La Inmaculada Concepción
Después de siglos de discusión entre las escuelas, la Iglesia fue llegando a la conclusión de que María había sido redimida en atención a los méritos de Cristo, pero que, desde el primer instante de su ser se había visto libre del pecado original. Éste es el dogma de la Inmaculada Concepción .
En la Constitución Ineffabilis Deus del 8 de diciembre de 1854, el Papa Pío IX pronunció y definió que la Santísima Virgen María «en el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia concedidos por Dios, en vista de los méritos de Jesucristo, el Salvador del linaje humano, fue preservada de toda mancha de pecado original»
La Fiesta de la Inmaculada Concepción
La antigua fiesta de la Concepción de María (Concepción de Santa Ana), que tuvo su origen en los monasterios de Palestina por lo menos tan temprano como en el siglo VII, y la fiesta moderna de la Inmaculada Concepción no son idénticas en sus objetivos.
Originalmente la Iglesia celebraba sólo la Fiesta de la Concepción de María, como guardaba la Fiesta de la concepción de San Juan, sin discusión sobre la impecabilidad. Con el correr de los siglos esta fiesta se convirtió en la Fiesta de la Inmaculada Concepción, según la argumentación dogmática trajo ideas precisas y correctas, y según ganaron fuerza las tesis de las escuelas teológicas sobre la preservación de María de toda mancha de pecado original. El antiguno término permaneció incluso después que el dogma fue aceptado universalmente en la Iglesia Latina y que ganó apoyo autoritativo a través de los decretos diocesanos y decisiones papales, y antes de 1854 el término «Inmaculada Conceptio» no se encuentra en ninguno de los libros litúrgicos, excepto en el Invitatorio del Oficio Votivo de la Concepción. Los griegos, sirios, etc. la llaman la Concepción de Santa Ana (Eullepsis tes hagias kai theoprometoros Annas, «la Concepción de Santa Ana, la antepasada de Dios»).
Passaglia en su «De Inmaculato Deiparae Conceptu», al basar su opinión en el «Typicon» de San Sabas, el cual fue compuesto sustancialmente en el siglo V, cree que la referencia a la fiesta forma parte del original auténtico, y que consecuentemente se celebraba en el Patriarcado de Jerusalén en el siglo V (III, n. 1604). Pero el Typicon fue interpolado por San Juan Damasceno, Sofronio y otros, y desde el siglo IX hasta el XII se le añadieron muchas fiestas y oficios nuevos.
Para determinar el origen de esta fiesta debemos tener en cuenta los documentos genuinos que poseemos, el más antiguo de los cuales es el canon de la fiesta, compuesto por San Andrés de Creta, quien escribió su himno litúrgico en la segunda mitad del siglo VII, cuando era monje del monasterio de San Sabas cerca de Jerusalén (murió siendo arzobispo de Creta hacia el 720). Pero la solemnidad no pudo estar generalmente aceptada en todo Oriente en ese entonces, pues Juan, primer monje y luego obispo de la Isla de Euboea, hacia el año 750, hablando en un sermón a favor de la propagación de esta fiesta, dijo que no era todavía conocida por todos los fieles (ei kai me para tois pasi gnorizetai; P.G., XCVI, 1499). Pero un siglo más tarde Jorge de Nicomedia, a quien Focio nombró metropolitano en el año 860, podía decir que la solemnidad no era de origen reciente (P.G., C, 1335). Por lo tanto, se puede afirmar con seguridad que la fiesta de la Concepción de Santa Ana aparece en el Oriente no antes de finales del siglo VII o principios del VIII.
Como en otros casos análogos, la fiesta se originó en las comunidades monásticas. Los monjes, que concertaron la salmodia y compusieron varias piezas poéticas para el oficio, eligieron también la fecha del 9 de diciembre, que siempre se mantuvo en el calendario Oriental. Gradualmente la solemnidad emergió del claustro, entró en las catedrales, fue glorificada por los predicadores y poetas, y eventualmente se convirtió en fiesta fija en el calendario, aprobada por Iglesia y Estado.
