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Juan El Bautista – La voz que clama en el desierto

“Cabeza de san Juan Bautista”- Auguste Rodin (1887/88)

 

En la Judea pre-cristiana, surgió la figura de un joven revoltoso cuya voz predicaba la conversión y la penitencia.

¡Apareció un Profeta! El silencio del cielo se rompió y desde el vado de Betabara, a orillas del río Jordán, creció un rumor que estremeció el alma humana. En ese claro del desierto, entre espinosos matorrales y sobre un tímido césped, cientos de caravaneros escuchaban sedientos una voz, abrasadora como el fuego.

Hacía más de 500 años que Zacarías, en ocho visiones monumentales, anunció la gloria de Israel. Sin embargo, nada ocurrió. Aparecieron impostores de toda laya revestidos de peludos mantos, viles y aduladores.

Pero este retumbaba. Su figura grandiosa e hirsuta señalaba con el dedo los pecados del mundo; anunciaba catástrofes y no respetaba ni costumbres ni poderes. Se enfrentó a Herodes Antipas, el Tetrarca de Judea –hijo de Herodes el Grande–, adúltero con su cuñada Herodías, esposa de su hermano Herodes Filipo.

El historiador judío Tito Flavio Josefo, de la secta de los fariseos, y los cuatro Evangelistas dan carta de autenticidad a la existencia de Juan el Bautista. San Lucas es quien aportó más datos sobre su vida y su mensaje.

Algunos soñadores sostienen que el Bautista fue educado en un monasterio del grupo judío disidente de Qumrán y, los más disparatados, lo asocian con Gilgamesh, el héroe mitológico babilonio.

Con 30 años emergió de las arenas desérticas, entre la desembocadura del río Jordán y el Mar Muerto.





Una escultura de Rodin lo muestra seco de carnes, enjuto, barbudo y una expresión ígnea. Su aspecto incendiario nada tiene que ver con esas imágenes edulcoradas de infante pelirrubio regordete, que mata el tiempo jugando con el Niño Dios.

Aquel hombre vino al mundo –en el año 6 a. C.– de la forma más insólita : su padre, Zacarías, era un sacerdote justo pero menospreciado, y su madre –Isabel–, una anciana estéril.

Un sábado, en el Altar de los Perfumes, cuando ofrecía incienso a Dios, el Ángel Gabriel apareció entre la humareda y le anunció que tendría un hijo, a quien llamaría Juan. Por incrédulo, quedó mudo.

La literatura evangélica ofrece pocos datos para trazar la infancia y juventud del Bautista; Lucas escribió que el Ángel pidió a Zacarías consagrar el bebé a los nazarenos: luciría el pelo largo, no tomaría vino ni nada embriagador y un día, caminaría delante de la faz de Dios.

Heraldo divino

Penitente inclaudicable forjó su carácter en las carencias del desierto. El Bautista comía langostas –endulzadas con miel silvestre–, un platillo nada excéntrico registrado en el Levítico como una de las variedades de animales comestibles. La ropa correspondía a su talante: un vestido de pelo de camello, ceñido a los riñones por un cinturón de cuero. El mismo atuendo que Elías.

Gente de todo pelaje acudía a sus prédicas: publicanos, soldados y paganos. Anunciaba la conversión, el cambio radical de vida, la separación entre el grano y la paja, y la plenitud de los tiempos.

Una comisión de sacerdotes y levitas, versados en las sagradas escrituras, lo visitó para medir su grado de locura: –¿Eres el Mesías? No, no lo soy. ¿Qué debemos hacer? Quien tenga dos túnicas, regale una; quien tenga de comer, que comparta. ¿Y los recaudadores de impuestos –el ser más odiado por los judíos–? No exijan nada por encima de lo legal.

Y, por si fuera poco, bautizaba. La tradición artística lo expone con una concha o una vasija, derramando agua sobre los conversos. En la simbología ese líquido lavaba los pecados y era el inicio de una vida nueva.

A pesar de su discurso antisistema, tenía amigos entre los poderosos, uno de ellos Herodes Antipas. Este lo vigilaba a la distancia, entre el respeto, la inquietud y la sospecha.

La emprendió contra Herodías, poco indulgente con quienes tocaban sus ambiciones y sus amores; por eso, buscó la manera de deshacerse de aquel incómodo predicador, empeñado en exhibirla como adúltera.

Azuzado por su mujer, el tirano mandó prender al Bautista –en mayo del 28 d. C.– y durante 10 meses lo tuvo preso en la fortaleza de Maqueronte; en un calabozo sombrío, el Bautista siguió, por medio de sus discípulos, las andanzas del Mesías.

Entre el invierno de los años 28 y 29 d. C., los romanos firmaron un pacto con Artabán, rey de los medos, y como Herodes formó parte de esa delegación negociadora organizó una fiesta en su palacio. Ese día, el Tetrarca celebró su cumpleaños.

Fue ahí, al calor de las suaves melodías que acompañan el vino, que Salomé –hija de Herodías– bailó para el reyezuelo. La joven tendría 13 años. En una pintura de Bernardino Luini, en el Museo de Louvre, la vemos con su cabellera roja, ojiverde, enigmática, con una belleza entre el vicio y la virtud.

La danzarina enardeció los sentidos del “fino zorro” y al final le dijo: “Pídeme lo que quieras y te lo daré”. Esta no se hizo de rogar y, aconsejada por su madre, exigió en una bandeja la cabeza del Profeta.




Triste, pero fiel a su palabra, Herodes ordenó a un guardia decapitar a Juan el Bautista; tal vez así evitaría una revolución en aquella caldera del diablo.

Una piadosa leyenda afirma que el cuerpo del mártir fue sepultado en tierra samaritana, y con el tiempo levantaron una mezquita en su memoria.

Los discípulos llevaron la noticia a Jesús, a fines de marzo del año 29, y él no dijo nada, pero todos recordaron que meses antes lo elogió: “entre todos los hijos de mujer, ningún profeta fue mayor que Juan”.

Con información de La Nacion

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