La Bogotá de los árabes
En la carrera Novena, entre las calles 11 y 14, hay una pequeña zona donde la comunidad árabe de Bogotá rehizo su vida con el comercio.
Incrustado en el centro de Bogotá hay un almacén que se llama Pequeño París, pero su dueño es de Ramallah, una ciudad Palestina. A Hassan Alí le pertenecen esa y otras tres tiendas de ropa ubicadas en la misma cuadra. Parado detrás del inmenso mostrador de su local principal, con un impecable traje azul oscuro con delgadas rayas beige, Hassan no parece tener 65 años de edad. Ni su cabeza completamente cana lo delata. Sólo cuando empieza a narrar su historia da la impresión de que ha vivido un siglo.
Cuenta que llegó a Bogotá en 1976, escapando de la escasez que azotó a Palestina debido al conflicto árabe-israelí, que se desató cuando se creó el Estado de Israel en 1948. Empezó su vida en Colombia a los 22 años, vendiendo cobijas en la calle, y hoy tiene cuatro locales mayoristas.
Al lado de Pequeño París, a dos cuadras de la Plaza de Bolívar, hay una serie de tiendas en las que la comunidad árabe ha vendido por décadas. A simple vista parece una cuadra comercial como muchas otras: las coloridas telas, cobijas, manteles y sábanas que cuelgan en la puerta de los almacenes ondean suavemente con la brisa. Unos maltrechos maniquíes, a veces sin nariz o brazos, exhiben abombados vestidos blancos y oscuros trajes de paño en vitrinas decoradas con flores de papel crepé. Un sector muy común. Pero si se mira con más detenimiento, se verá que esa es la Bogotá de los árabes.
¿A qué árabes me refiero? ¿A los de Palestina, como Hassan y su familia? ¿A los de Irak, los de Siria o Líbano? A todos. A todos los que por razones económicas, sociales o religiosas tuvieron que dejar su tierra y embarcarse hacia al extraño mundo occidental. Contar la historia de la inmigración árabe a Bogotá es narrar cómo se desarrolló esta colorida y multifacética ciudad creada con retazos de múltiples culturas. Para historiadores como Louise Fawcett, entre los extranjeros venidos a Colombia desde la Independencia los árabes constituyen el segundo grupo más numeroso, luego de los españoles. Se estima que entre los años 1890 y 1930 migraron entre 5.000 y 10.000 árabes al territorio colombiano. Por esta razón, su influencia en el idioma, la religión y los negocios también es grande.
La inmigración empezó en 1880, cuando llegaron turcos que huían de la persecución religiosa que se desató en el Imperio otomano. Los árabes cristianos migraban hacia países como Estados Unidos o Argentina. Pero a veces, más por azar o equivocación que por planeación, llegaban a Colombia. La mayoría se quedaba en las ciudades costeras, como Barranquilla, con la añoranza de regresar a su tierra. Otros buscaban una embarcación que los llevara por el río Magdalena hasta La Dorada, de allí a Girardot y finalmente a Bogotá.
Desde ese primer período de inmigración hasta hoy ha pasado más de un siglo, y todos esos pioneros cumplieron su cometido de volver a su patria o continuaron hacia otros lugares, algo que el teórico de las migraciones Sélim Abou llama la “eterna utopía de una tierra prometida”. Pero los nietos y sobrinos de esa primera generación escucharon historias de un país suramericano llamado Colombia y por eso hubo otros dos períodos en los que vinieron al país. Es por eso que Hassan llegó a Colombia. Y es por eso que todavía hay una calle en el centro de la capital que tiene tiendas con nombres como Almacén La Palestina, Alí Babá Parrilla y Nofal e Hijos.
Hassan recuerda que llegó a Bogotá sin estudios, sin familia ni dinero para montar un negocio. “Iba para Venezuela, pero por un error en el vuelo terminé en Bogotá. Recordé que mi tío había vivido aquí en la década de los 50 y nos contaba historias sobre esta ciudad, así que me quedé”.
Empezó a aprender español mientras vendía cobijas y sábanas puerta a puerta por los barrios bogotanos. Así pasó 16 años. Cuando tuvo suficientes clientes y confianza con los proveedores, pidió un crédito y abrió su primer almacén. Lo hizo en la carrera Novena, entre las calles 11 y 14, por la misma razón que lo habían hecho otros árabes antes que él: porque los locales le pertenecían a la Beneficencia de Cundinamarca y los arriendos eran económicos. Pero, aun con las facilidades del crédito y el arriendo barato, pasaron dos años en los que el negocio sólo le alcanzaba para pagar los gastos.