Esta fiesta está registrada en el calendario de Basilio II (976-1025) y en la Constitución el Emperador Manuel I Comneno en los días del año parcial o totalmente festivos, promulgada en 1166, contada entre los días de Sabbath de descanso total. Hasta el tiempo de Basilio II, la Baja Italia, Sicilia y Cerdeña todavía pertenecían al Imperio Bizantino; la ciudad de Nápoles estuvo en poder de los griegos hasta que Roger II la conquistó en 1127. Por consiguiente, la influencia de Constantinopla fue fuerte en la Iglesia Napolitana, y, tan temprano como el siglo IX, la Fiesta de la Concepción sin duda se celebraba allí el 9 de diciembre, como en cualquier otro lugar de la Baja Italia, tal como aparece en el calendario de mármol hallado en 1742 en la Iglesia de San Jorge el Mayor en Nápoles.
En la Iglesia Griega la Concepción de Santa Ana es una de las fiestas menores del año. La lectura de maitines contiene alusiones al apócrifo «Proto-evangelium» de Santiago, que data de la segunda mitad del siglo II . Sin embargo, para la Ortodoxa Griega la fiesta significa muy poco: continúan llamándola «Concepción de Santa Ana», indicando involuntariamente, quizá, la concepción activa que, ciertamente, no fue inmaculada. En el Menaion del 9 de diciembre esta fiesta ocupa sólo un segundo plano, pues el primer canon se canta en conmemoración de la dedicación de la Iglesia de la Resurrección en Constantinopla. El hagiógrafo ruso Muraview y varios autores ortodoxos levantaron su voz contra el dogma después de su promulgación, aunque sus propios predicadores anteriormente habían enseñado la Inmaculada Concepción en sus escritos mucho antes de la definición de 1854.
En la Iglesia Occidental la fiesta apareció (8 de diciembre) cuando en el Oriente su desarrollo se había detenido. El tímido comienzo de la nueva fiesta en algunos monasterios anglosajones en el siglo XI, en parte ahogada por la conquista de los normandos, vino seguido de su recepción en algunos cabildos y diócesis del clero anglo-normando. Pero el intento de introducirla oficialmente provocó contradicción y discusión teórica en relación con su legitimidad y su significado, que continuó por siglos y no se fijó definitivamente antes de 1854. El «Martirologio de Tallaght» compilado hacia el año 790 y el «Feilire» de San Aengo (800) registran la Concepción de María el 3 de mayo. Es dudoso, sin embargo, que una fiesta real correspondiese a esta rúbrica del sabio monje San Aengo. Ciertamente, esta fiesta irlandesa se encuentra sola y fuera de la línea del desarrollo litúrgico; aparece aislada, no como un germen vivo. El escoliasta añade, en el margen inferior del «Feilire», que la concepción (Inceptio) se realizó en febrero, puesto que María nació después del séptimo mes—una noción singular que se encuentra también en algunos autores griegos. El primer conocimiento definido y confiable de la fiesta en Occidente vino desde Inglaterra; se encuentra en el calendario de Old Minster, Winchester (Conceptio Sancta Dei Genitricis Maria), que data desde cerca del 1030, y en otro calendario de New Minster, Winchester, escrito entre 1035 y 1056; un pontifical de Exeter del siglo XI (datada entre 1046 y 1072) contiene una «benedictio in Conceptione S. Mariae»; una bendición similar se encuentra en un pontifical de Canterbury escrito probablemente en la primera mitad del siglo XI, ciertamente antes de la Conquista. Estas bendiciones episcopales muestran que la fiesta no se encomendaba sólo a la devoción de los individuos, sino que era reconocida por la autoridad y observada por los monjes sajones con considerable solemnidad. La evidencia muestra que el establecimiento de la fiesta en Inglaterra se debió a los monjes de Winchester antes de la Conquista (1066).
