La Universalidad del Sufismo
Aquellos que sostienen que el sufismo está «libre de las cadenas de la religión» 1, lo hacen en parte porque imaginan que su universalidad está en juego. Sin embargo, a pesar de la simpatía que pueda sentirse por su preocupación relativa a ese indudable aspecto del sufismo, no hay que olvidar que la particularidad es perfectamente compatible con la universalidad: esta verdad salta a los ojos cuando se considera el arte sagrado, que es a la vez completamente particular y completamente universal 2. Para escoger el ejemplo más próximo a nuestro tema, el arte islámico es inmediatamente reconocible como tal en virtud de su carácter distinto de cualquier otro arte sagrado: «Nadie pondrá en duda la unidad del arte islámico, sea en el tiempo o en el espacio; es demasiado evidente: ya se contemple la mezquita de Córdoba o la gran medersa de Samarkanda, se trate de la tumba de un santo en el Magreb o en el Turkestán chino, es como si una sola y única luz irradiara de cada una de esas obras de arte» 3. Al mismo tiempo, la universalidad de estos grandes monumentos del Islam es tal que, ante la presencia de no importa cuál de ellos, se tiene la impresión de encontrarse en el centro del mundo 4.
Lejos de ser una digresión, la cuestión del arte sagrado nos devuelve a nuestro tema central: en respuesta a la pregunta: «¿qué es el sufismo?», una posible contestación sería simplemente —a condición de que interviniesen además otras respuestas— señalar el Taj Mahal o cualquier otra obra maestra de la arquitectura islámica. Y un sufí potencial no dejaría de comprender esta contestación, porque el objetivo final del sufismo es la santidad, y todo arte sagrado en el verdadero y pleno sentido del término es como una cristalización de la santidad, de la misma forma que el santo es como una encarnación de algún monumento sagrado, siendo tanto uno como otro manifestaciones de la Perfección divina.
Según la doctrina islámica, la perfección es la síntesis de las cualidades de majestad y de belleza; y el sufismo, como han expresado numerosos sufíes, es un revestimiento de estas cualidades divinas: lo que implica que el alma se despoja de las limitaciones del hombre caído, de los hábitos y de los prejuicios que habían llegado a constituirse en una «segunda naturaleza» y se cubre con las características de la naturaleza primordial del hombre hecho a imagen de Dios. Por eso el rito de la iniciación, en algunas Órdenes
sufíes, toma efectivamente la forma de una investidura: el Šayj coloca un manto (jirqa) sobre las espaldas del iniciado.
El novicio adopta el género de vida del adepto, porque una parte del método de cualquier mística —y sobre todo de la islámica— consiste en anticiparse al fin; el adepto continúa viviendo como vivía el novicio que fue. La diferencia es que la vía, es decir, el sufismo, se ha convertido en algo completamente espontáneo para el adepto, porque la santidad ha triunfado sobre la «segunda naturaleza». Para el novicio la vía es, al principio, sobre todo una disciplina. Pero el arte sagrado es como una gracia divina que puede volver fácil lo difícil. Su función —que es la función suprema del arte— es precipitar en el alma una victoria de la santidad, de la que la obra maestra en cuestión es una imagen. Como complemento de la disciplina —podríamos incluso decir: como alivio— presenta el camino a seguir como si se tratase de una vocación natural en el sentido literal, haciendo una llamada a todos los elementos del alma con vistas a un acto de adhesión unánime a la Perfección que manifiesta.
Si se nos pregunta: ¿no podríamos señalar el templo de Hampi o la catedral de Chartres, tanto como el Taj Mahal, como una cristalización del sufismo? La respuesta sería un «sí» sobre el que prevalecerá un «no». Tanto el templo hindú como la catedral cristiana son manifestaciones supremas de majestad y de belleza, y un pretendido sufí que no supiera reconocerlo faltaría a su calificación, dado que habría omitido testimoniar la consideración debida a los signos de Dios. Pero es necesario recordar que el arte sagrado existe para todos los miembros de la comunidad en la que florece y que representa no sólo el fin, sino también los medios y la perspectiva o, en otros términos, la abertura de la vía hacia su objetivo; y ni el templo ni la catedral estaban destinados a manifestar los ideales del Islam y a revelarlo como medio para el fin como lo fueron las grandes mezquitas y, en otro plano, los grandes sufíes. Desde luego no sería imposible resaltar la afinidad que existe entre esos dos modos particulares de majestad y belleza
manifestados en ambos modelos islámicos, es decir, en las perfecciones estáticas de piedra y en sus equivalentes dinámicos vivientes. Pero tal análisis de lo que podría llamarse el perfume de la espiritualidad islámica se saldría del marco de un libro como éste.
