El lado oscuro del amor- Rafik Schami
Una extensa novela singular de un sirio católico pero que se considera de cultura árabe islámica es una experiencia lectora fascinante. A pesar de su dificultad, y más por el abanico amplísimo de personajes, de alguna manera todos esencialmente fronterizos, su lectura es muy enriquecedora. Lo dice él mismo en el último capítulo (Libro de los colores. “El más bello de todos los colores es el color secreto de las palabras”: 304. La última tesela), escrito en el verano de 2004 y que recomiendo a un lector potencial que lo lea antes de adentrarse en el inicio de la novela misma:
“Aunque la mayoría de mis personajes son cristianos como yo, nuestra cultura es árabe islámica. Conocer esta cultura con todos sus matices es un requisito imprescindible para la verosimilitud de mi historia y, sobre todo, para la naturalidad con que los personajes se mueven. No es posible pintar un retrato preciso en la oscuridad” (p.823).
Esa peculiaridad, esencialmente fronteriza y por ello tan enriquecedora, hace tan fascinante la lectura como las mil y una noches misma, ese sabio oriente de las narrativas maestras. Como el autor mismo afirma, la novela está planteada como un mosaico de ricas teselas, pacientemente escritas y ordenadas a lo largo de muchos años de escritura y reflexión desde fuera, en este caso desde Alemania o el exilio, sobre la historia de Siria a lo largo del siglo XX; que aparece reflejada desde el hondón del conocimiento cultural, asimilado pero crítico al mismo tiempo, y la habilidad narrativa de gran plasticidad y diálogos eficaces.
Narrativa muy medida, en fragmentos cortos semiautónomos agrupados por libros que se van alternando como en una partitura amosaicada: Libro del Amor, Libro de la Muerte, Libro de la Estirpe, del Devenir, de la Risa, del Infierno, de la Soledad, de los Colores… Cada fragmento con su título, con los tiempos alternando hacia adelante o hacia atrás en el desarrollo de las historias, el conjunto un índice trabajadísimo y que no recoge la edición, a pesar de que podría ser una melopea o letanía musical y poética muy evocadora. Todo cuidado, medido, planteado para seducir.
La historia eje es de un clasicismo atroz: un Romeo y Julieta clásico con dos familias enfrentadas a muerte, en este caso el clan Mushtak y el clan Shahin, católicos los primeros y cristianos ortodoxos los segundos, en una Verona siria, Mala, próxima a Damasco, tras cuyo nombre no dudo que se encuentra la ciudad de Malula, en donde está el santuario ortodoxo de Santa Tecla. El santuario de los cristianos ortodoxos es Santa Tecla, el de los católicos San Jorge.
“La semana de Pascua estaba enteramente en manos de esta familia (Mushtak). En cambio, las Navidades quedaban firmemente a cargo de la estirpe de Shahin, hostil hasta la muerte a los Mushtak. El pueblo se hallaba dividido: la mitad seguía la ortodoxia grecorromana, y con ella a la rica familia Shahin, mientras que la otra mitad se mostraba fiel a la Iglesia católica y romana, que en Mala era financiada casi exclusivamente por los Mushtak (pp.39-40).
El autor, desde la mirada del protagonista, nacido en 1940, Farid Mushtak, reconstruye con sus recuerdos y vivencias aquella realidad siria desde su abuelo, para lograr ese gran mosaico narrativo . El primer contacto de Farid con el mundo musulmán fue en una fiesta en casa de un colaborador de su padre, el panadero Alí. Y lo había sorprendido gratamente:
“Farid había sentido de pronto algo extraño. En aquella modesta vivienda reinaba un mundo totalmente distinto. La gente era más ruidosa, llevaban ropas más abigarradas y comían platos mucho más sabrosos que los que su madre cocinaba. También el té de los musulmanes sabía más fuerte y más dulce del que nunca había tomado en el barrio cristiano. Y si alguien hubiera sorbido el té con la mitad de ruido con que los musulmanes lo hacían en casa de Alí, Claire (su madre) se habría desmayado de vergüenza.
