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Pasión por Instagram y por el Corán

Alisa Ganíeva, uno de los nuevos valores de la literatura rusa, retrata en ‘La montaña festiva’ a una juventud consumista que se mueve entre la globalización y la tradición.

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Un terremoto sacudió las letras rusas en 2009. Ese año, el Premio Debut, uno de los más prestigiosos para autores noveles, recayó en el relato de un veinteañero llamado Gula Jiráchev que sorprendió por la crudeza con la que contaba la doble vida de muchos jóvenes de su generación: parados apáticos para sus padres, asesinos callejeros para sus colegas. La sorpresa fue todavía mayor cuando se supo que Gula Jiráchev era el seudónimo de una chica de 24 años cuyo nombre real era Alisa Ganíeva.




Ganíeva nació en la aldea de Gunib, en Daguestán, una república caucásica ribereña del mar Caspio a unos 1.900 kilómetros al sur de Moscú. Hasta su escandalosa consagración, la escritora había publicado crítica literaria y un puñado de cuentos que solo por error cayeron en la categoría de literatura infantil. “En el fondo eran relatos absurdos para adultos, pero los padres empezaron a leérselos a los niños”, cuenta Ganíeva entre risas antes de intervenir en un coloquio sobre literatura rusa en el Centro Conde Duque de Madrid. Su visita coincide además con la traducción al castellano de La montaña festiva (Turner), su primera novela, que arranca con un rumor que desata la histeria: el Gobierno ruso planea construir un muro para separar el Cáucaso del resto de la Federación.

Ganíeva explica que esta vez ha firmado con su nombre verdadero porque todo el mundo sabía ya quién era Gula Jiráchev, dos palabras que significan, traduce, algo así como “bala cariñosa”: “No tenía sentido seguir ocultándose. La figura del escritor aislado es hoy algo muy raro. Incluso la rareza parece parte de la promoción”. Lo que no cambió fue la recepción de la novela: “Muchos dijeron que no soy lo bastante mayor como para ser inteligente o que una mujer no debería escribir cosas así”.

“Cosas así” son los avatares de una sociedad que Ganíeva dice haber retratado fielmente: mezcla de nostalgia comunista, corrupción postsoviética y radicalismo islámico. Con un trasfondo crudamente urbano, el motor de La montaña festiva es la pasión de Madina, una adolescente que cambia las discotecas por la clandestinidad cuando se enamora de un yihadista. La novelista ha conocido, dice, a muchas madinas: “Son personas normales a las que no les interesa la religión. Bueno, ni la religión ni casi nada salvo ver la televisión y estar en Instagram. De repente se vuelven románticas y terminan atraídas por yihadistas a los que ven como caballeros medievales, héroes que luchan por la justicia, contra el consumismo y la globalización”.

Alisa Ganíeva insiste en que su novela trata un tema universal: la lucha entre dos mentalidades, la conservadora y la moderna: “¿Cuánta gente civilizada hemos visto en Europa dispuesta a dejar a sus familias para luchar junto al Estado Islámico?”. Sus padres la educaron en el laicismo, pero tiene primos que han abrazado el Islam sin reservas: “Son conversos y fanáticos. No hablan árabe, pero han leído sobre el siglo VII en Arabia Saudí. Hasta el punto de sustituir sus verdaderos recuerdos por parábolas de la tradición árabe. El resultado es cómico”. En La montaña festiva hay un padre que prefiere que su hija vuelva a casa embarazada antes que con hiyab y otro que sostiene que las teorías de Newton ya estaban en el Corán mientras un telepredicador atiende a una espectadora que duda: “Me he casado varias veces, ¿con cuál de mis maridos viviré en el paraíso?”. Ganíeva dice que la retranca con que trata temas que no andan sobrados de humor le ha procurado “molestias” en forma de amenazas. No les da importancia: “Leer una novela entera requiere cierto esfuerzo y los que me amenazaban hablaban de oídas. Otros querían persuadirme de mi error y enseñarme amablemente la verdad”.

La escritora rusa Alisa Ganíeva, retratada en Madrid ©Luis Sevillano
La escritora rusa Alisa Ganíeva, retratada en Madrid ©Luis Sevillano

Pero no todo fueron anónimos. A los amigos de sus padres les escandalizó que el libro estuviera lleno de jerga, drogas y hedonismo de garrafón. Además, las autoridades repudiaron la imagen que da del país. Lo cierto es que la novela no deja títere con cabeza: la vieja sociedad está corrupta, y la nueva, fanatizada: “La corrupción está en todas partes. Mucha gente no la ve porque está acostumbrada. La escena en la que un alumno le compra el aprobado a un profesor no me la he inventado. Otro problema es, por si faltaba algo, la nostalgia de la Unión Soviética”. Ganíeva era una niña, pero todavía recuerda los últimos años de la URSS: “En las provincias, el estilo de vida soviético duró más tiempo. En las guarderías se cantaban himnos a Lenin. Yo pensaba que era una especie de Santa Claus que iba a aparecer cargado de regalos. Ahora gente de mi edad idealiza un pasado que no vivió”. Con todo, los jóvenes se han reconocido en el estilo sin tabúes de Ganíeva pese a que cada vez se lee menos: “La tirada media de un libro es de 3.000 ejemplares, pero los míos fueron de mano en mano. Muchos jóvenes escriben historias violentas de gente que se rebela contra sus padres y contra el Gobierno. Abundan las distopías porque es una buena forma de hablar de Rusia. Los novelistas imaginan el futuro porque el presente no les gusta”.




Según la novelista, el papel de los escritores sigue siendo importante en su país: “La gente cree que tienen respuesta para todo”. Pero ¿tienen influencia real? “Algunos. Tanto en la oposición como apoyando a Putin. Tal vez no desempeñan un papel importante, pero los políticos creen que sí”. Ella, dice, se mantiene alejada del poder: “Intentaron seducirme para que fuera a actos oficiales, pero no soy de las que se sientan entre políticos. Ni de hacer discursos”. Otra de las que no se sienta es Svetlana Alexiévich, última Nobel de Literatura, y Ganíeva le reconoce el valor cívico. El literario, menos. “Me alegró que alguien de lengua rusa ganara el premio aunque no soy fan de su obra”, explica. “Muchos piensan que se lo dieron por oponerse a la Rusia oficial. No estoy de acuerdo. Es una buena escritora documental. Lo que dice es verdad, aunque no quieran oírlo”.

Cuando hace cinco años Alisa Ganíeva viajó a España para presentar una antología de relatos del Premio DebutEl segundo círculo (La Otra Orilla)—, comentó que el Gobierno ruso dejaba tranquila la literatura, por marginal, y centraba sus esfuerzos censores en la televisión. Ahora la situación ha cambiado: “El año pasado se prohibieron los libros que contuvieran escenas de sexo y de lo que el Gobierno llama propaganda. Algunos se venden envueltos en celofán y con una etiqueta que dice que contienen escenas sin censura”. Según Ganíeva, se justifica la censura política con razones morales. “El léxico moral es el más frecuente en la propaganda oficial”, advierte la escritora, que sostiene que Putin está usando la guerra de Siria para “distraer” a la sociedad: “Un enemigo extranjero siempre une cuando la economía va mal”. Cuando se le pregunta si la literatura puede hacer algo, se lo piensa. Luego responde: “Discutir. Tal vez no pueda hacer nada a gran escala, pero puede hacer pensar a alguien, empezar una discusión. Es el primer paso para cambiar algo”.

Por Javier Rodríguez Marcos
Con información de El País

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