Desde su llegada a Inglaterra los normandos trataron de un modo despectivo las observancias litúrgicas inglesas; para ellos esta fiesta aparecía específicamente inglesa, un producto de la simplicidad e ignorancia insular. Sin duda alguna, la celebración pública fue abolida en Winchester y Canterbury, pero no murió en el corazón de los individuos, y en la primera oportunidad favorable restauraron la fiesta en los monasterios. Sin embargo, en Canterbury no se restableció antes de 1328. Numerosos documentos expresan que en tiempo de los normandos comenzó en Ramsey, conforme a una visión concedida a Helsin o Aethelsige, abad de Ramsey, al regreso de su viaje a Dinamarca, a donde fue enviado por Guillermo I hacia el año 1070. Un ángel se le apareció durante un fuerte temporal y salvó el barco depués de que el abad prometiese establecer la Fiesta de la Concepción en su monasterio. No obstante considerar el carácter sobrenatural de la leyenda, debemos admitir que el envío de Helsin a Dinamarca es un hecho histórico. El relato de la visión se encuentra en varios breviarios, incluso en el Breviario Romano de 1473. El Concilio de Canterbury (1325) atribuye a San Anselmo, Arzobispo de Canterbury (murió 1109) el restablecimiento de la fiesta en Inglaterra. Pero aunque este gran doctor escribió un tratado especial «De Conceptu virginali et originali peccato», en el que estableció los principios de la Inmaculada Concepción, es cierto que no pudo introducir la fiesta en ningún lugar. La carta que se le atribuye, y que contiene la narración de Helsin, es espuria. El principal propagador de la fiesta después de la Conquista fue Anselmo, el sobrino de San Anselmo. Fue educado en Canterbury, donde pudo haber conocido a algunos monjes sajones que recordaban la solemnidad en tiempos anteriores; después de 1109 y durante algún tiempo fue abad de San Sabas en Roma, donde los Oficios Divinos se celebraban según el calendario griego. Cuando en 1121 fue nombrado Abad en la Abadía de Bury San Edmundo estableció allí la fiesta; en cierto modo, al menos por sus esfuerzos, otros monasterios también la adoptaron, como Reading, San Albans, Worcester, Cloucester y Winchcombe.
Pero otros desvalorizaron su observancia por considerarla absurda y extraña, y que la antigua fiesta oriental era desconocida para ellos. Dos obispos, Roger de Salisbury y Bernard St. David, declararon que la festividad había sido prohibida por un concilio y que se debía detener su observancia. Durante la vacante de la Sede de Londres, cuando Osbert de Clare, Prior de Westminster, intentó introducir la fiesta en Westminster (8 de Diciembre de 1127), un grupo de monjes se levantó contra él en el coro y dijo que la fiesta no debía ser guardada porque no había autorización de Roma (cf. Carta de Osbert a Anselmo en Obispo, p. 24). Entonces el asunto fue llevado ante el Concilio de Londres en 1129. El sínodo decidió a favor de la fiesta, y el Obispo Gilbert de Londres la adoptó en su diócesis. Después de esto la fiesta se extendió en Inglaterra, pero por un tiempo retuvo su carácter privado, por lo cual el sínodo de Oxford (1222) rechazó elevarla al rango de fiesta de precepto.
En Normandía, en tiempos del obispo Rotric (1165-83), la Concepción de María fue fiesta de precepto con igual dignidad que la Anunciación en la Arquidiócesis de Rouen y en sus seis diócesis sufragáneas. Al mismo tiempo, los estudiantes normandos de la Universidad de París la eligieron como fiesta patronal. Debido a la cercana conexión de Normandía con Inglaterra, pudo haber sido importada desde este último país a Normandía, o los varones normandos y el clero pudieron haberla traído a casa de sus guerras en la Baja Italia, donde era universalmente solemnizada por los habitantes griegos. Durante la Edad Media la Fiesta de la Concepción de María fue comúnmente llamada la «Fiesta de la nación normanda», lo cual muestra que en Normandía la celebraban con gran esplendor y que desde allí se extendió a toda la Europa Occidental. Passaglia sostiene (III, 1755) que la fiesta se celebraba en España en el siglo VII. El obispo Ullathorne también consideró aceptable esta opinión (p. 161). Si esto es verdad, es difícil entender por qué desapareció completamente en España más tarde, ya que no aparece ni en en la liturgia mozárabe genuina ni el calendario de Toledo del siglo X editado por Jean Morin. Las dos pruebas que da Passaglia son fútiles: la vida de San Isidoro, falsamente atribuida a San Ildefonso, la cual menciona la fiesta, es interpolada, mientras que la expresión «Conceptio S. Mariae» del Código visigodo se refiere a la Anunciación.
