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Historia de los naranjos de Ibn Bassal

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Aunque pueda parecer que han formado parte de nuestra dieta desde la más remota antigüedad, las naranjas no se conocieron en la Península Ibérica hasta el siglo XI.

Ibrahim Ibn Bassal, uno de los agrónomos andalusíes más importantes, consiguió -aunque no sin grandes dificultades- aclimatar esta delicada especie en un clima tan poco propicio para ello como el toledano. Fue en la Huerta del Rey (Yannat al-Sultan), la extensa finca en donde el rey taifa Al-Mamun (1037-1075) había instalado un jardín botánico. Se trataba de naranjas amargas (Citrus aurantium), recién llegadas al sur de Europa procedentes de Persia.

Habría que esperar todavía algunos siglos más para que comerciantes portugueses introdujeran la variedad dulce a la que hoy estamos tan acostumbrados (Citrus sinensis). Aunque se trataba de una especie a la que acabarían cantando los poetas -que comparaban sus frutas con el oro y las hojas con las esmeraldas-, no siempre fue así. Se atribuye al granadino al-Tignari -explica el historiador Carlos Gómez de Avellaneda– haber propalado el rumor de que el naranjo era un árbol maldito, pues todos los territorios por donde se extendió en época taifa acabarían pronto conquistados por los cristianos. Según comentaría posteriormente el famoso historiador Ibn Jaldun, ya en el siglo XV, «la ciudad en que se plante recibirá la advertencia de su próxima ruina».





Los naranjos que tanto entusiasmaron a Al-Mamun no fueron el único cultivo que arraigó en Toledo durante el siglo XI. Conservamos los suficientes testimonios como para saber -según acababa de escribir entonces Ahmad ibn Muhammad al-Razi, el célebre ‘Moro Rasis’ autor de la crónica del siglo X que sería bautizada en su honor en zona cristiana- que «su territorio es fértil para la agricultura, produce cosechas de gran rendimiento e inmejorable grano».

Al-Razi contribuiría notablemente a destacar la calidad del cereal toledano, pues añadió que «su trigo puede almacenarse durante setenta años sin que se estropee», motivo por el cual «a Toledo jamás le falta grano, incluso en tiempo de guerra». Por su gran importancia, fueron muchos los autores que le siguieron y reprodujeron este comentario, como Al-Zuhri, que fue contemporáneo de Alfonso X.

Otro autor del siglo XII -según recogió la historiadora del arte y arqueóloga Clara Delgado (1952-1998) en su trabajo ‘Noticias sobre Toledo suministradas por los geógrafos musulmanes’ (publicado en el número 8 de la revista En la España medieval, 1986)- fue el poeta guadalajareño Abu Muhammad al-Hiyari. Su obra no se conserva, pero ha quedado perpetuada en la de escritores posteriores, como el poeta, historiador y geógrafo granadino Said al-Magribi (XIII). Por él conocemos la «grandeza» de las defensas de Tulaytula «y los árboles que la rodean por todas partes».

Según este autor, «a través de la puerta de la Sagra [de Bisagra] se ven granados sin par, cuya flor tiene casi el tamaño de la granada». Esta fruta poseía gran simbolismo dentro del mundo andalusí. El sevillano Ibn al-Awwam, autor de un tratado de agricultura de gran importancia (Kitab al-Filaha), escribiría las siguientes palabras: «Cuidad del granado; comed la granada, pues ella desvanece todo rencor y envidia». Antiguos topónimos toledanos, como el del Granadal (el entorno de las ruinas del convento de San Pablo y el segundo remonte mecánico), son lo que se han conservado de aquella antigua abundancia. Aparte de las granadas, Al-Hiyari ponderó también los higos toledanos, una variedad «que tiene la mitad verde y la otra mitad blanca, extremadamente dulces».

Los naranjos de Ibn Bassal (autor del tratado Diwan al-filaha, que destacaba por sus conclusiones basadas en experiencias personales más que en citas de otros autores), el trigo de Al-Razi (quien también definió nuestro azafrán como «el mejor de España, tanto por su color como por su aroma») y las granadas y los higos de Al-Hiyari son una insignificante parte de los abundantes cultivos que debió de poseer el Toledo del siglo XI. Incluso dentro de la tradición cristiana, los panes que la princesa mora santa Casilda dispensaba a los cautivos -milagro representado al fresco por Francisco Bayeu en el Claustro de la Catedral en el siglo XVIII- se transformaron en flores y frutas.

Desgraciadamente, apenas han llegado hasta nosotros manifestaciones materiales de aquella etapa. Mucho menos, elementos relacionados con la gastronomía. Mientras que la Córdoba emiral contó con referentes como el iraquí Ziryab -a quien se atribuyen costumbres orientales como el uso de vajillas de cristal, el empleo de la cuchara y nuevos platos, desde las albóndigas (al-banadiq) hasta los primeros pistos-, Tulaytula, ciudad rebelde a Córdoba por excelencia (ahl Tulaytula, «los toledanos» o «las gentes de Toledo»), celebraba por entonces un banquete mucho menos agradable. La Jornada del Foso, más conocida como ‘Noche toledana’ -acontecimiento que probablemente fue más legendario que real, pues no aparece recogido en las fuentes de la época y cuenta con paralelismos en antiquísimas leyendas orientales-, comenzó con un festín que terminó de manera trágica.





Con estas palabras describió el funesto banquete el Muqtabis de Ibn Hayyan, uno de los grandes historiadores hispanomusulmanes (siglo XI): «Cuando [el emir Abderramán II] leyó la carta a los principales de Toledo, éstos se alegraron de lo oído y se dispusieron a asistir. Fijó también un día concreto, para el que ordenó sacrificar reses, preparar manjares y hacer postres, invitando aquel día sonado a los toledanos y sentándose a su vista en un punto inmediato de su Alcázar, aunque habiendo dispuesto contra ellos hombres armados al lado del foso que había preparado en su interior». No hace falta explicar el desenlace.