Esos años pasaron. Ahora se apoya sobre el mostrador y lanza una carcajada mientras recuerda todo lo que le costó tener una clientela habitual. “Hoy en día todo va más rápido. Mire, mi hijo menor de 23 años acaba de abrir un local aquí al lado y ya lo llenó. Venga se lo presento”.
Sale de la tienda y camina con las manos en los bolsillos. Sólo las saca para señalar los letreros de sus almacenes. “Ese se llama Lina Linda, porque así se llama una de mis hijas. El otro se llama Sara Linda, porque me gusta ese nombre”.
Hassan tuvo pocos hijos, sólo cuatro. Pocos comparados con la familia Nofal: son siete. Cuando sus hijos eran pequeños los mandó para Palestina para que aprendieran el idioma y no olvidaran su religión. Se veían cada año por veinte días o un mes. Gracias a ese esfuerzo, todos sus hijos crecieron con respeto hacia la cultura árabe y la religión musulmana.
En la tienda de Ahmed, el hijo menor de Hassan, hay fotos de toda la familia pegadas en la pared. El muchacho saluda efusivamente y cuenta que desde hace unos años las tiendas de la cuadra dejaron de vender sólo telas y empezaron a comerciar productos terminados. “Deja mejor ganancia”.
Después de mostrar con orgullo los logros de su hijo, Hassan continúa su recorrido por la cuadra. Saluda a los dueños de las demás tiendas con una corta inclinación de cabeza y un “As-salamu alaikum”, “que Dios te dé protección y seguridad”. “Antes había mucha familia acá. Más de cien hogares árabes tenían sus negocios en esta zona. Ahora quedamos pocos, creo que no más de veinte”. El resto se fueron para Estados Unidos, Canadá, Panamá… la eterna utopía.
Caminando nos encontramos con Cais Nofal, el hijo mayor de Alí Nofal, uno de los comerciantes más antiguos de la zona. Su familia tiene seis almacenes en esa cuadra. Él también saluda con una pequeña inclinación de la cabeza a los amigos que disfrutan los últimos rayos de sol sentados a la entrada de sus negocios o charlando con los policías que custodian la zona. Acepta contarnos cómo fue crecer entre Colombia y Palestina.
Sin prisa camina hasta el almacén que administra y se sienta detrás de un pequeño mostrador de vidrio. El techo del local está unos cinco metros por encima del suelo y hasta allá llegan las cajas apiladas. Hay zapatos, vestidos, chaquetas, accesorios… todo lo que un bogotano promedio podría necesitar para un bautizo, primera comunión, baby shower, colegio, matrimonio o cualquier otro evento formal. Allí, entre la obra de vida de su padre, cuenta su historia.
“Nací en Colombia, pero nos fuimos para Palestina en el año 2000. Viví una etapa clave allá. La juventud fue cuando mi vida empezó a cobrar sentido. Por eso desarrollé un arraigo tan profundo hacia Palestina, la tierra de mis padres y de mis abuelos. Cuando llegamos empezó el levantamiento Intifada Al Aqsa, cuando los palestinos reclamaban Jerusalén como territorio árabe. Vivimos cosas difíciles. Al principio nos daba miedo salir a la calle, pero después nos acostumbramos y entendimos la cultura. Estuve seis años allá y en 2006 me fui para Cuba a estudiar medicina. Por mi labor como médico me gustaría volver a ayudar a mi gente”. Cais se casará este año y afirma que también criará a sus hijos en Palestina.
Cais y Hassan están de acuerdo en que el secreto del éxito de sus negocios radica en su perseverancia. Ambas familias llevan 25 años en el sector y han construido el comercio poco a poco. Hassan enfatiza la importancia de los amigos en los negocios. “La palabra vale más que el dinero”, dice una y otra vez. Con esto quiere decir que un negocio sale adelante con un buena vida crediticia. “Si los proveedores creen en su palabra, si le dan crédito aún cuando el mes no está bueno, el negocio sale adelante”.
Lejos de mimetizarse, de hacerse una con la ciudad, la comunidad árabe de Bogotá mantiene sus costumbres, sus creencias y sus locales. Es un retazo cultural más de los que componen la diversa capital.
Por Susana Noguera Montoya
Con información de El Espectador
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