Una curiosa sensación acometió a Farid. Experimentó temor, curiosidad, proximidad y extrañeza al mismo tiempo. Se sentía atraído, como si un pedazo de su alma perteneciera a ese entorno. En adelante, esa fascinación lo llevó a aceptar todas las invitaciones de sus compañeros musulmanes, con la esperanza de entender así el secreto de esa atracción” (p.46).
Con un compañero musulmán del colegio, Kamal Sabuni, de una familia muy rica, comerciante de telas desde la Edad Media en Damasco, frecuentó una casa musulmana europeizada y alegre, con una criada negra y tres guapas hermanas, en una de cuyas fiestas conoció a su amada Rana Shahin, de su misma edad. Allí descubrió también algo esencial de esa atracción hacia los musulmanes:
“De alguna manera, pensaba Farid, los musulmanes tienen una relación más sana y placentera con su cuerpo que los cristianos. El hecho de lavarse el cuerpo para purificar el alma testimonia un elevado respeto al cuerpo” (p.47).
Cuando Farid conoce a Rana en casa de los Sabuni, ambos pensaron que el otro era musulmán:
“Curiosamente, al principio la tomó por una musulmana. También ella pensó que era musulmán. Al contrario que los nombres puramente musulmanes, como Mohamed, Alí, Aisha y Fátima, o los cristianos típicamente europeos como George, Michael y Therese, los nombres Farid y Rana no revelaban nada sobre la pertenencia a una confesión. Farid significa ‘unico’, ‘valioso’, mientras que Rana alude a ‘la belleza que atrae largamente la mirada’”. (p.48).
Los enamorados Farid Mushtak y Rana Shahin iban a sufrir todos los determinismos o condicionamientos imaginables procedentes de la familia y de la religión, con sus consecuencias básicas de amores prohibidos y deudas de honor y sangre. La joven Rana presenció la muerte de su tía Yasmín a manos de su primo Samuel, instigado por su tío común, el jefe del clan Butros Shahin, para salvar el deshonor del amor de su hermana por un musulmán. Y todo ello a pesar de vivir en el Damasco de Ibn Arabí de Murcia, el sabio sufí que afirmaba: “¡El amor es mi religión!”
“Yasmín salía a pasear con Rana frecuentemente, y le contaba cuánto amaba a su esposo y qué indiferente era la religión en todas las decisiones del corazón. En Damasco está enterrado el más conocido de los eruditos sufíes, Bin Arabi, que hace setecientos años exclamó: ‘¡El amor es mi religión!’ Los sirios lo veneran tanto que todo ese barrio y su mezquita llevan su nombre” (p.155).
Para el seguimiento de las diferentes teselas del mosaico que es el relato, es de interés tener presente las genealogías de las dos familias o clanes enfrentados, los Mushtak y los Sharin, recogidos al comienzo del libro. La historia de su relación y enfrentamientos encierra la historia de Siria del siglo XX, de alguna manera.
Los franceses, los alemanes y los ingleses en Siria ; los continuos golpes militares, la unión con Egipto y el fracaso de esa experiencia panárabe; la presencia de rusos y alemanes orientales como asesores, poco apreciados estos últimos: “No los apreciaban porque eran codiciosos y excesivamente celosos de su trabajo, dos pecados mortales para cualquier sirio” (p.722). A la vez, la represión interna a los sirios comunistas o a los Hermanos Musulmanes, “extremadamente conservadores…, financiados por Arabia Saudí y… anticomunistas y misóginos” (p.629). En la experiencia carcelaria del protagonista, Farid, extremadamente brutal, a los presos los clasificaba de manera sumaria uno de sus carceleros y torturador: “A los comunistas los llamaban ‘rusos’, a los Hermanos Musulmanes, ‘saudíes’; a los radicales, ‘cubanos’; a los satlanistas (nasseristas), ‘egipcios’. A los comunes, en cambio, los llamaba ‘los míos’” (p.711).