San Efrén El Sirio (306-373) escribe en los Cánticos de Nisibe: “En ti Señor no hay mácula ni en tu madre deformación”.
Controversia
No encontramos controversia sobre la Inmaculada Concepción en el continente europeo antes del siglo XII. El clero normando abolió la fiesta en algunos monasterios de Inglaterra donde había sido establecida por los monjes anglosajones. Pero hacia fines del siglo XI se reanudó en numerosos establecimientos anglo-normandos a través de los esfuerzos de Anselmo el Joven. Es altamente improbable que San Anselmo el Viejo restableciese la fiesta en Inglaterra, aunque no era nueva para él; se había familiarizado con ella bien por los monjes sajones de Canterbury, bien por los griegos con quienes entró en contacto durante el exilio en Campania y Apulin (1098-9). El tratado «De Conceptu virginali» que usualmente se le atribuye, fue compuesto por su amigo y discípulo el monje sajón Eadmer de Canterbury. Cuando los canónigos de la catedral de Lyons, que sin duda conocían a San Anselmo el Joven, abad de San Edmundo de Bury, introdujeron personalmente la fiesta en su coro después de la muerte de su obispo en 1240, San Bernardo consideró su deber publicar una protesta contra esta nueva forma de honrar a María. Le dirigió a los cánones una vehemente carta (Epist. 174), en la que les reprobaba haberse arrogado tal autoridad sin haber consultado antes a la Santa Sede. Desconociendo que la fiesta había sido celebrada en la rica tradición de las Iglesias Griega y Siria respecto de la impecabilidad de María, afirmó que la fiesta era extraña a la antigua tradición de la Iglesia. Aun así, es evidente por el tenor de su lenguaje que sólo tenía en mente la concepción activa o formación de la carne, y que la distinción entre la concepción activa, la formación del cuerpo y la animación por el alma todavía no se había trazado. Indudablemente, cuando la fiesta fue introducida en Inglaterra y Normandía, tenían la ventaja del axioma «decuit, potuit, ergo fecit», la piedad pueril y el entusiasmo de los “simplices”, construidos sobre revelaciones y leyendas apócrifas. El objeto de la fiesta no se determinó claramente, ni se habían puesto en evidencia razones teológicas positivas.
San Bernardo tenía toda la razón cuando una minuciosa investigación de las razones para observar la fiesta. No advirtiendo la posibilidad de santificación en el momento de la infusión del alma, escribió que sólo se puede hablar de santificación después de la concepción, la cual haría santo el nacimiento, no la concepción misma (Scheeben, «Dogmatik», III, p. 550). De ahí que San Alberto Magno observe: «Decimos que la Santísima Virgen no fue santificada antes de la animación, y la afirmación contraria a esto es la herejía condenada por San Bernardo en su epístola a los cánones de Lyons» (III Sent., dist. III, p. I, ad. 1, Q. I).
San Bernardo recibió respuesta enseguida en un tratado escrito por Ricardo de San Víctor o por Pedro Comestor. En este tratado se apela al hecho de que existe una fiesta que ha sido establecida para conmemorar una tradición insostenible. Afirmaba que la carne de María no necesitaba purificación; que fue santificada antes de la concepción. Algunos escritores de aquel tiempo sostenían la idea fantástica de que antes de la caída de Adán, Dios reservó una porción de su carne y la transmitió de generación en generación, y que de esta carne fue formado el cuerpo de María (Scheeben, op. cit., III, 551), y que conmemoraban esta formación con una fiesta. La carta de San Bernardo no impidió la extensión de esta fiesta, pues en 1154 se observaba en toda Francia, hasta 1275, que fue abolida en París y en otras diócesis debido a los esfuerzos de la Universidad de París.
