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Camarón de la Isla – La Leyenda del tiempo – Pablo Morante

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Camarón sacó el flamenco de los “ghettos” y lo convirtió en un espectáculo de masas. Pero el fenómeno duró lo que dura un grito hasta que se extingue.

El reportaje de tve sobre “la leyenda del tiempo”, de Camarón, ha puesto de relieve las dificultades del flamenco para salir de sus orígenes. Cuando se editó el disco, en 1979, los gitanos lo devolvían diciendo que allí no estaba su dios. “No me entienden”, decía Camarón. Acababa de hacer acto de presencia la batería, el bajo, los timbales, la guitarra eléctrica… Y el jazz se fundía con el rock. Y ambos a su vez con la bulería. Eran tiempos de leyenda.

Camarón estaba sacando el flamenco de sus “ghettos” tradicionales. Y lo hacía con otros músicos revolucionarios, como Raimundo Amador, Kiko Veneno, Manuel Molina, Paco de Lucía, Tomatito… Sólo Camarón podía hacerlo. Y sólo lo hizo Camarón, doblando la resistencia de todo el universo flamenco. Pero el fenómeno duró lo que dura un grito hasta que se extingue. La muerte de Camarón puso fin a la creatividad en el mundo del flamenco. Y nuevamente volvió a donde solía, a los estrechos márgenes de la música étnica.

CUANDO LA BOCA SABE A SANGRE

El sino del flamenco ha sido siempre la marginalidad. Ya desde sus orígenes, en la baja Andalucía, gitanos y moriscos compartían el grito de los perseguidos en la clave propicia para fusionar sus tribulaciones. Eran las raíces de la “toná” del “martinete” y la “siguiriya”, cantes dolientes para ser expresados en la intimidad de una taberna o en la noche extenuada de una gañanía. Eran gritos de perdedores, lamentos de presidiarios, suspiros fatalistas, donde la iniquidad de la justicia sólo era comparable a la perversidad de la mujer amada.

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Así era el flamenco, un grito de dolor que atravesaba los corrales para expresar la resignación de los pobres antes que para lanzar la rabia de los resistentes. Y así fue hasta que el siglo diecinueve elevó el flamenco a la categoría de espectáculo en los cafés teatro de Sevilla y de Madrid. En ese escenario, la épica de las persecuciones bajaba el tono de la credibilidad para tomar el curso de la ficción. Los intérpretes ejecutaban el cante con una pulcritud impropia de las fuentes donde bebieron. Y los espectadores daban por auténtico lo que no era más que un simulacro. El artificio del teatro había convertido el flamenco en una moneda de curso legal.

Pero ni siquiera con los cafés teatro abandonó el flamenco su componente de marginalidad. Los campos de Jerez y de Lebrija y de Utrera seguían dando testimonio de una realidad social que los gitanos desgranaban cada noche en las gañanías de los cortijos. Y los patios de vecindad seguían dando la medida de una expresión étnica difícilmente convertible en un espectáculo de masas. Una cantaora de Jerez, “La Piriñaca”, confesaba que para cantar bien le tenía que saber la boca a sangre.

A mediados del siglo veinte inició el flamenco una vergonzante complicidad con la copla. Los cafés teatro fueron sustituidos por “tablaos” para nuevos ricos, donde la “soleá” compartía tablas con la rumba más cutre. Y los espectáculos de varietés incluían a los flamencos como un exotismo engarzado con la España de la pandereta. En ese clima nació José Monge, Camarón de la Isla. Y en ese mismo ambiente de tablaos y varietés transcurrió el primer tercio de su carrera profesional. “No me entienden”, decía Camarón a Juanito Valderrama.

PUREZA Y ALGO MÁS

El arte de Camarón sólo podía entenderse desde las raíces más telúricas del flamenco. A Camarón le sabía también la boca a sangre con la “siguiriya”. Y le explotaba en las manos un barreno cada vez que cantaba el “taranto” de las minas. Y sentía el aliento de sus perseguidores cuando pedía un “buchito” de vino blanco en una venta del camino. Todo en Camarón era un trasunto de los viejos flamencos, de Juan Talega, de la Perla de Cádiz, de El Chaqueta, de Merced la Serneta… Todo en Camarón era un reflejo del flamenco clandestino, del grito dolorido, de la emoción expresada en clave racial. Pero el quejido de los gitanos adquiría por primera vez con Camarón el sentimiento de la rabia. La desgracia tenía una causa. Y la injusticia no era fruto de la fatalidad.

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A Camarón lo entendieron los intelectuales. Y se lo apropiaron quienes fundían sus emociones en el blues, el jazz y el rock. Porque Camarón era exactamente eso, música de todos los confines de la tierra. Camarón era rock and roll cuando la leyenda se abrió paso en míticos conciertos donde se daban cita los universitarios y los gitanos y los prototipos de todas las vanguardias. Camarón era una filarmónica cuando reivindicaba su condición de “gitano, que viene a tu casamiento a romperse la camisa”. Y era la voz de la luna cuando entonaba la letra de un guapango en medio de una bulería premonitoria de su deseo de morir cantando, como mueren las cigarras. Cuentan que los Rolling Stones invitaron a Camarón para que les cantara en una fiesta privada. Pero Camarón rehusó, con las mismas palabras que fueron una constante a lo largo de su vida.. “No me van a entender”, dijo.

Camarón llevó el flamenco a las masas como nadie lo había hecho a lo largo de la historia. Y se llevó a la tumba la seducción de unos ojos cerrados mientras suena en el aire una guitarra. El concierto no es un espacio propicio para el flamenco. Pero Camarón lo llenó de magia con su mirada frágil y su voz encantada. Por Camarón peregrinan hoy los japoneses hacia las raíces del cante. Los gitanos buscan a su dios. Y los músicos de todos los géneros van dejando letras como perlas en la memoria de un tipo irrepetible.

El flamenco ha vuelto a la marginalidad. Pero ya no está en los patios, ni en las gañanías, ni siquiera en los cuartos de cabales. Ahora hay que buscarlo en los eventos veraniegos del sur, en las semanas monográficas de una gran ciudad, o en el artificio de algún espacio televisivo para corazones nostálgicos. Los intelectuales le han dado la espalda. Los jóvenes lo desconocen. Y las compañías discográficas sólo parecen dispuestas a enlatar la voz de los flamencos cuando derivan comercialmente hacia la copla.

Camarón abrió un camino que otros no han sabido seguir. El flamenco se muere. Y la leyenda no es capaz de dar vida a la única criatura que podría resucitarlo.

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