Imaginemos por un momento que este banquete llegara a producirse (pues la rebeldía de los habitantes de la ciudad, contra quienes habría estado dirigida la Jornada del Foso, sí que ha sido acreditada por las fuentes históricas en varias ocasiones). No sabemos a ciencia cierta dónde eran sacrificados los animales para su consumición en el siglo IX, pero sí algunos cientos de años más tarde, cuando los documentos mozárabes mencionarán el «corral donde degüellan las reses los musulmanes». Era propiedad de la Catedral y se encontraba en el entorno del Colegio de Infantes.

Cereales y legumbres -incluido el renombrado trigo que podía conservarse durante varias generaciones- serían, sin duda, la base de los platos de aquel trágico menú. Por ejemplo, la alboronía (al-baraniyya), guiso de hortalizas que incluía calabazas, berenjenas y cebollas rehogadas. Es posible que incluyera también albóndigas o salchichas (mirkas) aromatizadas con azafrán y canela, o cualquiera de la amplia variedad de escabeches y salazones, tanto de carne como de pescado, que formaron parte de la gastronomía andalusí -de los más pudientes, al menos- desde sus inicios.

Frutos secos y dulces, fundamento de la posterior repostería española, aromatizados con agua de azahar y de rosas, serían también muy abundantes, incluyendo jarabes (xarab) y sorbetes (sherbet) elaborados con el hielo procedente de pozos de nieve, el cual se conservaba la mayor parte del año.

Aprovecharemos este espacio para incluir una breve referencia a la «tierra comestible» de Magán, la greda (tafl), extraída y exportada nada menos que hasta el Magreb, Egipto, Siria, Irak y Turquía. Se trataba de una arcilla principalmente empleada para lavar prendas y cabellos, según ha llegado hasta nosotros a través de Al-Hiyari y de Al-Idrisi, aunque también podía pulverizarse y mezclarse con harinas para la elaboración de pan. Su comercio en Toledo debía de estar relacionado con un topónimo bastante mencionado en las fuentes medievales, al-Taffalin o «Puerta de los Grederos», situada en la zona norte de la ciudad, probablemente en las proximidades de la Puerta del Vado.

Para conocer con más detalle los usos del Toledo islámico recomendamos los trabajos publicados por la Asociación Tulaytula, especialmente el artículo ‘La alimentación en el Toledo árabe’, obra del médico e historiador gastronómico Luis Jacinto García. Desgraciadamente, pese a tratarse de una consolidada plataforma cultural que organiza actividades y otorga cada año los Premios Clara Delgado, la Asociación Tulaytula (que anteriormente se denominaba Amigos del Toledo Islámico) lleva casi un año sin sede tras verse obligada a abandonar el espacio que ocupaba en la Posada de la Hermandad.

Durante los tres siglos y medio de historia del Toledo musulmán, gracias a la labor de agrónomos como Ibn Bassal o médicos y botánicos como Ibn Wafid, fueron introducidas en la Península especies como el arroz, la sandía, la berenjena, la espinaca, la caña de azúcar, la almendra… Los potentados cultivaban estos exóticos vegetales en almunias o fincas de recreo que incluían explotaciones hortofrutícolas y de las que la Yannat al-Sultan o «Huerta del Rey» del Toledo taifa sería el máximo exponente. El único testigo de aquellos tiempos, sumamente modificado, es hoy el denominado «Palacio de Galiana», en las proximidades de la Estación de Ferrocarril.




Frente a las clases más adineradas, sin embargo, la mayoría de habitantes de la ciudad seguiría basando su alimentación en el pan, con consumo ocasional de los frutos de las huertas y de carne de volatería. Un buen testimonio de la vida en el Toledo del Año Mil es el que recreó el arabista Juan Antonio Souto en el volumen conjunto Regreso a Tulaytula: guía del Toledo islámico (siglos VIII-XI), editado por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha en 1999 y en el que participó también Clara Delgado con un amplio trabajo dedicado a ‘La estructura de Toledo en época islámica’. Dice así:

«La casa se inundaba del suave aroma de la gallina rellena. Allí estaba, dorada y a punto. Las hijas de Ahmad rivalizaban entre ellas por tener la mano de su madre en aquellos asuntos. Y de veras que la tenían. En la sala ya estaba dispuesto todo: ataifores, redomas, aguamaniles, servilletas, hasta dos fuentes llenas de fruta fresca. Día de fiesta. Se sentaron y se lavaron las manos. Rabí’a trajo la gallina ya trinchada y lista. En el nombre de Dios tomó Ahmad el primer bocado, detrás Maryam y luego las hijas. No se sabía qué estaba mejor: si la delicada carne o el relleno compuesto de manzana, orejones de melocotón y albaricoque, uvas pasas, nueces y almendras, sin que en la salsa faltasen la miel, la canela ni las especias que le daban tan buen sabor. Layla se chupaba los dedos. Sus hermanas le reprendieron, pero es que aún era tan niña… Al poco rato no quedaban en la fuente sino los huesos. Gada trajo entonces el bote con los buñuelos que quedaban del día anterior (…) Layla trajo las raíces para los dientes. Todos se frotaron con ellas. La boca quedaba limpia tras la comida y con un sabor muy agradable. Con razón lo hacía el Profeta, Dios lo bendiga y lo salve».

Por A. de Mingo
Con información de La Tribuna de Toledo

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