Después de la muerte del santo la controversia surgió de nuevo entre Nicolás de San Albans, un monje inglés que alegaba que la fiesta se había establecido en Inglaterra, y Pedro Cellensis, el famoso obispo de Chartres. Nicolás señalaba que el alma de María fue atravesada dos veces por la espada, es decir, al pie de la Cruz y cuando San Bernardo escribió la carta contra su fiesta (Scheeben, III, 551). El debate continuó durante los siglos XIII y XIV, e ilustres nombres se alinearon en uno y otro bando. Se cita como oponentes a San Pedro Damián, Pedro Lombardo, Alejandro de Hales, San Buenaventura y San Alberto Magno.
Al principio Santo Tomás de Aquino se pronunció a favor de la doctrina en su tratado sobre las «Sentencias» (en I Sent. c. 44, q. 1 ad 3); sin embargo, en su “Summa Theologica” llegó a la conclusión opuesta. Han surgido muchas discusiones sobre si Santo Tomás negó que la Santísima Virgen fuese inmaculada desde el instante de su animación, y se han escrito libros eruditos para vindicarlo de haber realmente llegado a una conclusión negativa. No obstante, es difícil decir que Santo Tomás no requirió al menos un instante, después de la animación de María, antes de su santificación. Su gran dificultad parece haber surgido de la duda de cómo pudo haber sido redimida si no pecó. Dicha dificultad la manifiesta al menos en diez pasajes de sus escritos (ver Summa III:27:2, ad 2). Pero mientras Santo Tomás se alejó del punto esencial de la doctrina, él mismo suministró los principios que, después de ser juntados y resueltos, capacitaron a otras mentes para proveer la verdadera solución a esta dificultad desde sus propias premisas.
En el siglo XIII la oposición se debió en gran medida a la ausencia de una clara visión del tema en disputa. La palabra «concepción» se usaba en sentidos diferentes, los cuales no habían sido separados por una definición cuidadosa. Si Santo Tomás, San Buenaventura y otros teólogos hubieran conocido la doctrina en el sentido de la definición de 1854, habrían sido sus más férreos defensores en lugar de sus opositores.
Podemos formular el asunto discutido por ellos en dos proposiciones, ambas en contra del sentido del dogma de 1854:
la santificación de María se realizó antes de la infusión del alma en la carne, de modo que la inmunidad del alma fue consecuencia de la santificación de la carne y no había riesgo por parte del alma de contraer el pecado original. Esto se aproximaría a la opinión de San Juan Damasceno respecto de la santidad de la concepción activa. La santificación tuvo lugar después de la infusión del alma para redención de la servidumbre del pecado, al cual el alma había sido arrastrada por su unión con la carne no santificada. Esta formulación de la tesis excluye una concepción inmaculada.
Los teólogos olvidaron que entre santificación antes de la infusión y la santificación después de la infusión había un término medio: santificación del alma en el momento de su infusión. Parecían ajenos a la idea según la cual lo que era subsiguiente en el orden de la naturaleza podía ser simultáneo en un punto del tiempo. Considerado especulativamente, el alma debe ser creada antes que pudiese ser infundida y santificada, pero en realidad el alma es creada y santificada en el mismo momento de la infusión en el cuerpo. Su principal dificultad era la declaración de San Pablo (Rom. 5,12) de que todos los hombres han pecado en Adán. Sin embargo, el propósito de esta declaración paulina es insistir en que todos los hombres necesitan la redención de Cristo. Nuestra Señora no fue una excepción a esta regla. Una segunda dificultad era el silencio de los primeros Padres. Pero los teólogos de aquel tiempo no se distinguieron tanto por su conocimiento de los Padres o de la historia, sino por su ejercicio del poder del razonamiento. Leyeron a los Padres Occidentales más que a los de la Iglesia Oriental, quienes expusieron con mayor integridad la tradición de la Inmaculada Concepción. Y algunos trabajos de los Padres que habían sido perdidos de vista fueron traídos a la luz.
