Una suerte de Evangelio según Giovanni Quessep
Perfil del poeta y ensayista Giovanni Quessep (Sucre, 1939), ganador del Premio Mundial de Poesía René Char en su primera edición, invitado al Festival Internacional de Poesía de Medellín.
En uno de los pueblos más añejos del departamento de Sucre nació Giovanni Quessep un día en el que la Tierra termina su vuelta al sol. Huyendo sus abuelos en el siglo XIX de la persecución del Imperio otomano en Líbano, país que moja el Mediterráneo, llegaron a dar a Belén de Pará, desembocadura del río Amazonas. Su padre nació en el Valle del Cauca y por casi treinta años estuvo en el Cercano Oriente antes de regresar al Caribe colombiano, donde se estacionó. Aun cuando le enseñó el idioma árabe a su hijo, él ríe asegurando que sólo recuerda las malas palabras, aunque unas cuantas confidencias. Va la primera: cuando era un adolescente escribió numerosos poemas en papeles que un día rasgó; fue su padre quien lloró por esta especie de osadía.
Bien es cierto que años más tarde, con asistencia de lectores y atención de la crítica, le proveyeron una especie de virtud metafísica en sus versos, pero él no escribe sobre la realidad exterior, y ha sido claro. “Yo escribo sin velo sobre lo que me rodea”, y me señala una mesa: “Se canta esta mesa pero no la madera, ¿de dónde viene? Del árbol. ¿Y el árbol? De un bosque, quizá. ¿Y qué hay en el bosque? Un pájaro o un riachuelo. Eso es lo que yo canto si cantara a una mesa”. Siendo uno de los buenos poetas más longevos del país, cuenta que una tarde en San Onofre, aquel poblado viejo y caluroso donde creció, estaba su padre en una mecedora y una mujer apareció para decirle a hurtadillas: “Señor Quessep, váyase de su casa que lo van a matar a las once de la noche. ¡Váyase!”. Total que toda la familia se fue y exactamente a la hora anunciada llegó la policía en compañía de personas de la misma corriente política —conservadora— y destruyeron la casa por dentro. Todo. Incluyendo la mecedora.
Hay quienes le han dicho al poeta que por esta historia podría hacer elegías o poesía política, y sí, lo hizo dos veces en su vida, pero no tiene el temperamento para hacerlo una vez más, asegura. Roberto García Peña publicó ambos poemas en El Tiempo —hablamos de la época de Rojas Pinilla—. Uno se llama Noche y fusiles, en cuya última estrofa se nombra a Carlos Castro Saavedra, y el otro Elegía, dedicado a un compañero muerto en disturbios universitarios con una bomba de gas que le dispararon justo en la cara.
Cuando eso, Quessep era estudiante de la Universidad Javeriana, de donde egresó de filosofía y letras y donde también fue docente. Allí presentó a Borges, de quien dice no necesitaba presentación —lo cual podríamos juzgar como cierto—, y para la ocasión escribió tres sonetos que terminaban con líneas del argentino, quien dijo al oírlos: “Espléndidos versos, espléndidos”. Puede que María Kodama, quien se quedó con ellos, tal vez los conserve todavía.
Como docente escribió además un bellísimo poema: “Penumbra de castillo por el sueño / Torre de Claudia aléjame la ausencia / Penumbra del amor en sombra de agua / Blancura lenta (…)”. Claudia fue su alumna. Cuando entraba a la clase, cuenta, y veía a esa niña tan hermosa, empezaba luego de las miradas a hacer bolitas de papel que le lanzaba a los pies desde la tarima, al lado de la pizarra. Ella las recogía, escribía alguna cosa y tac, se las devolvía. Siempre le decía: “Claudia, te voy a escribir un poema”, a lo que ella contestaba: “Giovanni, no seas mentiroso, siempre mentiroso.” Sacó de su bolsillo Canto del extranjero en un examen oral e individual de literatura y se lo leyó cuando ella entró a presentar su prueba frente a él. De este idilio queda una fotografía de Claudia en su habitación al lado de la de su padre, que murió a los 68 años, de la de su abuelo, que murió a los 106 años, y al lado de una fotografía suya, que espera no morir mientras tenga lucidez.