Todo va desfilando como marco más o menos lejano, pues el protagonismo principal, a lo largo de casi todo el gran relato, es para una ciudad, Damasco, “una leyenda que se disfraza de casas y callejones, historias, olores y rumores” (p.317), diseñada por un griego, Hipodamo de Mileto, en barrios cuadrangulares y geométricos, y transformada luego por los viejos damascenos que sabían que “los callejones se pueden defender mejor cuantas más sinuosidades tienen”. “Si se quiere hablar de Damasco, hay que tener cuidado para no hundirse, porque Damasco es un mar de historias” (p.317). Y un mar de historias es la novela de Schami, que él compara con un mosaico y que en ocasiones semeja al mar de historias de las mil y una noches, aunque el arranque y el final adopte el modelo de una novela policiaca, con un crimen misterioso que los servicios secretos militares vetarán a la policía damascena. Una metáfora de la situación política siria:
“El Servicio Secreto estaba en lo más alto de la pirámide del poder, a las órdenes directas del presidente, e incluso se murmuraba que el presidente sólo podía gobernar gracias a la clemencia del Servicio Secreto. En un escalón muy bajo del poder estaba la Brigada Criminal. Podía ocuparse de los delincuentes mientras no pertenecierana los estratos superiores, a la casta militar o al partido gobernante, el Baaz” (p.28).
La víctima es otro personaje paradigmático o modélico como hombre de frontera, un muladí o converso musulmán, Mahdi Said, su nombre de cristiano ortodoxo Bulos Shahim o Said Bustani, debido al segundo matrimonio de su madre viuda. Un drama de identidades, en una sociedad en la que dominaba tanto el peso de esas identidades familiares y de clan:
“Los hijos únicos no eran llamados a filas. La familia sólo tenía que pagar una tasa equivalente al sueldo de dos años de un soldado raso, lo que era muy poco. Con esta ley, el Estado atendía el deseo de las estirpes de proteger a sus herederos. Las hermanas…, al ser mujeres, no contaban, porque después de la boda se unirían al tronco familiar de sus maridos” (p.637).
Una realidad patriarcal al margen de la confesionalidad, que interfería con ella, en la esencia del ser árabe sirio. Una pequeña tesela del gran mosaico que es esta novela, narra la historia de uno de esos amores prohibidos en los que se centra el relato de Schami, el de Sabri y Rachel, tras la proclamación del Estado de Israel:
“ Los judíos de Damasco se alegraron, pero no podían manifestar públicamente su alegría. En todas partes se los miraba con desconfianza” (682), y los dos amantes emigraron a América ante el acoso de sus dos familias que los desheredaban y trataban de traidores. En Nueva York vivían felices, como le escribieron a un amigo de Damasco, que narra su historia:
“Sus hijos, contaba, eran judíos según el derecho judío, árabes cristianos según el derecho árabe y ciudadanos americanos según el derecho americano. Esa era su contribución a la paz” (p.683).
La rebeldía juvenil y el idealismo de Farid lo llevaron a militar con los comunistas, hasta su desencanto al captar en ese partido las mismas contradicciones que encontraba en todos los fanatismos religiosos y políticos. Así lo evoca, al charlar sobre las noticias que Marco Polo había transmitido sobre los ‘assassini’ o consumidores de hachís y sus orgías que considera “fantasías de Marco Polo sobre Oriente” (p.505).
Uno de sus amigos comenta: “Pero, si no es por esperada satisfacción de todos los placeres en el Paraíso, ¿qué impulsa a los hombres a hacer todo eso?”. Y responde:
“Exactamente lo mismo que impulsa a nuestros fanáticos de hoy: la conciencia de la misión divina que los convierte en los elegidos. Es la única droga que lleva a los hombres jóvenes y vitales a perder el miedo a la muerte y despreciar la vida. La idea de poder alcanzar el Paraíso ha sido el invento más peligroso de la civilización. Aquí se encuentran comunismo y religión. La diferencia sólo está en la definición del lugar. En este mundo, dice el comunismo. No, en el otro, dice la religión. Los Hermanos Musulmanes intentan una síntesis entre ambas cosas. Quieren instaurar un Estado teocrático en la tierra, porque creen que con eso todos los problemas se resolverán. Pero eso es precisamente el mayor problema” (p.505-506).
