El blues de Palmira
Éste es un cuento de fantasmas. Como el de Oscar Wilde, ambos son oriundos de las Islas Británicas. Uno murió hace casi noventa años. De la muerte del otro acaban de cumplirse ocho decenios. Se llamaban Mark y Thomas Edward, pero casi todo el mundo los conoce por sus apellidos: Sykes y Lawrence.
El fantasma de ambos sobrevuela en estos días las tierras situadas al norte de la península Arábiga, que ambos conocieron en distinto grado. Sykes estuvo allí poco más que como turista, de lo que le salió un libro, La última herencia del Califa, en el que atestiguaba la agonía del Imperio Otomano y describía a los árabes como un conjunto de tribus sin cohesión. Con ese bagaje, y aunque ni siquiera hablaba árabe, el gobierno británico lo llamó en 1915 como asesor para asuntos de Oriente Medio.
Lawrence, en cambio, había desarrollado varias campañas arqueológicas en Siria, había aprendido a hablar el árabe con fluidez y en 1916 estaba en Yedda, tratando de convencer al jerife Hussein, emir de La Meca, de que se alzara contra los turcos, cosa que logró, además de dirigir de facto la campaña. Al frente de un ejército beduino, cuyo jefe nominal era uno de los hijos de Hussein, Feisal, conquistó en primer término el estratégico puerto de Ákaba, en el Mar Rojo, cortó el ferrocarril de Medina y acabó entrando en Damasco, apuntillando a los turcos.
Lawrence había aprendido, y mostró sobre el terreno, que los árabes, si bien indisciplinados y propensos a las rencillas, tenían, contra lo que Sykes afirmaba, la incipiente conciencia de ser una nación. Y desde su puesto instó a sus jefes a favorecer, tras el derrumbe del imperio turco, la formación de esa nación bajo un gobierno dirigido por la familia del emir de La Meca.
Sus consejos, basados en un conocimiento directo del terreno, llegaron demasiado tarde. Ya habían fraguado intereses y componendas para los que esa nación árabe era un escollo y un incordio que bajo ningún concepto se podía consentir. Por un lado, estaba el petróleo, que empezaba a ser un activo estratégico a cuyo control modo alguno podían renunciar las potencias occidentales; por otro, el arreglo al que Sykes había llegado con el francés Picot para el reparto de Oriente Medio con la potencia aliada de Gran Bretaña en la guerra mundial. Un reparto que se había basado en los consejos que Sykes, con su somero conocimiento de la materia, había dado al gobierno británico.
La escena tuvo lugar el 16 de diciembre de 1915, pronto hará cien años, en el 10 de Downing Street. Allí estaban el primer ministro, Asquith, los ministros de la Guerra y Armamento, Kitchener y Lloyd George, y el Lord del Almirantazgo, un tipo llamado Winston Churchill, de justa fama posterior. Ante ese auditorio, y preguntado sobre cómo podía repartirse Oriente Medio con los franceses, Sykes no dudó. Pidió un mapa y trazó una raya desde la A de Acre hasta la K de Kirkuk. Esa línea, dibujada sobre la marcha con el dedo por un indocumentado, acabó siendo la frontera entre Irak y Siria, con una rectificación de última hora que impuso el astuto Lloyd George, para entonces primer ministro, al reclamar y obtener del francés Clemenceau la región de Mosul, donde había grandes reservas de crudo.
Cuando vio consumarse el atropello, Lawrence se cortocircuitó y acabó alistándose en la RAF como soldado raso, con una identidad falsa bajo la que desapareció del mundo. Entre tanto, Sykes, tras estudiar el problema un poco mejor, se retractó de lo hecho con su asesoramiento: «Mi acuerdo con Picot es contrario al espíritu de los tiempos», llegó a escribir. De nada sirvió.
En mayo de 2015, un siglo después de la chapuza, un ejército de árabes fanatizados ha conquistado la histórica Palmira y borrado el último puesto fronterizo de esa línea artificial.
Dondequiera que estén, Sykes y Lawrence no podrán por menos que menear la cabeza amargamente, al ver cumplida en forma de pesadilla la historia que ambos, al fin, coincidieron en que era necesario escribir de un modo más constructivo.
Por Lorenzo Silva
Con información de El Mundo
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