Será suficiente decir que la unidad de la Verdad se refleja en todas sus revelaciones, no sólo por la cualidad de unicidad, sino también por la de homogeneidad. Así, cada una de las grandes civilizaciones teocráticas es un todo único y homogéneo que difiere de todas las demás, como un fruto se diferencia de otro aunque tenga siempre el mismo sabor en todos sus diferentes aspectos. El místico musulmán puede, pues, entregarse enteramente, sin ninguna reserva 5, a una gran obra de arte islámico; y si se trata de un santuario puede, al entrar en él, revestirlo como un traje de santidad y llevarlo como una prolongación casi orgánica del sufismo que él ha ayudado a triunfar en su alma. El templo o la catedral podrían ayudar al mismo triunfo, pero este místico no podría «llevarlos», al menos mientras no haya trascendido efectivamente todas las formas mediante la realización espiritual, lo que es muy diferente de una comprensión meramente teórica.
Si nos referimos al arte sagrado es porque suministra un ejemplo inmediatamente manifiesto de la compatibilidad entre lo universal y lo particular. La misma compatibilidad aparece en el simbolismo del círculo con su centro, sus radios y su circunferencia. La palabra «simbolismo» se utiliza aquí para indicar que el círculo es considerado no como una imagen arbitraria, sino como una forma enraizada en la realidad que tal imagen ilustró, en el sentido de que debe su existencia a esa realidad, de la que, de hecho, es una prolongación existencial. Si la Verdad no irradiara, no podría existir nada comparable a un radio, incluso en el sentido geométrico, sin hablar del camino espiritual del que constituye el ejemplo más elevado; todos los radios desaparecerían de la existencia, y con ellos el mismo universo, porque la forma radial es uno de los más grandes símbolos: simboliza aquello de lo que todo depende, es decir, la conexión entre el Principio divino y sus manifestaciones o creaciones.
Todo el mundo es consciente de «estar en un punto» o de «haber alcanzado un punto», aunque no se trate más que de la conciencia de haber llegado a una edad determinada. La mística empieza con la conciencia de que ese punto se encuentra en un radio. A continuación procede por lo que podría ser definido como una explotación de ese hecho, al ser el radio un fulgor de la Misericordia divina que emana del Centro supremo y que hace volver a Él. Desde entonces, el punto debe convertirse en un punto de misericordia. En otros términos, debe haber una realización, o actualización, consciente de la Misericordia inherente al punto, que constituye la única parte del radio que se tiene a disposición en esta fase. Lo que quiere decir que se debe sacar provecho de esas posibilidades de Misericordia inmediatamente disponibles que son los aspectos formales exteriores de la religión: aunque están siempre al alcance, pueden haber sido completamente descuidados o puestos en práctica sólo de modo exotérico, es decir, considerando al punto como si estuviera aislado y sin referencia al radio en su totalidad.
El radio mismo es la dimensión mística de la religión; así, en el caso del Islam, es el sufismo lo que, a la luz de este símbolo, aparece a la vez como particular y universal; particular en lo que le distingue de los demás radios que representan otras místicas, y universal porque, como ellas, conduce al Centro único. Nuestra imagen en su conjunto revela claramente esta verdad: cuando un camino místico se acerca a su Fin, está más próximo a los demás que en los comienzos 6. Pero existe una verdad complementaria y casi paradójica que esta imagen no puede revelar 7, aunque se sobreentiende por la idea de concentración que evoca: más proximidad no significa que sea menos distinto, porque cuanto más cerca se está del centro, más fuerte es la concentración; y cuanto más aumenta la concentración más se condensa la «dosis». La esencia concentrada del Islam no se encuentra más que en el santo sufí que, desembocando en el término del camino, ha llevado los ideales específicos de su religión a su más elevado y más completo desarrollo, exactamente como la esencia concentrada del cristianismo no puede encontrarse sino en un san Francisco, un san Bernardo o un santo Domingo. Dicho de otra forma, no es sólo la universalidad lo que gana en intensidad al acercarse a la Meta, sino también la originalidad de cada mística particular. Por lo demás, no podría ser de otro modo, puesto que la originalidad es inseparable de la unidad y ésta, como la universalidad, aumenta necesariamente con la proximidad de la Unidad de la que procede.
Todas las místicas son igualmente universales en el sentido amplio de la palabra, en la medida en que todas conducen a la Verdad una. Pero un rasgo que determina la originalidad del Islam, y del sufismo por tanto, es lo que podría llamarse una universalidad secundaria, lo que se explica ante todo porque, siendo la última Revelación del presente ciclo temporal, es necesariamente un poco como su recapitulación. El credo islámico se anuncia en el Corán como una creencia en Dios, Sus Angeles, Sus Libros y sus Mensajeros 8.
El siguiente pasaje es también revelador a este respecto; ni en el judaísmo ni en el cristianismo se podría encontrar nada comparable a, por ejemplo, esto:
Hemos dado a cada cual una ley y una norma. Si Dios 9 hubiese querido habría hecho de vosotros una sola comunidad. Pero ha querido probaros con el don que os ha hecho. Intentad superaros unos a otros en buenas acciones. Para todos el retorno será hacia Dios; Él os aclarará entonces la causa de vuestras divergencias 10.