La perspectiva oriental siria es rica y variada por la diversidad de los puntos de vista de los contertulios, aunque todos se consideren árabes y Siria sea para ellos uno de los corazones o motores de Arabia. Así en un capítulo en el que charlan sobre el pasado histórico, varias voces (Michel, Amín, Josep, Farid…) glosan el sentido de las Cruzadas medievales en la región:
“…Poco después se produjo una disputa a la que el carpintero Michel y Amín se sumaron enseguida. -No se puede olvidar que antes de que los cruzados llegaran a Oriente, los árabes estaban divididos en mil sectas y clanes y enemistados entre sí. Casi como hoy. Y siempre que los árabes han estado desunidos han ofrecido sus países en bandeja de plata a los extranjeros – afirmó. Luego se sentó y esperó. Acababa de prender la mecha.
“Michel optó por defender a los cruzados. -Pero tampoco se puede olvidar – dijo – que los cristianos y judíos habían sufrido durante todos los siglos anteriores, humillados por un califa tras otro. Sólo el califa loco Al Hakim destruyó poco antes de las Cruzadas tres mil iglesias y capillas, y obligó a todos los judíos a llevar una campana colgada del cuello, y a todos los cristianos una pesada cruz. Eso también hay que decirlo bien claro – añadió.
“Amín objetó que tanto los francos como los árabes habían sido necios, y que ambos habían perdido. El único que había sacado ventaja era el Vaticano. Las Cruzadas no sólo habían sido guerras contra el islam, sino también batallas para sellar la primacía de Roma. -Se trataba de destruir el poder de Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Todos estos centros quedaron privados de importancia después de las Cruzadas, y Roma se convirtió en la única potencia mundial. -¡Eso no es más que propaganda rusa! – gritó Michel. – Nunca se han soportado – dijo Josep a Farid, que se había mantenido al margen de la conversación, y se frotó las manos.
Habría que pedir a Gibrán que alguna vez contara historias distintas de esa mierda de los cruzados – dijo Taufik, y movió la cabeza con pesadumbre.” (p.492-493).
Paseando un día por la mezquita de Damasco, charlaban Farid, aún joven militante comunista, y su amigo Josep; habían ido desde la Universidad, a través del zoco Al-Hamidiya.
“- Al contrario de lo que ocurre en las iglesias cristianas – dijo – , en las mezquitas hay mucha vida y poco de sagrado. Es un lugar agradable. » Y bromeaba diciendo que un joven comunista como Farid haría muy bien en ver el aspecto sensorial de la vida, en lugar de preocuparse sólo por el materialismo y la economía. Así que salieron a mediodía, después de las clases, se detuvieron por el camino en un puesto de comida, tomaron un zumo y un falafel y luego pararon un rato con un chico que ofrecía higos chumbos enfriados en un bloque de hielo. En otoño eran muy jugosos.
“Realmente, la mezquita era un lugar confortable. Ya el suelo, cubierto de hermosas alfombras, resultaba mucho más agradable que los duros bancos. Las iglesias habían sido siempre espacios de oración; las mezquitas, en cambio, lugares de convivencia. Las alfombras invitaban a detenerse. Algunos hombres dormían a lo largo de las paredes, otros leían o caminaban en silencio, sumidos en sus pensamientos. Algunos creyentes rodeaban la tumba de Juan el Bautista. Pronunciaban en voz baja sus ruegos y oraciones, tocaban paredes, columnas y rejas, y llevaban con sus manos su bendición hasta sus rostros. En un rincón, sentado en el suelo y apoyado contra una columna, un erudito pronunciaba un discurso para un pequeño círculo de oyentes. Reinaba una profunda paz. Nadie preguntó a Josef y Farid qué buscaban allí o si eran musulmanes. Era natural que uno pudiera sentarse en la mezquita.