El famoso Juan Duns Scoto (m. 1308) por fin fijó tan sólidamente los fundamentos (en III Sent., dist. III, en ambos comentarios) de la verdadera doctrina y disipó las objeciones en forma tan satisfactoria que de ahí en adelante la doctrina prevaleció. Él mostró que la santificación después de la animación—sanctificatio post animationem—requería que siguiera en el orden de la naturaleza (naturae) no del tiempo (temporis); él removió la gran dificultad de Santo Tomás mostrando que lejos de ser excluida de la redención, la Santísima Virgen obtuvo de su Divino Hijo la más grande de las redenciones a través del misterio de su preservación de todo pecado. Él introdujo también, por la vía de la ilustración, el peligroso y dudoso argumento de Eadmer (San Anselmo) «decuit, potuit, ergo fecit».
Desde el tiempo de Escoto la doctrina no sólo llegó a ser opinión común en las universidades, sino que la fiesta se expandió ampliamente a aquellos países donde no había sido previamente adoptada. Con excepción de los dominicos, todas o casi todas las órdenes religiosas la asumieron. Los franciscanos adoptaron la Fiesta de la Concepción de María para toda la Orden en el capítulo general en Pisa en 1263; esto, sin embargo, no significa que profesasen en ese tiempo la doctrina de la Inmaculada Concepción. Siguiendo las huellas de Duns Escoto, sus discípulos Pedro Aureoli y Francis Mayron se convirtieron en los más fervientes defensores de la doctrina, aunque sus antiguos maestros (San Buenaventura incluido) se habían opuesto a ella. La controversia continuó, pero los oponentes fueron en su mayoría los miembros de la Orden de Predicadores.
En 1439 se llevó la disputa ante el Concilio de Basilea, donde la Universidad de París, antes opuesta a la doctrina, demostró ser su más ardiente defensora y pidió una definición dogmática. Los dos ponentes en el concilio fueron Juan de Segovia y Juan Torquemada. Después de haber sido discutida por espacio de dos años antes de la asamblea, los obispos declararon que la Inmaculada Concepción es una doctrina piadosa, cónsona con el culto católico, con la fe católica, con la recta razón y con la Sagrada Escritura; de ahora en adelante, dijeron, no estaba permitido predicar o declarar algo en contra (Mansi, XXXIX, 182). Los Padres del Concilio dijeron que la Iglesia de Roma estaba celebrando la fiesta, lo cual es verdad sólo en cierto sentido. Se guardaba en algunas iglesias de Roma, especialmente en las de las órdenes religiosas, pero no se adoptó en el calendario oficial. Como el concilio en aquel tiempo no era ecuménico, no pudo pronunciarse con autoridad. El memorandum del dominico Tomás de Torquemada sirvió de armadura para todos los ataques a la doctrina hechos por San Antonino de Florencia (m. 1459) y por los dominicos Bandelli y Bartolomeo Spina.