Quessep escribe con un lenguaje práctico y natural (nada que ver con lo bucólico, advierte) sobre la ensoñación y los elementos habitados. Por ejemplo, una piedra que contiene tigres en su interior. Él sabe, como todo el mundo, que la piedra es inerte, pero él no puede verla sólo como una piedra. “Busco un lugar feliz, no un paraíso cristiano, es un lugar que no sé si existe. Me gusta el sentido de las cosas soñadas. Cuando mi papá murió lo vi en un sueño recurrente: era un punto de plata que venía y después se iba, cada vez más lejos. Luego me levanté como un sonámbulo, me senté en el escritorio y escribí el poema tal como está ahora, como si él me lo hubiera dictado. Así pasa con muchos poemas, se van creando aquí, en mi cabeza, y cuando me siento a escribirlos ya están hechos. Yo me aferro a los sueños por muchas cosas. Soñé, esto parece más invención de novela, que había una mujer de pelo muy muy largo en un jardín y pasaba un ser invisible que con una tijera se lo cortaba. Cuatro veces lo tuve y cuatro veces murió alguien de mi familia”.
La idea de Dios para Quessep es muda. Si lo ha nombrado dos veces en su poesía ha sido demasiado, y no es ateo. Tiene un poema en el que menciona el silencio y luego dice: “¿Acaso Dios es el artista del silencio?”, y pasa algo semejante con otro: “Dios… silencio”. Cree en algo, pero no puede decirme en qué. Cuando refiere el silencio, en ese sentido, piensa a veces en una especie de presencia azul en todo el universo, algo indefinible. Y si la mudez pudiera entenderse como la muerte, de pronto recuerda una anécdota con un gran amigo a quien le preguntó: “¿Qué pasa cuando uno se muere?”. “Vea, Giovanni, esa pregunta se contesta muy fácilmente. Cuando uno se muere, se muere y ya”. Y aunque para él es misterioso todavía, siendo casi un octogenario, no puede explicarlo racionalmente porque es un ser más intuitivo, por eso no descree de Dios, aunque prefiere hablar de un color celeste, como dije.
A propósito del cielo recita de repente un verso de uno de los tantos cantos de la Divina Comedia: “Dolce color d’oriental zaffiro (dulce color de oriental zafiro)”. Señala rápidamente un pasaje del viaje de Dante buscando a Beatriz, mujer amada que sólo ve dos veces en su vida (a los nueve años, vestida de blanco, y a los 18, vestida de rojo) y cómo emprende un vuelo guiado por los planetas hasta llegar al Empíreo, el más alto de todos los cielos. Esto para decir que él en materia de energías superiores o silencios, como lo expresó Borges, “no cree en infiernos ni en paraísos como Dante lo cuenta, pero sí en la Divina Comedia”.
Adora la poesía de Rubén Darío y le sigue pareciendo el mayor poeta de la lengua española desde el Siglo de Oro hasta hoy, después de la muerte de Calderón de la Barca, claro. Su obra comprende ahora cerca de veinte títulos. Junto a Álvaro Mutis estuvo incluido en una antología de poesía latinoamericana que se hizo en Alemania y ha sido el único de la misma esquinita besada por dos océanos publicado por Galaxia Gutenberg, sello que, dicho sea de paso, lanzó el libro, una antología personal, en Cartagena de Indias, con presencia de los poetas Juan Gelman y José Emilio Pacheco. Entre numerosos reconocimientos obtuvo este año el Premio Mundial de Poesía René Char, en su primera edición, promovido por la revista Prometeo y el Festival Internacional de Poesía de Medellín, que celebra justo ahora un cuarto de siglo con el rezo “Estallará la paz sobre la Tierra como un sol”.
Entre poetas de los cinco continentes invitados por dicho certamen está Quessep, alguien con quien conversé sólo porque ama sentarse en su casa a mirar la marquesina y ver pasar las nubes e imaginar que es el tiempo el que va pasando.
Por Manuela Saldarriaga Hernández
Con información de El Espectador
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