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Walläda, la Omeya de Qûrtuba

wallada

Walläda La Omeya no respondió. Se aproximó al arco de la terraza, sumiéndose de nuevo en el fascinante contraluz de su sombra rente al precipicio del sol.

El Estado andalusí, forjado como imperio y luminaria por los grandes califas de la dinastía Omeya, sólo era ya, en ese último día de 1034, un amasijo de taifas, pequeños gobiernos independientes, ciudades amuralladas con su propio soberano, y jurisdicciones provinciales que habían establecido sus propias fronteras.

Los señores de los distritos, llamándose a sí mismos reyes de taifas, vivían en permanente disputa entre ellos y arrastraban en su desastre a las gentes sencillas, obligadas a mantener a su costa a los ejércitos de sus dueños.

Córdoba, otrora la capital del imperio y crisol del esplendor andalusí, tampoco con el actual gobierno yahwarí estaba hallando su equilibrio ni el tan ansiado sosiego, después de los años de guerras civiles que la habían devastado.

Las disputas que antaño habían enfrentado a árabes, andaluces, eslavos y beréberes por alzarse con el poder sobre la capital de al-Andalus, simplemente se trasladaron de escenario.

Expulsados al fin de la ciudad los pendencieros beréberes, y sosegados los ambiciosos eslavos con el dominio de sus propios territorios lejos de Córdoba, los miembros del partido andaluz, mayoritario en la capital y que habían fundado unitariamente un gobierno civil para Córdoba, se peleaban ahora entre sí, divididos después de esa primera etapa y enfrentados, empecinadamente, entre los que, por un lado, se reafirmaban en apoyar el gobierno de la república y los que, llamados legitimistas, añorantes del esplendor perdido de Córdoba como capital del imperio andalusí, pretendían reinstaurar el califato retractándose de su idea de república y proclamando que la figura de un nuevo califa le devolvería a la capital su preeminencia de antaño sobre el resto de los territorios disgregados, las taifas.

El fantasma de una nueva revuelta sangrienta se cernía sobre la ciudadanía cordobesa, y aunque los ánimos se hallaban agotados por las guerras precedentes, no habían cambiado ni la obstinación ni la intransigencia de sus políticos, lo que podría provocar nuevamente una contienda popular entre los cordobeses.

Cada vez que contemplaba en qué se había convertido su amada patria, Walläda no podía evitar recordar el tiempo glorioso de nueva esperanza que se había vivido en Córdoba con la proclamación del gobierno civil en 1031.

La visión de la opaca realidad presente se hallaba inevitablemente engarzada en su mente con la imagen brillante y adorada de aquel maravilloso tiempo anterior, esa imagen, ahora melancólica, de las veladas nocturnas en su salón literario, donde eruditos, intelectuales y políticos debatían apasionadamente, entre poesía, música y vino, sobre la recuperación que le hacía falta a Córdoba.

Asolada por tantos años de guerras civiles por la posesión del trono califal, la capital necesitaba creer que existía una solución y se había aferrado al mínimo resquicio de equilibrio que trajo la proclamación de la república; los ciudadanos sólo querían sosiego y olvidar la fatiga de las luchas intestinas que habían maltratado su bellísima ciudad.

Animados por la esperanza, todos los cordobeses habían trabajado unidos en su deseo de paz, se respiraba en el ambiente que era posible la estabilidad y parecía todavía realizable el sueño del esplendor reconquistado.

Por eso fue tan hermoso aquel tiempo, porque parecía el inicio de una nueva vida.

Eran también los días más gloriosos de su pasión con Zaydûn; ambos vivían un amor completo, eran totalmente dichosos.

Walläda y Zaydûn se amaban sin moderación sobre aquella esperanza nueva para al-Andalus, augurando con su entusiasmo la recuperación de la estabilidad y la pujanza perdidas para la capital a través de una idea política en la que creían firmemente.

Su juventud, su amor, su inteligencia y su pasión parecían símbolo del renacimiento de Córdoba, elevada sobre sus cenizas como ave fénix convocada por la magia de sus amores.

Walläda, imponente, fascinante y enamorada, parecía querer decirle al mundo que el paraíso era cierto, que era posible ver realizados los sueños.

–Te amaba como un loco –el pensamiento de Walläda había abandonado por unos instantes su alcoba.

La voz dolorida de Abdús la trajo de nuevo a su lado–… como yo te amo, princesa.

Pero Walläda no quiso decir nada, mirando hacia la claridad del día.

Por Magdalena Lasala

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