Por un decreto del 28 de febrero de 1476, el Papa Sixto IV adoptó por fin la fiesta para toda la Iglesia Latina y otorgó una indulgencia a todos cuantos asistieran a los Oficios Divinos de la solemnidad (Heinrich Joseph Dominicus Denzinger, 734). Leonardo de Nogarolis compuso el Oficio adoptado por Sixto IV, mientras que los franciscanos emplearon desde 1480 un bellísimo Oficio salido de la pluma de Bernardino de Busti (Sicut Lilium), que fue concedido también a otros (por ejemplo, a España en 1761), y fue cantado por los franciscanos hasta la segunda mitad del siglo XIX. Como el reconocimiento público de la fiesta por Sixto IV no fue suficiente para apaciguar el conflicto, publicó en 1483 una constitución en la que castigaba con la excomunión a todo aquel cuya opinión acusara de herejía la opinión opuesta (Grave nimis, 4 de septiembre de 1483; Denzinger, 735). Cuando el Concilio de Trento trató sobre el asunto en 1546 declaró que «no fue la intención de este Santo Sínodo incluir en el decreto lo concerniente al pecado original de la Santísima Inmaculada Virgen María Madre de Dios» (Sess. V, De peccato originali, V, en Denzinger, 792). Sin embargo, puesto que este decreto no definió la doctrina, los teólogos opositores al misterio, aunque reducidos en número, no se rindieron. El Papa San Pío V no sólo condenó la proposición 73 de Michel Baius según la cual «nadie sino Cristo fue sin pecado original y que, por lo tanto, la Santísima Virgen murió a causa del pecado contraído en Adán, y sufrió aflicciones en esta vida, como el resto de los justos, como castigo del pecado actual y original» (Denzinger, 1073), sino que emitió una constitución en la que prohibía toda discusión pública sobre el asunto. Finalmente insertó un nuevo y simplificado Oficio de la Concepción en los libros litúrgicos («Super speculum», Dic. De 1570; «Superni omnipotentis», Marzo de 1571; «Bullarium Marianum», pp. 72, 75).
Mientras duraron estas disputas, las grandes universidades y la mayor parte de las grandes órdenes se convirtieron en baluartes de la defensa del dogma. En 1497 la Universidad de París decretó que en adelante no se admitiría como miembro de la universidad quien no jurase que haría cuanto pudiese para defender y afirmar la Inmaculada Concepción de María. Tolosa siguió el ejemplo; en Italia, Bolonia y Nápoles; en el Imperio Alemán, Colonia, Maine y Viena; en Bélgica, Lovaina; en Inglaterra, antes de la Reforma Protestante, Oxford y Cambridge; en España, Salamanca, Toledo, Sevilla y Valencia; en Portugal, Coimbra y Evora; en América, México y Lima. Los Frailes Menores confirmaron en 1621 la elección de la Madre Inmaculada como patrona de la Orden, y se comprometieron bajo juramento a enseñar el misterio en público y en privado. Los dominicos, sin embargo, se vieron en la especial obligación de seguir las doctrinas de Santo Tomás, y la conclusión común era que Santo Tomás se oponía a la Inmaculada Concepción. Los dominicos, por tanto, afirmaron que la doctrina era un error contra la fe (Juan de Montesono, 1373); aunque adoptaron la fiesta, la llamaban persistentemente de «Sanctificatio B. M. V.», no de «Conceptio», hasta que en 1622 el Papa Gregorio XV abolió el término «sanctificatio». El Papa Pablo V (1617) decretó que nadie se atreviera a enseñar públicamente que María fue concebida en pecado original, y Gregorio XV (1622) impuso absoluto silencio (in scriptis et sermonibus etiam privatis) sobre los adversarios de la doctrina hasta que la Santa Sede definiese el asunto. Para poner fin a toda ulterior cavilación, el Papa Alejandro VII promulgó el 8 de diciembre de 1661 la famosa constitución «Sollicitudo omnium Ecclesiarum», definiendo el verdadero sentido de la palabra conceptio, y prohibiendo toda ulterior discusión contra el común y piadoso sentimiento de la Iglesia. Declaró que la inmunidad de María del pecado original en el primer momento de la creación de su alma y su infusión en el cuerpo era el objeto de la fiesta (Denzinger, 1100).
En el Tractatus de conceptione sanctae Mariae del benedictino Eadmero de Canterbury, quien, para defender la pureza de la Virgen, acude a la metáfora de la castaña que sale intacta de su envoltura e indica: “¿No podía acaso (Dios) conferir a un cuerpo humano (…) permanecer libre de toda punzada de espinas, aunque hubiera sido concebido entre los pinchos del pecado? Es claro que lo podía y lo quería; si lo quiso, lo hizo”.
Referencia :
«Immaculate Conception.» Frederick Holweck
Traducción: José Demetrio Jiménez Sánchez-Mariscal, perteneciente a la Orden de San Agustín.
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