-Si el islam fuera como esta mezquita – susurró Josep -, me convertiría hoy mismo, pero entonces estaría junto a los jeques del petróleo y los Hermanos Musulmanes. Así que prefiero seguir siendo cristiano. -Y de ese modo estás junto a todos los dictadores de América Latina, los espléndidos colonialistas cristianos, los fascistas y los falangistas. No, yo tampoco los quiero como hermanos. Tienes que venir con nosotros o perderás el tren – respondió Farid. Josep se atragantó de risa. -Bien dicho, pequeño estalinista, pero con vosotros no es posible coger el tren; como mucho, invadirlo. –En ese momento recibió un rápido codazo en el costado y un anciano les lanzó una mirada de reprobación” (p.613).
APÉNDICE DE NADADORES
No podían faltar Nadadores en un mosaico de relatos con tan ricas y variadas teselas, y es la disculpa para añadir a esta selección de textos, pensada para incitar a la lectura de la obra completa, dos de esos relatos/teselas en las que se evoca algún nadador; como sucede siempre, son momentos de intensidad dramática. En el primer relato, una evocación de juventud de un abuelo sirio montañés: 113. La sal del abuelo. El segundo relato, una evocación mucho más dramática de la infancia de la protagonista femenina de la novela, Rana Shahin, de una excursión al río con su familia, su hermano Jack y dos amigos suyos; la evocación la hace durante una conversación con una doctora psiquiatra que la trata en una clínica: 285. Excursión.
113. La sal del abuelo
“Farid odiaba tener que marcharse de Damasco, pero se consolaba a veces con la idea de acercarse al Mediterráneo. Josef, Suleimán y Azar nunca habían dejado la capital por largo tiempo. Sólo Rasuk había estado una vez dos años en el extranjero, cuando lo enviaron al convento libanés del Redentor.
“Una noche, dos semanas antes de la partida de Farid, Rasuk fue a la buhardilla, donde los encontró a todos sentados y deprimidos. Ninguno comentó ni una palabra de la película Flash Gordon, que habían visto juntos esa tarde.
-Farid, estoy seguro de que te encantará el mar –empezó –. Yo tenía ocho años cuando lo vi por primera vez. Me pasé horas fascinado, sentado en una roca bajo el convento del Redentor, al que había llegado días antes. Miré desde lo alto el juego de las olas, y una semana después descubrí en la biblioteca del convento un grueso volumen ilustrado que trataba sólo del Mediterráneo. El paisaje submarino, la fauna, las ánforas y los pecios aparecían en grandes fotos coloreadas a mano. Sobre todo, me atrajo el misterioso azul del mar. A la que se presentaba la ocasión me ponía a jugar con el agua. Más adelante aprendí a nadar en el mar, y descubrí que era salado.
“Durante las vacaciones de verano volvía aquí a Damasco y todos los años para huir del calor nos íbamos con mis padres a casa de los abuelos en el pueblo. Se llamaba Sabadani y está a mil quinientos metros de altura, en las montañas.
“Una tarde estaba sentado en la terraza con mi abuelo. Poco antes del anochecer solía tomarse allí una jarra de café especiado con cardamomo, que huele de maravilla. Yo quería mucho a mi abuelo, porque sabía contar muchas historias.
“’Háblame del mar, abuelo’, le pedí. Él sonrió, confuso. ‘No puedo contarte mucho del mar. Mejor pregúntale a tu abuela. Ella es de Latakia, la ciudad portuaria del norte’, me dijo.
“Pero la abuela había ido tres semanas a visitar a sus parientes, y cuando volviera, mis vacaciones habrían terminado y tendría que volver al convento. Cuando me quejé de mi mala suerte, el anciano asintió y tomó un gran sorbo.