Por otra parte —y por eso puede hablarse de un «ciclo» temporal— hay una cierta coincidencia entre lo último y lo primero. Con el Islam la rueda ha dado una vuelta completa, o casi; por eso afirma ser un retorno a la religión primordial, lo que le confiere también un aspecto de universalidad.
Una de las características del Corán como última Revelación, es que a veces es, en cierta manera, diáfano, con el fin de que la primera Revelación pueda transparentarse a través de sus versículos; y esta primera Revelación, que es el Libro de la Naturaleza, pertenece a todos. Por respeto hacia ese Libro, los milagros de Muhammad, a diferencia de los de Moisés o los de Jesús, nunca están autorizados a ocupar el centro de la escena.
Este se reserva, en la perspectiva islámica, al gran milagro de la creación, que a medida que los tiempos transcurren, es considerado cada vez más como algo obvio pero que debe ser restablecido en su sentido original. A este respecto no está de más mencionar que uno de los dichos del Profeta más frecuentemente citado por los sufíes es la siguiente «Tradición santa» (hadit qudusi) 11, así designada porque Dios habla directamente:
«Yo era un Tesoro escondido y quise ser conocido, entonces creé el mundo.»
Sin duda es en virtud de estos y otros aspectos de universalidad por lo que el Corán declara, dirigiéndose al conjunto de la comunidad de musulmanes: Hemos hecho de vosotros un pueblo del justo medio 12; y se verá quizás incluso sin la intención expresa de demostrarlo, que el sufismo es, de hecho, una forma de puente entre Oriente y Occidente.
Notas:
1 Cierto en un sentido, pero no en el que piensan.
2 Lo que se deduce claramente de la obra de T. BURCKHARDT. Principes et Méthodes de l’art sacré, Lyon. Derain, 1958, que también ilustra la estrecha relación existente entre arte sagrado y mística.
3 T. BURCKHARDT . «Perennial Values in Islamic Art», Studies in Comparative Religion, verano de 1967.
4 Esta idea ha sido tomada de la magistral demostración hecha por Frithof SCHUON sobre la diferencia entre arte sagrado y arte religioso pero no sagrado. Me he tomado la libertad de transponerla de su contexto cristiano. He aquí el texto original: «Ante una catedral, uno se siente realmente situado en el centro del mundo; ante una iglesia de estilo renacentista, barroco o rococó, uno no se siente más que en Europa» (De l’Unité transcendante des religions, París, Gallimard, 1948. p. 79). [Trad. esp., Ed. Heliodoro, Madrid. 1980].
5 Es decir, sin temor a recibir una vibración extraña, porque dos perspectivas espirituales pueden, por razones de doctrina o de método, excluirse mutuamente en algunos de sus aspectos, aunque, sin embargo converjan hacia el mismo objetivo. Pero el arte sagrado es un auxiliar y no constituye normalmente un medio central de realización espiritual. Cualquier peligro que pudiese provenir del arte sagrado de una línea tradicional distinta a la propia es, pues, mucho menor que los peligros inherentes a la práctica de ritos de otra religión. Una violación tal de la homogeneidad espiritual puede provocar un choque suficientemente violento como para desequilibrar al alma.
6 También revela, incidentalmente, la ineficacia del diletantismo correspondiente a una línea sinuosa que, a veces, se dirige hacia el centro y, a veces, se aleja, cruzando y volviendo a cruzar diferentes radios pero sin seguir ninguno con constancia, a la vez que pretende abarcar la síntesis de todos. Los que se engañan a sí mismos de esta manera son, por citar a un sufí del siglo pasado (el šayj al-Darqåwy), «como el que busca agua cavando un poco por allí y un poco por allá; no encontrará agua y morirá de sed, mientras que el que cava en un solo lugar, confiando en Dios y dejándolo en Sus Manos, encontrará agua; beberá y hará beber de ella a otros» (Letters of a Sufi Master, Londres, Perennial Books, 1968, p. 29).
7 Un símbolo es por definición fragmentario, porque no puede captar todos los aspectos de su arquetipo. Lo que se le escapa es, en este caso, la verdad de que el Centro es infinitamente más grande que la circunferencia. Por eso debemos completarlo en nuestro fuero interno con otro círculo cuyo centro represente este mundo y cuya circunferencia simbolice el infinito que lo contiene todo.
8 II, 285.
9 El Corán hace hablar a la voz de la Divinidad no sólo en primera persona (en singular o en plural), sino también en tercera persona, pasando a veces de una a otra en dos frases consecutivas, como en este caso.
10 V. 48.
11 La palabra «Tradición» será siempre utilizada con mayúscula cuando se trate de la traducción de un hadit, literalmente «dicho transmitido» (por el Profeta o por uno de sus compañeros refiriéndose a él).
12 II, 143.
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La Universalidad del Sufismo por Martin Lings se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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