cuando salí de nuestro arrabal del Albaicín, éste ya no era para los míos más que un vasto campamento de barracas, hostil y desmantelado.
Fez era otra cosa y tuve toda mi juventud para enterarme.
De nuestro primer encuentro, aquel año, no me quedan más que recuerdos borrosos.
Me había acercado a la ciudad montado en una mula, lastimoso conquistador medio dormido, sujeto con mano firme por mi padre, pues todos los caminos estaban en cuesta, tan empinados a veces que la montura no avanzaba sino con paso vacilante y poco seguro.
A cada sacudida, me ponía derecho antes de volverme a amodorrar.
De pronto, sonó la voz paterna:
-¡Hassan, despiértate si quieres ver tu ciudad!
Emergiendo del sopor, me di cuenta de que nuestro pequeño convoy estaba ya al pie de unas murallas de color arena, altas y macizas, erizadas de innumerables merlones puntiagudos y amenazadores.
Deslizando una moneda en la mano de un portazguero, pudimos cruzar una puerta.
Estábamos dentro de los muros.
-Mira -insistía Mohamed.
Alrededor de Fez se alineaban, hasta donde se perdían de vista, colinas en que se incrustaban incontables casas de ladrillo y piedra, adornadas, en muchos casos, como en Granada, con azulejos.
-Allí, en aquella llanura que cruza el wadi, está el corazón de la ciudad.
A la izquierda, la orilla de los andaluces, fundada hace siglos por emigrados de Córdoba; a la derecha, la orilla de los de Kairuán, en cuyo centro están la mezquita y la escuela de los kairuaníes, ese gran edificio de tejas verdes donde, si Dios quiere, recibirás enseñanzas de los ulemas.
Escuché distraído esas doctas explicaciones pues lo que más me entró entonces por los ojos fue el espectáculo de los tejados: aquella tarde de otoño, gruesos nubarrones suavizaban la luz del sol y, por doquier, sentados como en azoteas, había miles de ciudadanos, platicando, gritando, bebiendo, riendo, fundiéndose todas sus en una inmensa algarabía.
A su alrededor, tendida o puesta a secar en el suelo, de ricos y pobres se estremecía con cada soplo de la brisa, como el velamen de un navío.
Por Amin Maalouf
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