“’El mar’, susurró, y guardó un largo silencio. ‘El mar es especial’, prosiguió finalmente, expresando en voz alta sus pensamientos. Se levantó. ‘Allá al oeste, al otro lado de las montañas, está el Mediterráneo; si quieres te cuento una pequeña historia de él. Hace treinta años quise escapar de la Primera Guerra Mundial y emigrar a América, pero cuando vi el mar y me enteré de que detrás de ese mar enorme había un océano aún más grande, que tenía que atravesar, decidí quedarme en el puerto. Arrendé una taberna. Noche tras noche oía las fanfarronadas de los marineros, contrabandistas y aventureros. Un día, un inglés me ofreció mucho dinero si lo acompañaba a Chipre, para traer de allí de contrabando oro y armas para Lawrence de Arabia. Así que subí a su podrido barco. Pero no sabía nadar, y el mar estaba revuelto…
“Y el abuelo me contó una historia interminable de armas, oro y contrabandistas que ahora mismo no podría repetiros, y estaba tan emocionado que se le puso ronca la voz , como si reviviera el momento en que lo rescató un delfín y lo llevó a la orilla, salvándolo de morir ahogado.
“’Y desde entonces – concluyó mi abuelo –, siempre que hablo del mar se me cubre la piel de sal’. Y me tendió su mano morena y arrugada. ‘Prueba’, dijo sonriendo. Yo lamí con cuidado. Su mano sabía tan salada como el mar junto al convento del Redentor” (pp.358-359).
285. Excursión
“La doctora le preguntó si de joven tenía miedo de estar con chicos. Titubeando, Rana dijo que no, y luego permaneció largo rato en silencio. Reflexionó, y pensó que su respuesta no era del todo cierta. Entonces se acordó. Fue en el verano de 1954. Tenía catorce años. Un domingo de julio, ella y su familia salieron de excursión para merendar junto al río. Al principio Rana estaba contenta, pero luego a Jack le permitieron invitar a dos amigos suyos, los gemelos de trece años hijos del ministro del Interior. Rana sospechaba que con ello su madre pretendía halagar a la poderosa familia, aunque quizá sólo quisiera presumir en el café de la gran amistad que tenía su hijo con los gemelos del ministro. Rana habría preferido quedarse en casa. Habría hablado un poco con Farid por teléfono o habría ido al cine con Dunia, pero sus padres no se lo permitieron. El padre le aseguró que irían a un río espléndido que desembocaba en un lago.
-Agua cristalina, exactamente lo que necesita un pececillo como tú. – Sabía que a Rana lo que más le gustaba era nadar.
“Pero durante la excursión ocurrió algo que luego no pudo olvidar. Los gemelos eran simpáticos, pero la miraban de una forma extraña. El día era caluroso. Su padre los animó a todos a darse un chapuzón. Ella no tardó en dejarlos atrás. El lago era profundo y el padre no había mentido: el agua era cristalina y refrescante. La madre se ocupaba ya de la comida a la sombra de una gran encina.
“Cuando el padre se cansó, se despidió y pidió a los chicos que cuidaran de ella. Los tres rieron y pronto empezaron a jugar a pillarse y a hacerse ahogadillas. Formaron dos grupos: Rana y Jack contra los gemelos, pero antes de que pasaran cinco minutos los tres chicos se aliaron contra ella. Sorprendida y furiosa con su hermano, trató de escapar, pero Jack la sujetó por una mano y uno de los gemelos por la otra. De pronto sintió los dedos del tercer chico bajo su traje de baño. Rana leyó en su rostro sonriente que sabía exactamente lo que estaba haciendo, mientras le apretaba con descaro sus pezones. Rana no podía defenderse y se volvió implorante hacia su hermano. -¡Suéltame! – gritó. “Pero Jack no le hizo ni caso. La mano del chico empezó a deslizarse por su vientre hacia el pubis. -¡No! – gritó Rana, pateando a su hermano y al otro gemelo, y finalmente consiguió zafarse. “Se sumergió, nadó entre las algas del fondo, tragó agua y volvió a salir lejos de los tres, tosiendo y llorando. “Los chicos siguieron jugando entre risas, pero Rana nadó hasta muy lejos, para sentirse más segura. Cuando por fin salió del agua, los otros ya estaban junto al fuego, de muy buen humor. Nadie le prestó atención. “Hacía más de catorce años de eso. De pronto todo volvía a su mente, cortándole la respiración. Se despidió de la doctora, que aceptó su silencio, resignada” (pp.786-787)
El lado oscuro del amor de Rafik Schami – CEDCS
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